JORGE FERNÁNDEZ GRANADOS

El Dragón y la virgen

 

 

Sus ojos me recuerdan caminos de retama. El amanecer a veces la encuentra con el cabello helado, lamiendo invisibles cicatrices en sus brazos. Pesa en esos ojos el vuelo predador de la tristeza. Creo que sus párpados son alas muy cansadas. Hay una herida en el fondo de su alma a la que le crecen pájaros cuando amanece. Bengala. Hay una huella donde fue nieve en el escalón de una casa solitaria. Dijo que el cielo es una pradera inalcanzable.

 

La melancolía, tal vez. Una llave y un pequeño caracol sobre un papel en blanco. Remamos. Tal vez está despierta todavía por la música de alguien que tañe una flauta en una habitación a oscuras. O la muerte alguna vez. Cuando miró al dragón que se alimenta de los seres que caen en los espejos. Tal vez porque su destino es recorrer el espanto de un largo despertar.


Caer en el calor tocado por los guantes blancos de un hechizo. El tacto del asombro, lo que puede nombrar el día de algún imaginable nacimiento. Estancias o prisiones. El esplendor de lo que va a morir. Un trazo. Su corazón, esa avidez de súbitos delfines.

Tocar la llama y arder en los escombros de otro templo. Ordo esa brasa. El límite. La abolición de lo sabido. Sangre. Lentamente sangre donde acampa el calor y quiere hundirnos, fundirnos, quiere estremecernos, algo aquí, redimirnos. Brasa que llama, aúlla, tuya de allí la llamarada, tensa su espontáneo calor de blanco etilo. El naufragio. O puede ser sólo ese cuerpo fragmentado en la leyenda del granizo.

 

 

Cómo saber, qué espasmo estar aquí, reunido en la vorágine vacía y arder en un instante en la luz de la madera, perdido ya por fin en la otra orilla de ese fuego.

 

jfgranad@prodigy.net.mx

Jorge Fernández Granados, "El Dragón y la virgen", Fractal n° 17, abril-junio, 2000, año 4, volumen V, pp. 19-24.