JOHN E. ROEMER
Variantes de la igualdad
de oportunidades
|
|||||
JOHN E. ROEMER Variantes de la igualdad
|
|
||||
I En las democracias occidentales, prevalecen hoy dos concepciones de la igualdad de oportunidades. La primera establece que la sociedad debería hacer lo posible por "nivelar el terreno de juego" entre los individuos que compiten por un puesto, o nivelarlo previamente durante su periodo de educación y formación; de modo que todos aquellos capaces de desempeñarlo sean aceptados, llegado el caso, como aspirantes que compiten entre sí. La segunda concepción, que denomino aquí "principio de no discriminación o de mérito", establece que en la competencia por un puesto de trabajo deben considerarse por igual todos los aspirantes que poseen las características adecuadas para desempeñar las obligaciones que dicho puesto conlleva y, a la vez, que su elección se decida atendiendo solamente a estas características. Un ejemplo del primer principio es proporcionar educación compensatoria a los niños de medios sociales desfavorecidos, de modo que un mayor número de ellos adquiera la calificación necesaria para poder competir en el futuro por un empleo con niños de extracción más favorecida. Un ejemplo del segundo principio es que la raza o el sexo como tales no deberían contar en favor o en contra de la elección de una persona para un puesto, siempre y cuando éstas sean características irrelevantes para el desempeño de sus funciones. La aplicación del principio de "nivelación del terreno de juego" tiene mayor trascendencia que la del principio de no discriminación. Puede, por ejemplo, establecer que la igualdad de oportunidades requiera la igualación del gasto educativo por alumno en una región o un país. De no llevarse a cabo tal igualación, la no discriminación en la competencia por un empleo no garantiza por sí sola la igualdad de oportunidades, pues si los niños de distritos ricos tienen acceso a una mejor educación en sus escuelas que los niños de distritos pobres, el terreno de juego no se hallará nivelado. En realidad, es probable que la igualdad en la inversión escolar por alumno no logre nivelar el terreno de juego. Si la educación de un niño es el resultado de la aplicación de cierta tecnología a un sistema de recursos, entre los cuales algunos están más allá de la influencia de las escuelas los orígenes del niño, su familia, su vecindario, y otros pueden, en cambio, ser aportados por la autoridad educativa competente profesores, escuelas, libros, cabría pensar que la nivelación del terreno de juego exige compensar a quienes cuentan con menos recursos con una dosis complementaria de estos últimos. Quisiera dejar por sentado que mi propósito es pluralista. Ofrezco un instrumento que puede ser empleado para calcular una política de igualdad de oportunidades acorde con cualquier concepción de responsabilidad individual. También es pluralista en otro sentido. Hay quienes con una concepción distinta de la justicia distributiva apoyan la igualdad de oportunidades. No intento abogar por una concepción particular de la justicia distributiva. Defensores de muy diversas teorías de la justicia distributiva abogan por la igualdad de oportunidades no sólo en distintos grados (es decir, con diferentes concepciones de responsabilidad) sino también en distintos dominios de la vida social. La idea es que personas provenientes de muy diversos puntos del espectro político puedan emplear esta propuesta sin que por ello se vean obligados a defender un igualitarismo más general del que ya aceptan.
II
Dado que el principio de no discriminación es bien conocido, sólo me ocuparé de reflexionar sobre la concepción niveladora del terreno de juego de la igualdad de oportunidades. Sigamos con la metáfora del terreno de juego: ¿qué corresponde en la formación del individuo a los desniveles que deberían nivelarse? Propongo que se trata de aquellas circunstancias que diferencian a los individuos y de las que no los creemos responsables; son circunstancias que afectan su capacidad para alcanzar o tener acceso a las ventajas que buscan. Consideremos concretamente el acceso a una vida digna que posibilita la educación. Nuestra sociedad atribuye a la educación una importancia tal para el desarrollo vital que vuelve imperativa una educación de buena calidad para todo individuo. En realidad, garantizar la igualdad de oportunidades requeriría, aparentemente, proporcionar igual cantidad de recursos educativos a todo individuo. Este objetivo se ha traducido en diversas realidades en diferentes países y regiones. Históricamente, en Estados Unidos los ayuntamientos han financiado la educación y esto ha producido escuelas desiguales en municipios con desiguales niveles de ingreso. En California, hay una ley que exige al Estado subvencionar las escuelas municipales, de modo que el gasto por cada estudiante sea igual para todos. El caso Brown (juzgado en el Tribunal Supremo en 1954) estableció que la igualdad educativa entre blancos y negros exigía la integración escolar: la política anterior de "separados pero iguales" se juzgó contradictoria. Pero incluso en el caso de que en Estados Unidos se igualara el presupuesto per cápita, la existencia de colegios privados impediría que se igualaran los recursos totales dedicados a la educación. Problema que no se observa en los países nórdicos, porque allí no existe prácticamente la educación privada. En cualquier caso, garantizar igual financiamiento educativo per cápita no es suficiente para obtener idénticos resultados escolares, ya que cada niño es capaz de hacer uso de los recursos educativos (profesores, libros, instalaciones) con diferentes grados de efectividad o eficiencia. Tomemos un caso extremo: los niños con retraso mental requieren más recursos que los niños normales para alcanzar un rendimiento similar, o al menos un rendimiento aceptable. Que proveamos más recursos educativos para estos niños indica que no pensamos que la igualdad de oportunidades para la consecución de un desarrollo vital, en tanto que la educación sea importante para ello, se logre mediante la igualdad de recursos educativos per cápita. Simplemente creemos que deberían dedicarse más recursos a cierto tipo de niños si son incapaces de aprovecharlos con la misma efectividad que otros. ¿Pero cuándo son incapaces de aprovechar estos recursos con igual efectividad y cuándo, siendo capaces de hacerlo, no lo hacen por decisión propia? Debemos distinguir entre las circunstancias que están más allá del control del niño e influyen en su capacidad para aprovechar los recursos educativos y sus actos autónomos de voluntad y esfuerzo. Suponiendo que esta capacidad esté determinada por circunstancias más allá del control del individuo, igualar las oportunidades para un desarrollo vital, en la medida en que la educación sea uno de sus aportes o, más precisamente, igualar las oportunidades de aprovechamiento escolar, implica distribuir los recursos educativos de manera que se compense la menor capacidad de los niños para transformar estos recursos en resultados escolares. Una política de igualdad de oportunidades no tendría que compensar o nivelar resultados diferenciales inducidos por diferencias de esfuerzo o voluntad. Defino la capacidad de un niño para transformar recursos en resultados escolares como su propensión a efectuar esta transformación en virtud de circunstancias que están más allá de su control, entre las que se cuentan por el momento su salud, sus antecedentes familiares, su cultura y, en general, su medio social. Pero dos niños en las mismas circunstancias, y por tanto con la misma capacidad, pueden alcanzar resultados educativos diferentes en virtud de su esfuerzo. Una concepción radical es la de que las circunstancias lo determinan todo, de modo que no hay lugar para un esfuerzo diferenciado. Si esto fuera cierto, entonces diríamos que lo que aparentemente es fruto de diferentes esfuerzos está en realidad plenamente determinado por circunstancias diferentes. Esta posición, llamémosla determinismo, es sólo una posibilidad metafísica. El caso más general es que los resultados escolares estén determinados conjuntamente por las circunstancias y por el esfuerzo libre. Por ello, en la medida en que afecta a los resultados escolares, la igualdad de oportunidades exige compensar las diferentes circunstancias de las personas y no que se las compense por las consecuencias que resultan de las diferencias en su esfuerzo. Esta segunda concepción tiene el apoyo de la gran mayoría, porque supone la existencia del esfuerzo libre individual. Supongamos algo difícil que supiésemos exactamente qué circunstancias determinan la capacidad de un niño para transformar los recursos educativos en resultados escolares. Supongamos además que las circunstancias de un niño se pudiesen caracterizar como el valor de cierto vector, digamos, de n componentes. Supongamos, por simplificar, que este vector toma un número pequeño (infinito) de valores en la población infantil, considerablemente menor que el número de individuos. Entonces podríamos clasificar esta población en una clase de tipos, donde un tipo comprendería todos aquellos individuos para los cuales el valor del vector es aproximadamente el mismo. Por la propia definición de capacidad y tipo, todos los individuos de un tipo tendrían la misma capacidad para transformar recursos en resultados escolares. Hipotéticamente existen por término medio un número bastante amplio de individuos entre tipo y tipo, puesto que el número de tipos es pequeño comparado con el número de individuos. Supongamos además que hay un gran número de individuos en cada tipo. A partir de aquí se puede elaborar una política de la igualdad de oportunidades de la siguiente manera. Consideremos una distribución de recursos educativos tal que cada individuo, en cada tipo, reciba la misma cantidad de recursos. (En general, habrá diferentes cantidades de recursos per cápita para los diferentes tipos.) Observaremos, con toda probabilidad, una distribución de niveles de esfuerzo en cada tipo, cada uno de los cuales conducirá a diferentes resultados escolares. (Asumo aquí que el esfuerzo es unidimensional y medible.) Adviértase que esta distribución del esfuerzo es en sí misma una característica del tipo, no de ningún individuo. La posición concreta de un individuo en cada distribución se debe a su elección de esforzarse en uno u otro sentido, puesto que, por definición, los individuos del mismo tipo son idénticos respecto a sus circunstancias. La política de igualdad de oportunidades debe igualar por término medio los resultados escolares de todos los tipos, pero no los resultados de los individuos en cada tipo, que diferirán de acuerdo con el esfuerzo. Por tanto la igualdad de oportunidades exige que se compense a los individuos por las diferencias en sus circunstancias, pero no por las diferencias en su esfuerzo, dando por supuesto que la capacidad (consecuencia de las circunstancias) es fija. También por definición, en el mundo, tal como lo he modelado, cualquier diferencia en los resultados, una vez definidos los tipos, se considera fruto de diferencias en el esfuerzo invertido o, como digo también, fruto de diferentes elecciones autónomas de los individuos. Considero autónomas las diferentes elecciones de individuos de un tipo en el sentido de que no se explican por las circunstancias (puesto que las circunstancias son las mismas en cada tipo). No está claro, en cualquier caso, por qué comparar las diferencias de esfuerzo entre individuos de diferentes tipos, pues esas diferencias de esfuerzo se deben en parte a que las distribuciones de esfuerzo son diferentes entre tipos. No existe una teoría que explique qué aspectos del entorno de una persona están más allá de su control y afectan algún aspecto importante de su comportamiento, de modo tal que resulte exonerada de su responsabilidad. En la práctica, la sociedad decidiría mediante un proceso político qué "circunstancias" desea estimar como ajenas a la responsabilidad individual. En este debate afloran desacuerdos de dos clases: el primero, concerniente a qué aspectos del comportamiento de una persona están realmente más allá de su control, y por tanto debieran atribuirse a las circunstancias; y el segundo respecto a la nivelación, total o parcial, del terreno de juego. Vuelvo después sobre ambos temas. Analizando el caso educativo, habría que considerar un conjunto de circunstancias que comprendiesen el coeficiente intelectual (CI), los niveles de ingreso y educación de los padres y la identidad étnica y social. Supongamos que la sociedad escoge este conjunto de circunstancias que podría caracterizarse como un vector con tres componentes. La primera de ellas, el CI, no se representaría mediante un valor continuo, sino quizá por cinco intervalos de modo que pudiese tomar cinco valores. De igual modo, cada componente podría tomar un número finito (aunque pequeño) de valores. Esto definiría un número finito de tipos, cada uno de los cuales comprendería, en un país con millones de niños, un número de individuos suficientemente amplio como para hablar de distribuciones continuas de esfuerzo y resultados escolares en cada tipo. La determinación del conjunto de circunstancias que caracterizaría al tipo sería polémica, puesto que se debatirían diferentes opiniones y teorías políticas, psicológicas, biológicas y sociales. En cualquier caso, la elección de este conjunto de circunstancias no estaría solamente determinada por la diversidad de concepciones, sino también por las dificultades prácticas para recopilar la información necesaria. Muchos pueden coincidir, por ejemplo, en que el amor que los padres le profesan a los hijos puede ser una circunstancia que influya en la capacidad del niño para aprovechar sus recursos educativos. En cualquier caso, no es posible, ni tampoco quizá conveniente, obtener esta información (por la invasión de la intimidad que ello supondría). Por tanto, las circunstancias deberían ser características individuales fácilmente observables y no manipulables. Es evidente que habrá más tipos cuanto mayor sea el conjunto de circunstancias y más refinada nuestra medición de sus componentes. Se necesita llegar a un acuerdo para no incrementar los tipos más allá de un número manejable. ¿En qué medida una política social debería intentar igualar, por término medio, la consecución de determinada ventaja entre diferentes tipos? Consideremos el problema de distribuir los recursos educativos para igualar las oportunidades entre los niños de un país de poder encontrar un empleo en el futuro. Una vez que mediante un proceso político se ha decidido el monto del presupuesto educativo, el problema al que se enfrenta el Ministerio de Educación, en mi modelo, es el de decidir cómo se debería distribuir el presupuesto entre los distintos tipos de niños. Imagínese una distribución concreta del presupuesto que asigne fondos escolares a cada tipo, de modo que todos los niños de cada tipo disfruten de la misma cantidad, pero los gastos per cápita difieran en los diferentes tipos. De ello se seguirá una cierta distribución de esfuerzo en cada tipo. Tomemos, por hipótesis, como medida del esfuerzo, el número de años que cada individuo ha asistido a la escuela. La distribución de esfuerzo es una característica del tipo, no de un individuo. Que algunos tipos ofrezcan peores distribuciones de esfuerzo que otros se debe no a circunstancias individuales, sino a circunstancias que caracterizan al tipo en cuestión. Puesto que un individuo no debería ser discriminado por pertenecer a un tipo desfavorecido, sería equivocado medir su esfuerzo por su valor absoluto, ya que el valor medio del esfuerzo de algunos tipos, que es una característica de la distribución, estaría muy por debajo del de otros. Creo que una buena medida para comparar el esfuerzo entre tipos es el centil de la distribución de esfuerzo de cada tipo en el que cada individuo se sitúe. Así por ejemplo, dos individuos en el centil treinta de la distribución de esfuerzo de sus respectivos tipos habrán hecho el mismo esfuerzo. ¿Cuál es el criterio que subyace a la elección de la distribución de esfuerzo como medida neutral intertípica? Al juzgar el esfuerzo de una persona, sólo sería justo compararlo con el de aquellas otras en circunstancias similares. Si hubiera un número pequeño de individuos en cada tipo, la elección del centil no sería convincente; pero con miles o cientos de miles de individuos en cada tipo, cabe considerar su distribución de esfuerzo como un fenómeno natural. El centil nos ofrece entonces una medida aceptable del esfuerzo de cada cual respecto al de otros individuos de su mismo tipo. Pero en tanto que es una medida enteramente relativa (es decir, no definida en términos de unidades absolutas de esfuerzo), lo es también del esfuerzo relativo intertípico. El objetivo de una política de igualdad de oportunidades es asignar recursos de modo que los resultados que una persona obtenga correspondan solamente a su esfuerzo y no a sus circunstancias. Puesto que hemos propuesto como criterio de comparación intertípica del esfuerzo el centil de su distribución, la política que propongo es aquella que ofrezca resultados en este caso, la capacidad para ganarse la vida en un futuro tan iguales como sea posible entre aquellos individuos de distintos tipos situados en un mismo centil de sus respectivas distribuciones de esfuerzos. En cualquier caso, entre los individuos de cada tipo pueden aparecer grandes diferencias respecto a su capacidad de ganarse la vida según varíe su esfuerzo.*
III
Como ilustración de tal política de igualdad de oportunidades, aplico el algoritmo a un caso simple en el cual el objetivo es igualar las oportunidades respecto a la esperanza de vida entre dos tipos que tienen diferentes riesgos sanitarios debido a sus circunstancias y al esfuerzo invertido en el cuidado de la salud. Aquí el correspondiente esfuerzo se manifiesta en la calidad de vida que uno lleva: quienes consumen una enorme cantidad de grasa, no hacen ejercicio y fuman obtienen un menor valor de esfuerzo. La distribución de esfuerzo en los dos tipos puede ser diferente. Hay una sola enfermedad mortal. La probabilidad de contraer la enfermedad es una función a la vez del propio esfuerzo (es decir, de la calidad de vida) y de su tipo. Si uno contrae la enfermedad, la esperanza de vida será función entonces de lo invertido en su tratamiento. Socialmente, el problema es decidir, con un presupuesto dado, cuánto invertir por tipo en cada caso de la enfermedad para contrarrestar el efecto del tipo en la esperanza de vida, mas no el efecto de la calidad de vida del individuo. Hay una enfermedad y dos tipos, cada uno de los cuales comprende la mitad de la población. El primer tipo vive con una calidad de vida cuyas cualidades estan uniformemente distribuidas en el intervalo [0.1], mientras que la calidad de vida del segundo está distribuida en el intervalo [0.5, l.5]. La probabilidad de contraer la enfermedad, en función de la calidad de vida (e) y del tipo (1 o 2) resulta ser:
Por tanto, los individuos del primer tipo padecen una doble desventaja: la distribución de su calidad de vida es inferior a la de los individuos del segundo tipo y, en cualquiera de los niveles de esta distribución, son más propensos a contraer la enfermedad que éstos. Supongamos que la esperanza de vida para cualquier individuo venga dada por:
Por tanto, si se contrae la enfermedad, la esperanza de vida estará entre 20 y 60, dependiendo de cuanto se invierta en el tratamiento (desde cero a una cantidad infinita). Como decía anteriormente, considero la esperanza de vida como objetivo de la política de igualdad de oportunidades. Supongamos que la sociedad haya dispuesto un presupuesto per cápita x para tratar la enfermedad. El instrumento de esta política será la cantidad que se invierta en tratar cada caso de la enfermedad en uno u otro tipo, un vector (x1, x2). Dados los datos anteriores, podemos hallar la distribución del presupuesto sanitario entre ambos tipos que, en dicha política, igualaría sus oportunidades respecto a la esperanza de vida. Primeramente sea x = 5 (por ejemplo asignemos $5,000 per cápita). La solución de nuestra política es
Esto es, invertiremos 75 por ciento más en cada caso de la enfermedad contraída por el tipo desfavorecido que en los casos que se den en el tipo favorecido. La figura 1 muestra las esperanzas de vida de los tipos expresada en función del centil correspondiente a la calidad de vida en cada uno de ellos (las líneas finas). Las líneas gruesas en la figura 1 representan las expectativas de vida en los dos tipos, cuando en ambos se invierte una misma cantidad en cada caso que se da de la enfermedad. Por tanto, por ejemplo, la esperanza de vida varía de 56.5 a 57.5 años en el tipo desfavorecido en el caso de una política de igualdad de oportunidades; y de 56.1 a 57.4 si se destinase igual cantidad de recursos por caso en ambos tipos.
Figura 1 Comparación de las dos soluciones
Supongamos ahora que la sociedad incrementa el presupuesto sanitario en 50 por ciento, hasta 7.5 por ciento per cápita. Hallamos de nuevo el valor de nuestra política de igualdad de oportunidades, obteniendo esta vez:
Gastaríamos alrededor de 71 por ciento más en cada caso que se diese de la enfermedad en el tipo desfavorecido. La figura 2 muestra los gráficos de la esperanza de vida en el caso de nuestra política de igualdad de oportunidades para un incremento presupuestario de 5 por ciento per cápita (las líneas finas) y de un 7.5% per cápita (las líneas gruesas). Adviértase que a ambos tipos les va claramente mejor con un mayor presupuesto, y además éste permite una mayor igualdad de las funciones de esperanza de vida.
Figura 2 La solución de la política de igualdad de oportunidades
Resumiendo, nuestra política de igualdad de oportunidades se aparta de una concepción muy común de la justicia en política de salud. Esta concepción a menudo denominada igualdad horizontal, establece que las circunstancias de un paciente (como por ejemplo su origen social o sus ingresos) no debieran afectar a las decisiones que se tomen en su tratamiento y, en particular, la cantidad que se invierta en él. Por el contrario, nuestra política de igualdad de oportunidades invertiría diferentes cantidades por tipo en el tratamiento para compensar a algunos de ellos por la baja esperanza de vida que de otro modo tendrían sin responsabilidad alguna por su parte. En la figura 1 observamos que hay una tremenda diferencia entre nuestra política y la política de "igualdad horizontal" respecto a la igualación de la esperanza de vida. ¿Cómo debería aplicarse esa política de igualdad de oportunidades? Imagino, a estos efectos, la creación de un seguro de salud pública que solicitase a los hospitales informes tanto sobre el número de casos de una enfermedad tratados como de su distribución entre tipos. El seguro compensaría entonces a los hospitales pagándoles una cantidad por tratamiento de acuerdo con la asignación de fondos indicada por esta política.
IV
A continuación describo cómo Julian Betts, un especialista en economía del trabajo del Departamento de Economía de la USCD, y yo mismo, hemos aplicado esta teoría para calcular la política presupuestaria educativa que sería necesaria en Estados Unidos para igualar las oportunidades de adquirir la misma capacidad de ganarse la vida entre negros y blancos. Los cálculos que expongo no intentan igualar oportunidades en general entre niños de circunstancias diferentes. En este cálculo consideramos los efectos de una sola circunstancia, el origen étnico, en su futura capacidad de ganarse la vida. Debo añadir que estamos elaborando un cálculo más preciso, en el que emplearemos como circunstancias relevantes el status socioeconómico de la familia del niño y su origen social. Para aplicar la teoría, se necesita una medida del esfuerzo. Para ello adoptamos lo anterior. Por ejemplo, el número de cursos escolares a los que el individuo ha asistido. Se podrían emplear, por supuesto, medidas más adecuadas de esfuerzo, pero basta ésta para comenzar. El instrumento de nuestra política son las inversiones educativas en los niños de dos tipos: negros y blancos; y el propósito es calcular cómo deberían distribuirse tales inversiones de modo que, para cualquier nivel de esfuerzo es decir, cualquier centil de la distribución de esfuerzo de cada niño blanco o negro, las ventajas esperadas en un futuro se acerquen tanto como sea posible a la igualdad. Los datos que necesitamos para llevar a cabo el cálculo son los ingresos de un amplio grupo de negros y blancos, digamos, de treinta años de edad, considerados como función de las inversiones educativas per cápita en las escuelas a las que fueron en su juventud, así como el número de cursos a los que asistieron. Afortunadamente en Estados Unidos disponemos de series temporales donde podemos extraer estos datos. Dado que los presupuestos educativos han sido tan dispares en los distintos distritos escolares del país, se trata de un buen experimento mediante el cual se puede estimar la capacidad de ganarse la vida en un futuro como respuesta a diferentes inversiones educativas. Betts y yo calculamos que para igualar las oportunidades de ganarse la vida en un futuro entre blancos y negros, tendríamos que gastar tres veces más en un estudiante negro que en uno blanco. Hay algunas razones relativas a la calidad de los datos y a la medida del esfuerzo para no confiar demasiado en esta cifra, pero la conclusión de que deberíamos invertir bastante más en un estudiante negro que en uno blanco para igualar sus oportunidades es bastante elocuente. Por supuesto, la categoría "negro " es aquí una aproximación imperfecta a diversas circunstancias tales como un status socioeconómico bajo o incluso un tratamiento discriminatorio en el mercado laboral. Conviene hacer una pequeña digresión. Si los negros constituyen 15 por ciento de la población, asignarles tres veces los recursos per cápita que reciben los blancos disminuiría 23 por ciento lo que éstos recibirían respecto a una política de igual gasto per cápita. En otro caso el costo que les supondría a los blanco el aplicar una política de igualdad de oportunidades educativa en Sudáfrica sería enorme, pues allí sólo representan 15 por ciento de la población.) ¿Cómo se podría aplicar tal política? No sería adecuado un sistema de recibos en el que cada estudiante negro recibiese un bono que valiese tres veces más que el asignado al estudiante blanco. Más atinado sería la distribución de los fondos educativos entre las escuelas de acuerdo con la proporción de estudiantes que acogen de cada uno de los tipos. Por tanto, las escuelas que tuviesen 90 por ciento de alumnos negros recibirían fondos en una cantidad de algo menor que el triple de la tasa per cápita de las escuelas con 90 por ciento de alumnos blancos. Dentro de la escuela, no habría que diferenciar los gastos según la raza, puesto que ello podría suponer la segregación por aulas y, considerando la imposibilidad de un tratamiento "igual pero separado", pondría en cuestión la calidad de la enseñanza que recibiese la minoría blanca. Cabría suponer que tal política podría fomentar una integración escolar coherente: los tipos más favorecidos tendrían un incentivo para acudir a las escuelas pobladas mayoritariamente por tipos desfavorecidos, puesto que éstas tendrían mayores recursos. Por consiguiente, la asignación de presupuestos educativos tendría que ser calculada bastante a menudo.
V
Me ocupo, por último, de los alcances de esta política de igualdad de oportunidades. ¿Deberían ser admitidos en equipos profesionales de baloncesto, aplicando el principio de igualdad de oportunidades, un cierto número de jugadores bajitos? Ser bajito es, después de todo, una circunstancia independiente de nuestra voluntad. ¿Debiera concederse el título de cirujano a aquellos individuos que suspendan los cursos correspondientes, si se hubiesen esforzado mucho y proviniesen de entornos desfavorecidos? De aplicarse el principio de igualdad de oportunidades, la respuesta sería en ambos casos afirmativa. Pero nadie estaría dispuesto a entrar en su defensa. ¿Cuál es entonces su alcance? El principio de igualdad de oportunidades tiene como objetivo la ventaja resultante (educación, ingresos, empleos), mientras que el principio de no discriminación o de mérito que mencionaba al principio considera no solamente la existencia de un cierto grado de equidad entre quienes compiten sino también el bienestar de quienes vayan a consumir lo que aquéllos produzcan. Por tanto, los jugadores de baloncesto producirán un juego que "consumen" los espectadores y los cirujanos producirán extirpaciones de apéndice de sus pacientes. Si aplicamos el principio de igualdad de oportunidades a la titulación de cirujanos, concedemos mayor peso a la satisfacción de las aspiraciones de los candidatos. Si aplicamos el principio de no discriminación, concedemos mayor peso a la realización de la vida de los pacientes. En general, uno debe, por supuesto, atender la ventaja que obtendrán aquellos que aspiran a un puesto y a la de aquellos a quienes servirán en él. Al restringir el dominio de aplicación y el alcance de las políticas de igualdad de oportunidades se atiende al bienestar de estos últimos. No creo que podamos definir el alcance adecuado del principio de igualdad de oportunidades sin adoptar una teoría de la justicia distributiva para la comunidad en cuestión. Hasta ahora, mi propósito ha sido describir en qué consistiría la igualdad de oportunidades una vez adoptadas tres decisiones: si debemos o no aplicar el principio de igualdad de oportunidades a la situación en cuestión (alcance); si las circunstancias definitorias del tipo han sido determinadas (un aspecto del dominio de aplicación); y si se ha establecido el monto de los recursos que la sociedad dedicaría a igualar las oportunidades en el caso en cuestión (otro aspecto del dominio de aplicación). Establecer cuál debería ser ese monto requiere una teoría de la justicia distributiva para la comunidad en su conjunto, puesto que la sociedad debe equilibrar el consumo de la actual generación de adultos con el nivel educativo de sus niños y, por tanto, el grado de realización personal de los que, en un futuro, se convertirán en adultos. He mostrado que podemos ajustar el grado en el que las oportunidades se igualan modulando la cantidad de recursos dedicados a ello. Otro modo de ajustarlo es restringir el número de circunstancias consideradas. Volvamos a reflexionar sobre el ejemplo de la educación, donde apuntaba que el CI podía ser una de ellas. Incluir el CI exigiría, de aplicarse una política de igualdad de oportunidades, invertir cantidades significativas de recursos en niños con CI bajo y, correlativamente, reducir los recursos invertidos en niños con un CI alto, en el intento de incrementar la capacidad de ganar un salario que se equipare al de los niños con un CI más alto. Esto podría suponer una pérdida sustancial en los logros totales de la sociedad en el periodo siguiente, cuando estos niños se conviertan en adultos y se unan a la fuerza laboral supongo aquí que el salario de un obrero es una medida adecuada del valor social del producto de su trabajo. Está claro que este costo social, en forma de disminución del pastel que consumirá la sociedad, se podría reducir eliminando el CI del conjunto de circunstancias. Esto limitaría el ámbito en el que se aplicaría el principio de igualdad de oportunidades: la decisión supone nivelar el terreno de juego sólo parcialmente, no por completo. Aquí el principio general es que otros valores distintos de la igualdad de oportunidades, tales como las dimensiones y la calidad del pastel que consumiría la sociedad, pueden restringir el dominio en el cual igualaríamos las oportunidades. Este principio a menudo se denomina principio de balance o de intercambio entre la igualdad y la eficiencia, término que no me gusta puesto que no debería tenerse por equivalente la eficiencia social con la porción del pastel que se consumirá. Los demócratas, normalmente preocupados por la igualdad, defenderán en general, la inclusión de muchas características del entorno de una persona en la lista de circunstancias, y los republicanos, preocupados comúnmente por el tamaño del pastel defenderán la inclusión de muy pocas características en ella. Volvamos de nuevo a la cuestión del alcance adecuado de una política de igualdad de oportunidades. Como decía anteriormente, mi propósito es pluralista, en el sentido de que no deseo defender una teoría particular de la justicia distributiva sino describir lo que, a mi entender, implica la igualdad de oportunidades, de modo que los defensores de una u otra teoría de la justicia puedan aplicarlo en los casos que su teoría prescriba. Considerando lo dicho anteriormente, no puedo prescribir, en rigor, cuál debería ser el alcance de nuestra política. De todos modos, sugiero una regla prudencial para delimitar los dominios del principio de igualdad de oportunidades y el de no discriminación, que pienso que es políticamente realista en las sociedades contemporáneas. Sugiero que el principio de igualdad de oportunidades se aplique ahí donde la ventaja en cuestión consista en la adquisición de una calificación necesaria para competir por un puesto (un trabajo), y que el principio de no discriminación se aplique solamente en el ámbito laboral. Para optar por ciertos puestos es necesario tener estudios de medicina. Defiendo la aplicación de una política de igualdad de oportunidades en el proceso de admisión en las Facultades de Medicina. Pero convertirse en un cirujano requiere competir después por el puesto. Entonces, se aplicaría el principio de no discriminación a la concesión del título o a la contratación de cirujanos. De aplicarse esta regla, aquellos individuos desfavorecidos que, pese a su esfuerzo, no superasen los cursos correspondientes no obtendrían su título, ni tampoco ningún hospital se vería en la obligación de contratarlos. De acuerdo con esta restricción, no se aplicaría el principio de igualdad de oportunidades a la contratación de jugadores profesionales de baloncesto, pero sí a su selección en escuelas e incluso en la universidad. Pues estos equipos de aficionados forman a los individuos para competir por puestos, tanto de jugadores profesionales como de entrenadores u otros empleos relacionados con el deporte. Podría defenderse que la función principal de los equipos de aficionados no es entrenar a sus jugadores, sino divertir al público y que la diversión se consigue seleccionando a los mejores jugadores. Para resolver esta cuestión sería necesaria una teoría de la justicia. Hay dos objeciones generales que pienso pueden dirigirse contra mi propuesta. La "objeción de derecha" sería que mi propuesta concede demasiada relevancia al principio de igualdad de oportunidades y no lo suficiente al principio de no discriminación. Y "la objeción de izquierda" sería que concede demasiada relevancia al principio de no discriminación y no lo suficiente al principio de igualdad de oportunidades. Considero ambas objeciones en lo que sigue. Lo que he denominado "objeción de derecha" se basa en la idea de que la aplicación del principio de igualdad de oportunidades engendra ineficiencia social. Pone en entredicho el intento de distinguir la formación necesaria para competir por un puesto y la competencia misma. Si se efectúa una gran inversión en educar a individuos de un medio desfavorecido, existirá correlativamente menos dinero para la educación de los individuos más inteligentes de los medios más favorecidos y, por consiguiente, dispondremos de un menor número de personas capaces de hacerse cargo de aquellos puestos que exigen un mayor nivel de inteligencia y calificación. Aplicar el principio de igualdad de oportunidades en el proceso de admisión a las facultades de medicina conduciría a obtener un menor número de aprobados en los exámenes. Si la sociedad necesita un número fijo de cirujanos, la aplicación del principio de igualdad de oportunidades conduciría a la devaluación de los criterios de concesión del título y a la consecuente disminución de la calidad de la cirugía. En realidad, la aplicación del principio de igualdad de oportunidades en cualquier nivel educativo causaría un despilfarro de recursos, que a su vez provocaría la disminución del número de individuos inteligentes y calificados que la economía necesita para crecer, y la sociedad para producir una canasta de bienes y servicios de calidad. La sociedad habrá cumplido con su obligación de igualar las oportunidades si, a través de la educación secundaría, destina a todo individuo igual cantidad de recursos educativos. De ahí en adelante, la competencia por un puesto en la educación superior se debe regir por el principio de no discriminación. La "objeción de izquierda" consiste en que la sociedad les debe más a los individuos desfavorecidos que lo que les asignaría con una distinción entre estas dos situaciones. Considérese el caso de los cirujanos. Es tan importante que los tipos más favorecidos cuenten con representantes en la profesión que deberían establecerse criterios más flexibles para concederles el título, pues solamente al contarse entre los cirujanos individuos de este tipo se crearán entre sus miembros más jóvenes aspiraciones que los impulsen a prepararse para estudiar medicina. Desde luego que con ello se reduciría la calidad de atención quirúrgica que algunos pacientes recibirían, pero éstos deberían considerar tal reducción como la devolución parcial de una deuda contraída por la sociedad con los desfavorecidos; recordando que, por definición, son desfavorecidos a causa de circunstancias de las que la sociedad dice no considerarles responsables. Mi propuesta sobre el alcance del principio de igualdad de oportunidades está formulada de acuerdo con lo que, a mi juicio, defenderían un amplio número de ciudadanos de muchas democracias industriales avanzadas. Pienso, concretamente, que entenderían, en primer lugar, que el costo social de cubrir puestos con individuos relativamente incompetentes sería mayor que el beneficio que se obtendría con ello y, en segundo lugar, que los beneficios que reciben de la educación los individuos desfavorecidos, y lo que con ello obtiene la sociedad, son mayores que el costo social inmediato de las oportunidades perdidas por aplicar en tales casos una política de igualdad de oportunidades. Mi percepción de ese criterio de la ciudadanía se basa, en parte, en la experiencia estadounidense de la política de "acción afirmativa", más precisamente, en un aspecto concreto de esta experiencia. La política de discriminación positiva, como todo el mundo sabe, está siendo objeto de ataques en Estados Unidos, tanto por su aplicación en la selección laboral, como en los procesos de admisión en la universidad y en programas de educación superior. Hay, en cualquier caso, una importante diferencia en la naturaleza del ataque a la discriminación positiva en estos dos casos. Respecto a la competencia por un empleo, el ataque consiste en abogar porque el candidato más preparado obtenga el puesto, pero respecto a la admisión en la universidad se sostiene que la raza no es una buena medida de la desventaja. Incluso Ward Connerly, el Rector de la Universidad de California que encabezó la exitosa campaña para acabar con las políticas de discriminación positiva en el sistema de admisión en su universidad, apoya la admisión preferente de estudiantes de un status socioeconómico bajo. Por tanto, el ataque a la política de igualdad de oportunidades en la admisión en la universidad se dirige no a la aplicación del principio, sino a la determinación del conjunto de circunstancias. En cambio, la crítica de la discriminación positiva en la selección laboral se dirige al principio mismo, argumentando, en la terminología que empleamos aquí, que el principio de no discriminación es el que debe de aplicarse. Una vez provistos de los criterios sobre la igualdad de oportunidades que acabamos de ofrecer aquí, es evidente que estas dos críticas de las políticas de discriminación positiva son muy diferentes. En la medida en que se refieren a la educación, no se pone en cuestión el principio de nivelación del campo de juego, mientras que sí se pone en cuestión en el caso de los procesos de selección laboral.
Traducción del inglés de José Manuel Saavedra.
John E. Roemer, "Variantes de la igualdad de oportunidades", Fractal n° 16, enero-marzo, 2000, año 4, volumen V, pp. 151-17
|