PIERRE-YVES SOUCY

Paul Auster: el ojo y el muro

 

 

 

 

 

Pero ningún pensamiento llegará jamás
al otro lado del muro.
Y el muro no se derrumbará, aun martillado
por el ojo.

Paul Auster
"La muerte de Sir Walter Raleigh"

 

 

Hamlet.— ¿No veis nada ahí?
La Reina.— Nada. Sin embargo, todo lo que
aquí hay, yo lo veo.

Shakespeare
Hamlet, acto III, escena 4

Dirigir la atención de la mirada hacia la realidad más cercana, más familiar, para alejarse poco a poco de ella a fin de impregnarse con la proximidad de las cosas, de probar sus límites, de discernir su fuerza de inmanencia, de tal modo que la palabra pronunciada revela cuando nombra y afirma dicha realidad, le otorga al habla un lugar al que se remite y a partir del cual puede irradiar.1 Esta palabra también puede revelar, en ausencia misma de ese lugar y con el simple ejercicio de la memoria, lo que activa la función representativa del lenguaje. Puede hacer que se oiga de nuevo con el solo escuchar las palabras que servirán para pronunciarlo. Pero desde el momento en que el lugar ha sido proferido, lo dicho se abre en seguida a esa extrañeza del mundo que se relaciona más con su presencia, tal como se muestra y se da, que con lo que disimularía en una profundidad indecible: una realidad que el poema se encarnizaría en perseguir con la esperanza de encontrar en ella, tras las apariencias sensibles, un fundamento de lo que en el mejor de los casos consiste en huellas de una realidad superior, más allá de los límites de los datos sensibles, unificando y animando el conjunto.

Sin embargo, conviene señalar que esta voluntad de mantenerse más acá de las certidumbres y los absolutos no agota de ningún modo el sentido de lo real; por el contrario, permite la emergencia de un sentido que proviene de lo real. Lo que la palabra poética forma es un conjunto de significaciones, no para restarle complejidad a lo real, sino para encontrar una vía que permita concebirlo, una manera de ir hacia y a la vez dejar acudir a uno toda la realidad de un mundo con fronteras indefinibles que dispone de toda su ambigüedad en la misma medida en que se mantiene y nos mantiene al margen de cualquier certidumbre confortable. Así, en sus creaciones más firmes, la palabra poética es lo contrario de una palabra de circunstancia que exhortaría a la vida a través de una retórica de la realización. En este sentido, renuncia a los efectos líricos fijados para siempre en los motivos recurrentes y las confusiones analógicas, los cuales rara vez logran emanciparse de las evidencias más inmediatas y sólo se hunden en las facilidades del género. Si el lenguaje poético a veces logra disipar los signos que se entrometen o que pueden velar la visión de lo existente es porque espera y ofrece la posibilidad más sensible de un lenguaje muy novedoso, a la medida de lo que busca aprehender.
El acto de la palabra, en poesía, sin duda tiene que ver con la paciencia y el ardor para detener la mirada en el lugar donde nos colocamos, para mantenerla en la presencia que presupone reciprocidad y fluidez del sujeto y del mundo, en un mundo que persiste ante nosotros y se resiste como para producir su prueba de verdad.

El distanciamiento es en definitiva la llegada al interior de las cosas que en última instancia conduce a una mezcla turbadora entre el yo y lo que se encuentra delante de él. Es una presencia recíproca, en el sentido en que el lenguaje poético y la experiencia que lo funda se despliegan siempre en el horizonte de las realidades sensibles que animan y que las animan. Cobra forma un lugar, el de la experiencia de una estancia, pero se mantiene por obra de esta presencia, por ese ya-ahí, anterior a cualquier enunciado que está en la base de la sorpresa, al tiempo que es el espacio donde se proyecta la subjetividad. El interés de Paul Auster por la obra poética de Georges Oppen es sólo un indicio, pero cuán revelador, de la importancia que atribuye en sus poemas,2 como en su prosa por lo demás, al lugar, al ver y al escuchar. El mundo natural, su presencia viva, la que se muestra en la extensión y en la multiplicidad de las formas de su despliegue, se impone tanto ante el segundo como ante el primero, si bien ambos ampliaban y profundizaban paulatinamente su campo de visión a medida que sus respectivas obras se encarnaban y se precisaban. Auster se mostrará particularmente sensible al procedimiento de Oppen3 ante su manera muy singular de acercarse al mundo y de adherirse a la presencia. Sin duda reconoce de algún modo en este último una actitud que no le es ajena: "Oppen tiene la capacidad de mirar con todo su corazón y sin dejarse distraer."4 Esta simple presencia del mundo y de todo lo que lo conforma constituyen para este poeta el reconocimiento de un "puro en-sí de las cosas", que persigue el encarnizamiento de la mirada no para sí misma, sino para despejar las bases de un lenguaje nuevo y así aprehender esta presencia en su desnudez más radical.

Lo que él descubre entonces no es tanto un lenguaje común y menos aún una respuesta a esta pregunta sino, como lo vio muy bien Auster, "una voz que se dirige a otra desde el fondo de un abismo de soledad extrema".5 Por ello nos equivocaríamos por completo si quisiéramos interpretar esta desnudez en Oppen como una mirada empleada sólo para expresar burdamente los fenómenos que abarcan el campo visual, como si se tratara de un testigo fotográfico desprovisto de cualquier disposición propia del lenguaje y del pensamiento en sus vibraciones más sensibles. Esto, en definitiva, tendría muy poco que ver con la "voluntad de mirar de verdad", para ver "Lo que no se puede/ no ver". El "ver" de que se trata aquí presupone que la mirada puede abrir una brecha que no implica sólo una resonancia con la realidad, sino también lo que ésta tiene de inexpresable o de inagotable en su presencia, ahí en donde se concentra, no algo que se disimula sino lo que centellea en aquello que siempre se resiste a ser entendido.

En la obra de Paul Auster esta inocencia primigenia del mundo, que también está presente en numerosos poetas modernos y contemporáneos, es más discreta. Es evidente que está el reconocimiento de su opacidad -se puede decir que ésta no es ajena a la sorpresa, el arrobo o la desolación ante la realidad- lo mismo que de la irreductibilidad de todas las cosas singulares que la componen y se ofrecen a la conciencia. Pero la pregunta acerca de lo que está ahí se presenta a menudo de manera más compleja. Auster siempre tiende a obrar con astucia, con esa simple dualidad de la presencia y su revés, el silencio o el vacío, que de algún modo se encontraría al otro lado del muro. Así, los hecho casuales y las coincidencias, todo lo que toca a la imprevisibilidad del movimiento íntimo de la vida y lo que al fin y al cabo se sitúa en las orillas del entendimiento (en esos puntos más vivos de presencias que, según todas las apariencias, carecerían de racionalidad), provocan este distanciamiento.

Me parece que en este sentido hay que interpretar lo que dirá en una conversación con Larry McCaffery y Sinda Gregory: "Hablo de la presencia de lo imprevisible, de la naturaleza totalmente pasmosa de la experiencia humana. Todo puede ocurrir de un momento a otro. Nuestras certezas más arraigadas acerca del universo pueden derrumbarse en un segundo. En términos filosóficos, hablo del poder de las contingencias. Nuestras vidas no nos pertenecen realmente, ve usted, pertenecen al universo, y a pesar de nuestros esfuerzos por encontrarle un sentido, el universo es un lugar que rebasa nuestro entendimiento."6 Este poder de las contingencias que evoca aquí el autor de Desapariciones no indica ningún efecto aleatorio propio de la naturaleza de las cosas sino que sobreentiende una perturbadora energía original, empezando por sus manifestaciones imprevisibles, y que originaría ese caos permanente en el movimiento de la vida. Lo cual generaría un mundo discontinuo y fragmentado, con todos sus efectos de ignorancia del impulso de su celebración.

Sin embargo, no se trata tanto de un desorden como de la imposibilidad de concebir el mundo natural y más aún la vida en sociedad con sus movimientos y sus manifestaciones, según un orden preestablecido que fijaría su sentido y los haría intelegibles. Para Auster, el elemento aleatorio sería entonces un modo de recordar que "no sabemos nada",7 que el mundo habitado por nosotros está condenado a escapársenos, aunque jamás tuviéramos que renunciar a sondear el terreno de lo dado, así como el de lo posible, con la determinación más firme.8

Dirigir la mirada hacia lo que está muy cerca de nosotros a fin de ver a través de los gestos o las cosas aparentemente más insignificantes y más tenues, constituye un modo de aproximarse al mundo por los caminos más estrechos para llegar a su límite "como si este límite fuera el centro de otro comienzo del mundo, más secreto".9 Este límite designa esa relación singular con las cosas, esa vía en la que penetra el propio Auster cuando decide captar con el lenguaje poético la presencia insensible del mundo. Pero su procedimiento se manifiesta al mismo tiempo por vías paralelas con múltiples resonancias, en particular la del pensamiento que se detiene en las obras de otros poetas, así como en la de los pintores contemporáneos, que constantemente nos llevarán a su poesía.

Esta digresión nos permite abordar una obra que se propuso ser densa, incluso a la vez hermética, pero cuya maduración daría paso a una poesía más narrativa.10 Sus reflexiones acerca de la obra del pintor quebequense Jean-Paul Riopelle coinciden justamente con lo que evoqué más arriba. Señalan e iluminan varias modalidades y objetivos latentes en el origen de su propia obra literaria. Una vez más, tanto la mirada como el espacio en el que se desenvuelve son puestos en tela de juicio. Pero dicha mirada no es una búsqueda de puntos de apoyo antes que nada, como si se tratara de una necesidad primigenia e incontrolable de situarse en un lugar irremediablemente igual a sí mismo; es una voluntad indeterminada impulsada por el deseo de hacer que aparezcan las cosas. Se trata de despojar a la realidad de sus apariencias, -esta reflexividad sensible que desemboca en el sentido más intelectual, es decir la mirada- porque la atención apunta a esos instantes frágiles, pero cuán esclarecedores, en que cobra forma la representación, como se adivina claramente en el siguiente pasaje de su ensayo sobre Riopelle:

 

Un bosque. Y en ese bosque, un árbol. Y encima de ese árbol, una hoja. Sólo una hoja, que gira en el viento. Esta hoja y nada más. La cosa para ser vista.

Para ser vista: como si él pudiera esta aquí. Pero el ojo nunca bastó. El ojo no puede conformarse con ver, ni decir cómo ver. Pues cuando una hoja gira, el bosque entero gira a su alrededor. Y él gira alrededor de sí mismo.

Quiere ver lo que existe. Pero jamás cosa alguna, aun mínima, se ha detenido para él, pues una hoja no es sólo una hoja: es la tierra, es el cielo, es el árbol del que pende bajo la luz, a cualquier hora. Pero también es una hoja. Es decir, es lo que se mueve.

Así que para él no basta abrir los ojos. Si quiere ver, tiene que dirigirse primero hacia la cosa que se mueve, pues la visión es un proceso que solicita a todo el cuerpo. Y si bien primero es testigo de la cosa que él no es, una vez dado el primer paso, se vuelve parte integrante de un movimiento que desconoce fronteras entre el yo y el objeto.11

Este texto designa la movilidad de la conciencia que se proyecta y del mundo que se encarna. No sólo la mirada percibe al mundo, sino también el mundo, en la diversidad de sus formas, atrapa a la mirada. En uno de sus poemas, Auster escribe: "Todo el espacio/ y los ojos, perseguidos/ por frágiles objetos", lo cual no deja de evocar esa idea de la captura de la mirada por lo que la rodea. Sorprende ver, a través del texto anterior y de estos pocos versos, lo cerca que estamos de un aspecto esencial de la fenomenología tal como la pensó Merleau-Ponty, en particular cuando escribe, en Lo visible y lo invisible: "Esto quiere decir que mi cuerpo está hecho de la misma carne que el mundo (es algo percibido), y además, que esta carne de mi cuerpo es comunicada por el mundo, que la refleja, la invade y ella lo invade (lo sentido es a la vez un colmo de subjetividad y un colmo de materialidad); tienen una relación de transgresión y encabalgamiento."12 La experiencia poética -poco importa el modo en que logrará expresarse- muestra aquello que el pensamiento intentará llevar al nivel de la esfera reflexiva.13 La mirada de Auster ante la obra de Riopelle es testigo de este movimiento doble y multiplicado. En cierto sentido, ocurre que la conciencia, a causa de la atención que presta a la cosa por medio de la mirada, se extravía en esa cosa, pero actúa así para encontrarse a sí misma, para encontrar su lugar, el que para el sujeto equivaldría a estar todo el tiempo como exilado en medio de las cosas: "Por lo tanto, ver como una manera de estar en el mundo. Y conocimiento, como una fuerza surgida desde adentro. Porque después de no estar en ninguna parte, acabará por encontrarse tan cerca de las cosas que él no es, que casi se hallará en ellas."14 Por lo tanto, este modo de concebir el ver no consiste sólo en una mera voluntad de representación, que evidenciaría una dependencia mutua entre el sujeto y el mundo, entre el adentro y el afuera, en su generalidad. También apunta a dar cuenta de la dificultad de hallar una vía de paso susceptible de llegar a lo real, e incluso de alcanzar el fondo, un fondo inapelable pues habla sólo de un vacío, de un silencio a partir del cual puede comenzar la palabra, y también esbozar formas el gesto. Pero tanto la mirada como la escucha habrán alcanzado el muro, límite infranqueable y siempre más acá del silencio. Nutridos de una experiencia siempre personal, a medio camino entre la conciencia y lo que se halla en este límite del mundo, podemos vislumbrar esta especificidad de las cosas que participan -en la medida en que son indispensables para algo- de la conquista y de la subjetividad desde ahora consciente de sí misma y de esta presencia que ya se puede pronunciar: "tu tinta aprendió la violencia del muro", ese muro que "es tu único testigo", como la tierra es "el único lugar de exilio".15

La profundidad del mundo se descubre entonces con esta presencia que manifiesta la cercanía de las cosas en la misma medida en que se manifiesta en su proximidad. Pero no es el único abismo en cuyo seno tropieza la mirada, hasta llegar a límite que Auster llama el muro y que, en otro plano, lo mismo puede ser la conciencia de la muerte. A este abismo se añade un opuesto, desde el momento en que la conciencia se plantea con relación a sí misma. Podría citar varios pasajes de los últimos poemas de Auster publicados con el título En la tormenta que, en cierto modo, se integra a este horizonte.16 Sin embargo, uno de ellos me parece más sugerente que los demás acerca de esta experiencia, que se asemeja a la primera y mediante un movimiento casi simultáneo, actúa como una especie de reverso de un infinito delante de sí mismo, traspuesto en el sí mismo. El poema se titula "En memoria de mí".17 El título, sobra decirlo, no es inocente. Subraya esa distancia de uno hacia sí mismo mediante la mera evocación de la palabra memoria, porque ésta tiene el poder de fijar en el fondo de sí no unas certidumbres, sino, con toda seguridad, la posibilidad de disponer los elementos acumulados de la experiencia en una trama cronológica que les confiere una permanencia, afirmando esta confianza ontológica, por decirlo así, en la presencia. En otras palabras, si solo el instante tuviera que encarnar a la conciencia en su capacidad de acción sobre sí, ésta se cancelaría por sí sola en cada uno de los instantes siguientes; sin memoria, esta conciencia de aparecer ante uno mismo sería incapaz de concebirse, al ser indispensable la duración para su propia captura. En su novela La invención de la soledad, sobre todo en la segunda parte titulada "El libro de la memoria", Auster define esta última así: "Espacio en el cual un acontecimiento se produce por segunda ocasión." Y también: "la memoria como lugar, una construcción, una sucesión de columnas, cornisas y pórticos. El cuerpo en el interior del espíritu, como si ahí adentro deambuláramos de un lugar a otro, y el ruido de nuestros pasos mientras deambulamos de un lugar a otro".18

He aquí el poema:

 

 

Simplemente, haberme detenido.

Como si pudiera empezar
Ahí donde mi voz se detuvo, yo mismo
El sonido de una palabra

que no puedo pronunciar

Tanto silencio
Hacer que nazca
En esta carne pensativa, redoble
De tambor de las palabras
Adentro, tantas palabras

Perdidas en el ancho mundo
Adentro de mí, y así haber entendido
Que a pesar de mí

Estoy aquí.

Como si fuera el mundo.

 

 

En varios textos de Auster, sean poemas o prosa, existen esos momentos en que el gesto se detiene, en que el movimiento del cuerpo se suspende, esos instantes en que todo se interrumpe para dar paso a lo que va a empezar. Como si dichas interrupciones fueran indispensables para capturar el lugar y todo lo que lo constituye. Son instantes de inseguridad, instantes irreversibles, que ofrecen la posibilidad de ver y nombrar lo presente, así como de verse y designarse en ese lugar. Dichos momentos desembocan en el abismo de lo que viene, en lo que está por suceder, en la proyección de lo que está por empezar. En consecuencia, no sólo implican el hecho de la interrupción y la captura; también constituyen la oportunidad de inaugurar, o también de ver que se inaugura, algo destinado a prolongarse y a dilatar el instante decisivo. Lo que está por empezar será una profundización -a través de la palabra que ya no se puede pronunciar en ese instante, que queda suspendida y abre paso al silencio que nacerá en esa carne-, de ese abismo en que la presencia de uno en sí va a surgir, hasta perdernos en nuestra propia soledad; esto se manifiesta en el poema "con tantas palabras/ perdido en el ancho mundo/ adentro de mí…" El silencio se encarna en esas suspensiones, pero pronto las palabras lo sustituirán para nombrar, sin que por ello se confundan con lo que es o lo que se produce. El silencio y la palabra pronunciada abren a la existencia -"y por este hecho haber entendido/ que a pesar de mí/ estoy ahí/ Como si fuera el mundo"-, crean estas líneas de fuga, una sobre el reverso de la otra, como para introducirnos cada vez, como si siempre fuera la primera, en esos lugares que son el sí mismo, la interioridad y la presencia.19 El poema es entonces un deseo, y un esfuerzo de percepción que exige la mayor concentración en lo que se busca en esa voluntad de percepción. Pero quizá intente menos expresar el mundo o el sí mismo que posibilitar la existencia, es decir alcanzar una imagen autónoma de sí.

Habría, entonces, una cuasi-reversibilidad que trasladaría la conciencia de la captura de sí a la captura del mundo, como si esos movimientos paralelos se nutrieran con su simultaneidad. La poesía de Auster muestra el hecho de que algo, que casi no es nada, -un gesto furtivo, un movimiento apenas esbozado, una cosa sin importancia aparente vista al azar- alojado en la inmanencia, puede despertarnos ante la presencia. Pero la experiencia realizada es tanto más reveladora cuanto que sostiene la atención de esta fragilidad sensible de la mirada que nos lleva "al centro de las cosas". El objeto capturado puede ser el objeto natural, como la hoja sobre el árbol que evoca en su texto sobre la obra pictórica de Riopelle, de tal modo que logra reconstituir todo un universo. También puede ser lo que se vislumbra en un cuadro sobre la pared de un museo, como en el poema "Búsqueda de una definición".20 Lo que acabo de plantear se condensa en ese poema, en que no se trata tanto de la contemplación de lo susceptible de ser visto, como de una voluntad de alcanzar lo que el ojo ofrece, esa efervescencia del mundo y de las cosas, por mínimas que sean, que no transgreden la inmanencia.

 

 

Siempre la acción más pequeña

posible
en estos tiempos de acciones

más grandes que la vida, un gesto
hacia el objeto que pasa

casi inadvertido. Una pequeña brisa

agita una fogata, por ejemplo,
que descubrí el otro día
casualmente

sobre la pared de un museo. Casi nada
aparece: unas pinceladas
de blanco

arrojadas despreocupadamente sobre el negro puro
del fondo, nada más
un pequeño gesto
que intenta ser nada

más que sí mismo. Y sin embargo
no está aquí

y a mi modo de ver la cuestión
nunca será
tratar de simplificar
el mundo, sino una manera de buscar un lugar
para penetrar el mundo, una manera de estar
presente
en medio de las cosas
que nos ignoran […]

 

El punto de partida siempre es móvil, pues la mirada nunca se deja encerrar en un ángulo privilegiado, que de cualquier modo no existe, o más bien sólo existe a priori, pues el ojo, en un principio, no se propone discriminar. Es atento -uno no puede dejar de estar atento a lo que capta-, hasta el momento en que hace el esfuerzo de buscar, sobre esa pared de las cosas, enfrentado a ese muro sólido, a esa pantalla infranqueable, la oscura posibilidad de una falla, un punto de inserción, una brecha apta para dejar que se perfile la línea de la mirada: "buscar un lugar/ para penetrar el mundo, un modo de estar/ presente/ en medio de las cosas […]" Esta presencia sería a la vez un obstáculo y una posibilidad. Ahora bien, el texto insiste sobre todo en el segundo término, ya que ver no indica una mera pasividad ante lo visto. En el análisis que propone Auster de los poemas de Charles Reznikoff, él escribirá incluso que "ver, es el esfuerzo de crear la presencia".21 Esta posibilidad, cuando se cumple, constituye cierta revelación del ser, al otorgarle a la cosa una presencia en la expresión, en las palabras, en el lenguaje poético. Desde este punto de vista, su poesía se revela a sí misma como un esfuerzo, una atención extrema que tiende hacia un obstáculo, el más abrupto y por lo tanto el más presente. Así, ya había marcado el camino que tomó, lo cual se adivina en este fragmento del poema titulado "Incendiario":

 

 

[…]
No queda nada. El ojo frío
se abre sobre el frío,
mientras que una imagen de fuego
devora
a través de la palabra
que lucha en la boca. El mundo
es
lo que le cedes, es sólo

en el mundo en que mi cuerpo
se adentra: ese lugar
en que todo es carencia.22

 

Parece muy posible concebir que este "todo es carencia", indica ese límite infranqueable, una incapacidad fundamental de percibir, de algún modo, un muro recorrido por la mirada, pero indeterminable para siempre, al grado de que vislumbra su propia dificultad para constituir un mundo a su medida.23 En definitiva, esta dificultad es una imposibilidad, pues "No hay tierra prometida", nos dice también Auster.24 Cabría establecer aquí varias correspondencias entre los textos poéticos y la prosa del autor. Del mismo modo, podríamos descubrir entre los primeros y la segunda, unas resonancias tan contundentes como esclarecedoras en cuanto a lo que transita de los unos hacia la otra, aun cuando lo que se refiere a todos ellos no pertenece necesariamente al mismo registro, por lo menos desde el punto de vista de la forma. Pero lo que se refiere a ellos se remite a una sola pregunta, fundamental: ¿cómo romper ese confinamiento?, ¿cómo descomponer esa presencia de las cosas?; una pregunta que sin duda tiene algo que ver con esa Conciencia solitaria. "O como dice Georges Oppen, ‘el naufragio de lo singular’", anota Auster en La invención de la soledad.25 Los textos en prosa demostrarán de manera más directa la experiencia de esta soledad: "Esos cuatro muros sólo ocultan los signos de su propia inquietud, y para encontrar en este entorno algo de paz, tiene que adentrarse en sí mismo de modo cada vez más profundo, si bien en la medida en que se adentra, menos queda por penetrar."26 El lugar al que se dirige la atención provoca un verdadero vértigo que "nos lleva al centro de la acción. Ahora bien, si de pronto nos detuviéramos para preguntarnos ‘¿a dónde vamos?’, ‘¿en dónde estamos?’, estaríamos perdidos, pues ocurre sin cesar que ya no estamos en donde estábamos; dejamos atrás lo que fuimos, irremisiblemente, en un pasado sin memoria, un pasado borrado por el flujo incesante o que nos trae al presente".27 La palabra que expresa este presente sigue siendo fragmentaria, desgarrada. Está antes y después de un silencio imposible de penetrar, pero que ella jamás igualará. Por ello, el lenguaje poético en particular, a no ser la obra literaria verdadera y en el sentido amplio de la palabra, sólo puede, en última instancia, intentar decir lo más simple: "Nunca rebasar lo que se encuentra delante de mí. Empezando por ese paisaje, por ejemplo. O también notar lo que está cerca. Como si en el mundo restringido que tengo ante los ojos pudiera hallar una imagen de la vida más allá de mí. Como para convencerme de que cada cosa de mi vida se vincula con el conjunto de las cosas, ligándome a mi vez al ancho mundo, al mundo sin límites que se levanta en el espíritu, tan amenazador e imposible de conocer como el mismo deseo."28 Pero decir lo más simple nunca está exento de dificultades. Como he señalado varias veces, no se trata de cruzar ese muro imaginario reforzado con el muro de las palabras, pacientemente construido por la palabra, y más acá del cual se inscribiría la presencia de las cosas, como para encontrarse del otro lado de esa presencia, del otro lado de un espejo en que cualquier enigma se solucionaría. Se trata de ajustar las cosas en presencia suya, fuera de cualquier convención; se trata de captar sus movimientos, hasta percatarse de que éstos no se dan según códigos preestablecidos que fijarían de un modo definitivo sus vibraciones y sus trayectorias.

En el acuerdo supuesto de antemano de las facultades sensibles y de las facultades intelectuales, se trata de sentir los lugares y las cosas en que nace un mundo por y en la presencia de dichos lugares, al igual que en la relación entre las cosas de las que se pueden extraer el volumen y la densidad de lo presente, una vez que este presente se ha liberado del orden de las causas. Pero el acuerdo de nuestras facultades nunca está asegurado. Turbarlo parece entonces la condición indispensable para probar los límites de este mundo que aparece a cada instante, para sentirlo y mostrarlo bajo ángulos inéditos y en cierto modo fuera de cualquier imposición del sentido común. Eterno recomienzo de la captura, pues precisamente se da en el distanciamiento y habría que añadir: en el instante del distanciamiento, para ser más precisos.

Así, entre cada soplo, entre cada respiración, se experimenta la profundidad de la soledad. Al interrumpir el transcurso del tiempo, esos instantes fugitivos son instantes de captura, un tiempo no localizable en el tiempo, pero que deja caer el cuerpo en la inmovilidad de la inmanencia de las cosas, produciendo un verdadero vértigo en que responde la conciencia que vibra en esa presencia, y se adentra cada vez más en sí misma. Ahora bien, si la soledad desempeña aquí un papel decisivo, en particular por la aptitud de permanecer entre esos intervalos fulgurantes, es por medio del acto de escritura que se mantiene, como para exorcizar un descenso a los límites de lo que murmura en las cosas, a los límites del silencio que la acompaña y que no deja de aterrar. Un pasaje de La invención de la soledad, que evoca el regreso del narrador a su estudio, en el que lucha contra la página en blanco -que también es un espacio en blanco-, ilumina precisamente lo que trasluce en los poemas de Auster bajo distintas formas, y sobre todo de modo recurrente: "En el intervalo, en ese vacío que separa el instante en que abre la puerta de aquel en que comienza su reconquista del vacío, su mente forcejea en un pánico sin nombre. Como si, al franquear el umbral de ese cuarto, penetrara en otra dimensión, como si se instalara en el interior de un hoyo negro."29 Esta soledad parece en cierto modo buscada por el autor, ya que sería la condición para encontrarse, para empezar todo de nuevo a fin de hacer a un lado lo que el sentido común daba por un hecho, pero que inevitablemente producía esa irreversible pérdida de sí: "...Encontré en mi soledad una especie de exaltación", declara, esta vez, el protagonista de Moon Palace. Esta soledad resulta indispensable para capturar el mundo y se experimenta tanto en al cercanía como en la distancia que exige para hacer posible esta accesibilidad a las cosas, mediante "lo táctil, lo visual, el camino de percepción que circunda cualquier vida". Es el momento de la experiencia que le permite a la palabra poética anudarse con la textura del mundo y al yo encontrar su sitio en el centro de las cosas. Es el momento en que se vuelve posible engendrar más allá de lo singular, aquello que le da vida y fuerza a lo que está a punto de comenzar; y es todo lo que hará que ya nada sea igual en ese "reino del ojo desnudo", para retomar la expresión que acompasa en varias ocasiones esa poesía-punto de unión en la obra de Auster, que ya cité: Espacios blancos. Uno de los poemas del ciclo titulado Desapariciones nos lleva al reverso de esta soledad con la descripción de la experiencia que se hace de lo real y de la presencia de las cosas, en que por decirlo así, ya no es posible distinguir entre la imagen en el sentido reflexivo del término y la imagen percibida. Lo que se percibe sólo se puede ver a través de las impresiones y de las emociones que intensifican su presencia. En definitiva, la soledad predispone a esta intensificación.

 

 

A fuerza de soledad, empieza-

como si fuera la última vez
que respirara

y entonces ahora

respira por vez primera
fuera del alcance
de lo singular

Vive, y entonces no es
sino lo que se ahoga en un hoyo sin fondo
de su ojo,

y lo que ve
es todo lo que él no es: una ciudad

del acontecimiento no descifrado,

y entonces una lengua de piedras,
porque sabe que para toda vida
una piedra
dará paso a otra piedra

para hacer un muro

y que todas esas piedras
formarán la suma monstruosa

de los detalles.30

 

Podemos leer, como en un eco, este otro pasaje de la novela de Auster, Moon Palace, en que se despliega, esta vez en forma narrativa, la experiencia que atestigua este poema y que al mismo tiempo lo ilumina, si acaso es necesario hacerlo más explícito: "Había bajado a una soledad tan profunda, que ya no necesitaba distraerse. Aunque le pareciera casi inimaginable, el mundo, poco a poco, se había vuelto suficiente para él."31 Este mundo, suficiente, podría de algún modo ser la suma monstruosa de los detalles, todo lo exterior, que ha entrado en él, en su intimidad, absorbido por el ojo convertido en hoyo sin fondo, espacio infinito dado en una visión cercana de todas esas cosas, exteriores a las intenciones de la conciencia.

 

 

Traducción del francés de Aurelia Alvarez Urbajtel

 

 

Notas.

________________
(1)
Este texto es el desarrollo de una conferencia acerca del tema "la soledad en la obra poética de Paul Auster", dictada en el marco de los "Mediodías de la poesía" en Bruselas, en marzo de 1998. Agradezco aquí a los que me invitaron.

(2) El conjunto de la obra poética de Paul Auster fue publicado en las ediciones The Overlook Press con el título Disappearances en 1987. Sus textos fueron reeditados en 1990 por las ediciones Faber and Faber con el título Ground Work. Esta edición, presentada como una selección de sus poemas, si bien no es exhaustiva, incluye lo esencial de su obra lírica. Cabe observar que esta misma edición retoma una selección de sus ensayos sobre literatura y poesía. Para sus poemas, me remito a esta edición, así como a la traducción francesa presentada como la obra en su totalidad, y que debemos primero a Éditions Une, mientras que sus textos se habían publicado en volúmenes separados, y después conjuntamente en Éditions Une y Actes Sud, esta vez en un solo volumen, con el título Disparitions, publicado en 1994. Esta edición se presenta en la traducción de Danièle Robert, e incluye un prefacio del poeta Jacques Dupin. En cuanto a los ensayos en francés, me remití a la edición de bolsillo titulada Le carnet rouge, L´art de la faim, publicado en Actes Sud en la colección Babel (traducción de Christine Le Boeuf) en 1995. Para el texto Nonterre, también me remitiré a la edición bilingüe publicada por Maeght Éditeur, con el título Unearth, en 1980, en una traducción excelente que le debemos al poeta Philippe Denis. Finalmente, me remito al texto titulado Espaces blancs, publicado en edición bilingüe con portadas encontradas en Unes, también en 1985 y reeditado en 1994. Este texto también aparece en la edición inglesa de Faber and Faber.

(3) El ensayo de Paul Auster dedicado a Georges Oppen se publicó en Le carnet rouge, L´Art de la faim, con el título "Le multiple et le singulier", pp. 207-212. Siempre es un poco desafortunado hablar de influencia, decisiva, con mayor razón, de un autor sobre otro, pues el lenguaje poético que merece atención es precisamente el que se ha emancipado de sus referencias iniciales, que ha encontrado su propio destino y ha trazado su propio camino en tierras inexploradas. Quedan los testimonios, que debemos tomar como lo que son, como una manera de situarse en una genealogía y de reconocer lo que en un momento u otro constituyó polos de atracción con resonancias lejanas. En una conversación con Joseph Mallia, Auster declaraba que se había interesado en varios contemporáneos suyos: "Entre los poetas, me sentía muy atraído por la poesía francesa contemporánea y por los objetivistas estadunidenses, sobre todo Georges Oppen, que se volvió mi amigo íntimo. Y el poeta alemán Paul Celan…" Su apego por la obra de Oppen parece importante, y no tiene nada que ver con un procedimiento comparable con el modo, digamos oportunista, a falta de otros términos, con que dicha obra fue recibida, muy particularmente en Francia. Idem, pp. 366-367.

(4) Ibidem, p. 208.

(5) Ibidem, p. 211. Auster añade algo que de algún modo explica la actitud fundamental de Oppen: "No hay ruptura entre el fundamento epistemológico de la obra de Oppen y el desafío metafísico más general que presenta ahí. En efecto, en su poesía, ver no es sólo un acto físico, sino que también implica un compromiso íntimo. Y desde el momento en que se plantea, en principio, la necesidad de ver el universo, -es decir de penetrar en él- hay que estar dispuesto a elegir una postura entre los hombres. En consecuencia, la palabra pertenece al terreno de la ética." pp. 211-212.

(6) Ibidem, p. 383.

(7) Le carnet rouge, op. cit, p. 35.

(8) En el texto que le da su título a la recopilación de sus ensayos, L´art de la faim, y dedicado al libro de Knut Hamsun, La faim, Auster, interpretando la experiencia del personaje central de la novela, escribe: "El hambre que abre el vacío no tiene el poder de cerrarlo." Un poco después, afirma: "En la novela de Hamsun, sin embargo, una vez que se han sondeado las profundidades, el espejo de la meditación queda vacío. El joven se queda en el fondo, y ningún Dios llegará para rescatarlo. A fin de resistir, ni siquiera cuenta con las convenciones sociales. No tiene raíces, ni amigos, está privado de todo. Para él, el orden ha desaparecido." En la novela de Hamsun, lo que vislumbra Auster, entre otras cosas, es esa soledad absoluta del individuo, que de algún modo encarna el protagonista de la novela, y de modo correlativo, la ausencia de lenguaje para alcanzar el mundo y el otro, al grado de "que la realidad se ha vuelto para él un desorden de nombres sin objetos y de objetos sin nombres, de tal modo que el vínculo entre el individuo y el mundo está roto. De ese modo, unas voces, ninguna de las cuales es la suya, empiezan a imponerse ante él, a confundirlo, y él se hunde aún más en el caos. Luego de una violenta crisis, durante la cual imagina que está muriendo, todo se vuelve silencioso; sólo oye su propia voz que rebota contra el muro". Convendría citar más extensamente este texto de Auster, que fue escrito en el mismo periodo en que publicó sus primeros poemas, e ilumina en varios puntos esta actitud fundamental que acabo de señalar más arriba. Sin embargo, parece necesario añadir a las conclusiones anteriores otras conclusiones, si se puede decir, a las que llega: "Aquí ocurre algo nuevo, una reflexión novedosa sobre la naturaleza del arte que propone La faim. Se trata antes que nada de un arte que no se puede separar de la vida en el artista creador. Esto no significa un arte con excesos autobiográficos, sino más bien un arte que es la expresión directa del intento de expresarse. Es, en otras palabras, un arte del hambre: un arte de la necesidad, de la exigencia, del deseo. La certidumbre cede ante la duda, la forma se ve sustituida por el procedimiento. No se puede imponer ningún orden arbitrario, y sin embargo, más que nunca, existe la obligación de alcanzar la claridad. Se trata de un arte que comienza con la certidumbre de que no existe una respuesta correcta. Por este motivo, es esencial formular preguntas correctas." Cita a Samuel Beckett: "Lo que digo no significa que ya no habrá forma en arte. Significa simplemente que habrá una nueva forma, y que esta forma aceptará el caos sin intentar pretender que en realidad el caos es otra cosa… Hallar una forma que aproveche el desorden, ésta es ahora la tarea del artista." Op. cit., pp. 66, 67, 68 y 71.

(9) Op. cit, p. 223.

(10) Explicará este punto en su conversación con Joseph Mallia: "Al concentrarme en la forma breve, me pareció que lograba avanzar mejor. Pasaron los años, y escribir poesía me empezó a obsesionar tanto, que dejé de pensar en cualquier otra cosa. Escribía poemas líricos muy cortos, muy compactos, cuyo perfeccionamiento requería por lo general varios meses. Eran muy densos, sobre todo al principio, concentrados en sí mismos, pero con el tiempo empezaron a abrirse poco a poco, hasta que me pareció que se orientaban hacia una forma narrativa." En L´art de la faim, op. cit., p. 366.

(11) "Lumières nordiques: La peinture de Jean-Paul Riopelle", en L´art de la faim, op. cit., p. 224. Cabe recordar aquí que los textos poéticos titulados Unearth (Nonterre), publicados por Maeght Éditeur se presentan en forma de diálogo entre una obra poética y una obra pictórica.

(12) Maurice Merleau-Ponty, Le visible et l’ invisible, París, Gallimard, 1971, p. 302.

(13) Acerca de este tema, véase en particular el conjunto de los ensayos de Michel Collot, sobre todo La matière-émotion (París, PUF, col. Écriture, 1997), así como el libro de Nicolas Castin, Sens et sensible en poésie moderne et contemporaine, París, PUF, col. Écriture, 1998.

(14) L’art et la faim, op. cit, p. 227.

(15) Unearth, op. cit., pp. 11, 13, 23.

(16) "Dans la tourmente", en Disparitions, Editions Une/Actes Sud, pp. 145-160. Se trata de los poemas fechados en los años 1978 y 1979; los últimos, según su propio autor.

(17) Ibidem, p. 156.

(18) L’invention de la solitude, Actes Sud, col. Thesaurus, pp. 96 y 98.

(19) El texto dedicado a la obra de André du Bouchet y publicado en L’Art de la faim, da testimonio de esta idea de modo muy explícito. Auster concluye: "Porque se pueden sentir realmente los poemas mismos, mientras no se haya penetrado la fuerza del silencio que se halla en su origen. Un silencio tan fuerte como la fuerza de cualquier palabra." Op. cit., p. 86.

(20) Este poema también está tomado de la serie titulada "Dans la tourmente" en Disparitions, op. cit., pp. 152-153.

(21) Véase el ensayo que Auster le dedicó a Charles Reznikoff titulado: "L’ instant décisif" en L’art de la faim, op. cit., p. 108.

(22) Disparitions, op. cit., p. 87.

(23) Aquí podríamos relacionar -y creo que sería necesario hacerlo, pues Auster conocía muy bien la poesía de Reverdy cuando escribía sus textos-, esta recurrencia del "tema" del muro como símbolo de obstáculo ante la conciencia imaginante en su obra, con lo que hay en la obra de Reverdy, bajo ese mismo "tema", y que resume de modo admirable Jean-Pierre Richard en el estudio que le dedica: "[...] el muro reverdiano conserva la misma función, que es la de bloquear una salida: en efecto, no se conforma con interrumpir nuestro impulso, e indica, pero obturándola para siempre, la presencia de aquello mismo que a través de él nos proponemos alcanzar. Lo terrible quizá sea menos, desde entonces, el acto limitante que la sugerencia que se nos hace al mismo tiempo de algo que existe detrás de lo limitado. Una prodigiosa fantasmagoría de la clausura exaltará entonces aquí la magia prohibida de lo oculto; en torno a la conciencia deseante, se abrirá un juego casi infinito de superficies negativas, encargadas a la vez de sugerir o defender un reverso". Lo cual no constituye el ángulo bajo el que Auster toca el tema, ya que su búsqueda de una salida se sitúa más acá de lo que es y de algún modo se niega a especular sobre algún más allá trascendente. Véase Jean-Pierre Richard, Onze études sur la poésie moderne, París, Seuil, col. Pierres Vives, 1964, p. 15.

(24) Disparitions, op. cit., p. 93.

(25) L’invention de la solitude, op. cit., p. 94.

(26) Ibidem, p. 93.

(27) Espaces blancs, Unes, 1994, p. 11.

(28) Ibidem, p. 17.

(29) L’invention de la solitide, op. cit., p. 91.

(30) Disparitions, op. cit., pp. 103-104.

(31) Moon Palace, Actes Sud, col. Thesaurus, p. 566.

Pierre-Yves Soucy, "Paul Auster:el ojo y el muro", Fractal n° 16, enero-marzo, 2000, año 4, volumen V, pp. 69-92.