BENJAMÍN MAYER FOULKES

Edipo fotógrafo

 

 

En sus reflexiones acerca de su producción y su experiencia como fotógrafo ciego, Evgen Bavcar invoca la figura de Edipo en al menos dos ocasiones. En la primera, describe la escena del encuentro de los fotógrafos y los espectadores videntes con su obra y, más ampliamente, con la figura del fotógrafo ciego:

El hecho de que la gente me interrogue con tal insistencia acerca de por qué tomo fotografías, y de que se sorprenda de que efectivamente tenga la capacidad para producir imágenes, es consecuencia de prejuicios psicológicos, históricos y sociológicos acerca de los ciegos.

 

Si las personas quedan perplejas es porque interviene su propia relación con la ceguera, a veces su temor, a modo del complejo de castración, o de una evocación directa de su propio complejo de Edipo.

Desde la perspectiva de algunos, y esto es algo que comparto con muchos de mis amigos ciegos y que he confirmado en numerosas experiencias, yo represento una suerte de Edipo después del hecho.

Mediante esta invocación de Edipo, el fotógrafo ciego da cuenta del efecto ominoso que producen su obra y su figura entre los espectadores "videntes": al toparse con Bavcar, éstos se hallan intempestivamente ante un otro como sí mismos, esto es, ante un otro que les obliga a mirar de nueva cuenta aquello que habrían reprimido: su ser, como el fotógrafo ciego que tienen delante, "una suerte de Edipo después del hecho".


Esta primera referencia a Edipo brinda valiosas claves para aproximarse a aquello que sucede en el momento de la recepción del trabajo de Bavcar (y sugiere asimismo que lo que inquieta regularmente al sujeto supuestamente "normal" en su encuentro con el sujeto "discapacitado" no es la experiencia de la relativa alteridad del segundo, sino precisamente la de su identidad). La segunda invocación que de Edipo hace Bavcar alude a una cuestión temporal y, lógicamente, previa al momento del encuentro del espectador con la obra del ciego: se refiere a la genealogía misma de dicha obra, una obra cuyo objeto central de elaboración y tematización es aquello que Bavcar llama el tercer ojo. Como dice: "Edipo me aporta el testimonio de su mirada ausente y me explica el itinerario que lleva al tercer ojo." Esta segunda referencia tiene un sentido inverso a la primera, pues mediante ella Bavcar da cuenta de la experiencia de la ceguera como mirada ausente y explica asimismo el "itinerario que lleva al tercer ojo", es decir, al impulso mismo de su trabajo.

Sobra decir que eso se ha dicho de sobra sobre Edipo. Sin embargo, esta segunda afirmación de Bavcar me resulta una incitación irresistible a retornar al viejo texto de Sófocles. ¿Cuál sería el sentido de mi relectura? A diferencia de las producciones de otros fotógrafos ciegos (por ejemplo del japonés Toun Ishii, autor de fotos perfectas del Monte Fuji, o de la sugerente producción iniciada por el mexicano Gerardo Nigenda), la obra de Bavcar trata, ella misma, de las cuestiones de la vista, la ceguera y la invisibilidad: es decir, la obra de Bavcar se ocupa de aquello de lo que sería, a su vez, efecto. De ahí que la obra de Bavcar pueda caracterizarse como una obra de lo inteligible onírico, esto es, como una obra que pone en acto un desbordamiento permanente de lo inteligible por lo inteligible mismo, a la manera en que tal desbordamiento ha lugar en el psicoanálisis. Una de las implicaciones de tal caracterización es que el tercer ojo Bavcariano de ninguna manera puede reducirse al "tercer ojo" de la inspiración y la iluminación de los neoplatónicos y los románticos: por el contrario, es el tercer ojo Bavcariano el que incorpora y excede tales otras nociones; porque este tercer ojo resulta ser el nombre, necesariamente fallido, de la simultánea instauración y subversión de la nominación, así como de la simultánea posibilidad e imposibilidad de los ámbitos visible e invisible, el punctum caecum en que convergen la historia del arte Occidental y la historia del agotamiento de las premisas mismas de esta historia. Así, el tercer ojo al que alude el fotógrafo ciego designa la simultánea puesta en juego y disolución de toda distinción definitiva entre la luz y la oscuridad, la vista y la ceguera, la percepción y la memoria, el autor y el ejecutante, el emisor y el receptor, el original y la copia, es decir, de toda distinción sin más. No sorprende, pues, el desconcierto que inevitablemente produce la obra y el proyecto de Bavcar cuando es abordado en cualesquiera de los términos críticos ordinarios. De ahí también que la singular topología del tercer ojo Bavcariano dé cuenta de por qué el caso considerado "irregular" o "límite" sea precisamente donde se revela la regularidad del caso tildado "normal". Y no sólo en términos lógicos, sino también concretos: pues así como ante Bavcar el vidente se estremece al descubrirse ante un otro como sí mismo; así como el vidente descubre que el deseo de imágenes del fotógrafo ciego da cuenta del deseo que anima su propia mirada, así también el acto fotográfico de Bavcar ilumina la estructura toda del acto fotográfico en general. La relectura de Sófocles a la que me incita Bavcar tiene, entonces, el propósito de reconstruir el citado itinerario que lleva al tercer ojo como la puesta en juego de su propio acto fotográfico, a su vez como paradigma de todo acto fotográfico en general. Lo resultante es una paráfrasis de Edipo Rey que aspira a sostenerse en los propios términos de la tragedia (en la versión castellana de Ángel María Garibay, Porrúa) pero que toma en cuenta la hipótesis de la vista articulada por Jacques Derrida en Mémoires d’aveugle: L’autoportrait et autres ruines (Éditions de la Réunion des Musées Nationaux, 1990), así como los planteamientos de "Edipo vienés" de Néstor A. Braunstein (Freudiano y lacaniano, Manantial, 1994). Se trata de leer en Sófocles una descripción del itinerario estructural que conduce al acto fotográfico, en el marco de cierta confluencia de la reflexión derridiana con una interpretación contemporánea del Edipo en la línea Freud-Lacan.

 

 

 

*

 

–He preferido venir en persona. Aquí estoy. Soy Edipo.

 

Edipo fotógrafo, entonces. Sí, pero, ¿quién es Edipo? Como la propia pregunta por el tercer ojo bavcariano, la pregunta por el quién de Edipo resulta finalmente incontestable, porque constituye la posibilidad misma de la pregunta. Así, mirado desde el más acá de ese origen irrepresentable, Edipo no es sino la figuración misma de que, como da a leer Edipo Rey, "todo es apariencia: brilla, se alza, reluce y se abisma en las sombras para siempre". Edipo no es, sólo aparece: al final, como en su origen, Edipo es desvanecimiento y eclipse. Edipo, el Rey, es quien mira por sus seres amados porque jamás los puede ver; quien apela a la imagen de sus padres porque le está vedado contemplar su patria (pater, patria); quien del mismo día recibe la penumbra de la vida y el destello de la muerte; quien se borra de las profecías sólo para mejor en ellas dibujarse después; quien tiene la mirada más aguda para los enigmas y la más perdida; quien desde siempre está destinado a ser abandonado por los dioses, y quien, sin embargo, invoca permanentemente a alguno; quien nunca habrá vislumbrado esperanza alguna, y para quien es precisamente esa la "chispa de esperanza". Edipo es quien se turba en la medida misma en que mira con mayor vehemencia, su noche es el fulgor de toda luz, y su ceguera la intuición profunda de toda percepción.

Es decir, Edipo es el ánimo mismo de la fotografía.

 

 

 

*

 

–Es la tremenda Peste. Queda vacía y silenciosa la tierra de Cadmo y el Averno se enriquece de lamentos, de gemidos interminables.

 

Hijo de la noche, Edipo tiene en ella puesta fijamente la mirada. Yocasta le da a luz sólo para, "no bien pasados tres días", entregarlo a la noche perpetua. Puede constatarse que su vida toda es un intento por retornar al lóbrego claustro de su madre: ya su primera expulsión a la "montaña desierta" (asimismo un claustro materno) para eludir los vaticinios de los videntes, no hace sino reconducirlo al tálamo imperceptible de su madre, transfigurada en esposa. Pero, de igual forma, su exilio último tiene como fin la recuperación de cierta oscuridad perdida: como dice, "llevadme a un sitio oculto, dadme la muerte, arrojadme a los mares, o a un sitio tan lejano, donde los hombres no puedan volver a verme". El destino de Edipo es, así, el de sus ojos: "¡Dormid la muerte de la noche eterna y las tinieblas podrán defenderos de ver lo que no quise ver jamás, y tampoco aquello que tan anheloso ver ansiaba!" De la oscuridad, por la oscuridad, a la oscuridad: la ruta de Edipo no es sino el abismo umbrío de la ceguera materna.

Pero, ¿qué es la ceguera materna? Desde luego, no se trata del punto de vista de la madre o la mujer en sentido llano. La ceguera materna sería lo edípico por excelencia: como Edipo, ésta no es, pero, a diferencia de aquél, tampoco aparece. En términos de su función, la ceguera materna consiste, al mismo tiempo, en el movimiento estructurante y desestructurante de la mirada. De ser, sería lo incaptable mismo, el ensombrecimiento terminal de lo diáfano, la revelación encubierta del permanente encubrimiento. Por eso Edipo jamás habrá podido retratar con su aparato a Yocasta: imposible obtener una instantánea del ojo tras la cámara. Empero, no es sólo a Yocasta a quien Edipo jamás habrá podido captar: tampoco habrá podido obtener una imagen nítida de Layo, ni de Pólibo, ni de sus hijas queridas, ni de la prodigiosa descendencia de Cadmo, ni tampoco siquiera de su palacio, y menos aún de su legado... sino hasta quedar ciego. Y, en verdad, tampoco entonces.

Sin embargo, a la vez, Yocasta y su ceguera resultan ser la sensibilidad misma de la película fotográfica a ser eventualmente utilizada por Edipo: la oscuridad sin claro, la flama negra, la bruma sin fanal a la vista son, todas, el deseo mismo de la luz. Porque también el ocultamiento se oculta; también se preña lo opaco de su propia opacidad; también lo azabache al trazarse se borra. La ceguera materna de Edipo se despliega, entonces, como la pantalla indistinta en que serán proyectados los vislumbres de aquello que él jamás podrá ver; allí se proyecta, aún en blancos espectrales, la promesa de una vigorosa "antorcha". No por casualidad es la propia Yocasta quien lamenta: "perdidos en un mar de zozobras y temores estamos todos al ver destrozado por el pavor al que de esta ciudad rige el gobernalle": el clamor por una central de luz y fuerza, por un rayo, por la puntual irrupción de un farolero, es, por excelencia, el clamor de la madre.

Pero, ojo, no porque tal haz orientador hasta el momento haya estado estrictamente ausente. Por el contrario, si hasta ahora Yocasta ha encarnado la noche de todos los días, lo ha hecho como una noche perpetua, es decir, como una noche diurna, como la tirana de un imperio que no es el de la ausencia de luz, sino el de un sol negro a todas horas fulgurante. Como una Gran Fotografía, que anulaba todo disparo fotográfico en nombre de la prefiguración de todo lo captable, Yocasta clama ahora por su propio deslumbramiento y rasgadura: corto circuito de la Gran Fotografía, fugaz aparición de lo visible invisible aún, fogonazo emanante de las fotografías, de su abundancia, de su ilusión y su banalidad...

Promesa, entonces, este estrujamiento y esta rasgadura, de una patria definitiva para Edipo, rey, y, pronto, fotógrafo. Se trata de Citerón, sitio a donde Edipo fue originalmente expulsado por sus padres, y a donde habrá de volver tras arrancarse la vista: territorio consentido por Yocasta, pero asignado por su padre Layo; tierra promisoria del desbordamiento de la ceguera materna y de la manifestación de la mirada paterna; lugar por excelencia del exilio; zona que porta el nombre de ese rey de la mitología griega, Citerón, artífice de las apariencias, quien, tras una riña entre Zeus y su amada Hera, y ante el falso rumor de que Zeus había raptado a Platea para hacerla su esposa, aconsejó al Zeus que deseaba reconciliarse con la primera que modelase una estatua femenina, la cubriera con un manto y la colocase en una carreta tirada por bueyes: al acudir a la escena Hera y ver que no se trataba de Platea, sino sólo de una figura de madera, en efecto echó a reír y se reconcilió con su dios marido. Citerón, entonces: sede por excelencia del semblante, hogar del simulacro, eventual República de las Fotos.

–Alce radiante antorcha contra los turbios númenes que nos
destruyen, que sea para todos los adversos, baldón y oprobio.

 

Pero, para ello, antes habrá tenido que hacer su entrada estelar la ceguera paterna. Como dice a Yocasta el mensajero que porta las nuevas de la muerte de Pólibo, el supuesto padre de Edipo, refiriéndose a éste último: "¡Feliz sea siempre y con felices viva, ya que es tan perfecta consorte de aquél!" Doble ironía la suya, y clarividente: nunca mejor consorte habrá para una ceguera que otra: salutaciones a la ceguera paterna, que es también la de todos los hijos; y dichosas las fotografías, luminosa progenie de tal unión... Pero, ¿en qué consiste la ceguera paterna? Como advertí para el caso de la ceguera materna, la ceguera paterna tampoco refiere sin más a la perspectiva del padre o varón, sino a la función del hacerse-marca de aquél movimiento originario y originante de la videncia y la invidencia que es la ceguera materna. Si la ceguera materna es el incaptable impulso a la captación fotográfica, en cambio la ceguera paterna es la que corresponde a la ilusión misma de la captación, al irresistiblemente seductor devenir-captable de lo que la ceguera materna no ve, ni tampoco deja ver: el "golpe a los ojos" efectivamente experimentado y, eventualmente, la mirada del ciego fotografiada cual espectáculo y representación.

Comparemos ambas cegueras. La ceguera materna es la ceguera de la media luz, como puede observarse en el siguiente reclamo de Yocasta a Edipo: "¡Sea o no sea, qué? Deja en paz todo. Ningún caso hagas de cuanto aquí se ha dicho; no pienses en tonteras." En contraste, la ceguera paterna es la ceguera del esclarecimiento, como se consigna en la siguiente respuesta de Edipo a Yocasta: "no quedo convencido, si no aclaro, hasta no saber la verdad". La ceguera materna es la ceguera mortífera de la vida práctica, esto es, de la vida sin más, como ilustra la siguiente exclamación de Yocasta a Edipo:

 
¿Qué ha de temer el hombre, si está bajo el dominio de los hados? ¿Si nada con certeza puede prever? Lo mejor es vivir sin preocuparse, cada uno como pueda. Además, ¿por qué angustiarte por bodas con la madre? ¡Muchos las tienen: en sueños se unen maritalmente con sus madres! Pasa mejor la vida quien de estas necedades hace burla.
 

En cambio, la ceguera paterna es la ceguera vital de la ley como petrificación e intemporalidad, como se aprecia en la siguiente estrofa del coro:

 

¡Leyes sublimes que en la altura imperan, rijan y hagan que sean rectas todas! En los cielos nacieron y el Olimpo es su único padre. No les dio el ser ningún hombre; no habrá de dominarlas el sueño del olvido. ¡Un dios grandioso en ellas ha: nunca envejece!

Desde luego, esta caracterización de la ceguera materna, como cualquier otra caracterización de dicha ceguera, por las razones ya mencionadas, es a su vez efecto de su propia gestación de la ceguera paterna: la ceguera materna como penumbra y pragmatismo recibe su nombre y la delimitación de sus horizontes de aquello mismo que la iluminación y la legislación paternas jamás lograrán saturar, a saber, su propia condición de posibilidad. Lo que ello significa es que la ceguera paterna no es sino el redoblamiento sobre sí de la ceguera materna. De manera que la ceguera paterna es señal del ocultamiento de ese ocultamiento originario que es la ceguera materna. La ceguera paterna es fruto del preñarse de la ceguera materna: no en vano por madres somos todos paridos, futuras madres y padres por igual. La ceguera paterna es sólo un momento de la ceguera materna, el momento crucial de su fractura en más-de-una ceguera: despedazamiento del Gran Ojo materno en profusión de invidencias, cegamiento originario, institución primera de la ceguera (incluyendo la ceguera-videncia), apertura de su in-sólita taxonomía...

Se impone reseñar esta taxonomía ya que, al parecer, Edipo Rey nos brindaría de antemano todas las ubicaciones que Occidente asigna a la ceguera. Allí se lee, en primer lugar, la inscripción de la ceguera como obcecación, como cuando Edipo insulta a Tiresias: "...ciego miserable, ciego del alma, como de los ojos... ciego del oído", en que el ciego aparece como su propia metáfora: está ciego, luego es ciego. Una vez así circunscrita, la ceguera es deslizada hacia lo pueril, hacia lo ingenuo y lo inocente como vemos, de nuevo, cuando dice Edipo a Tiresias: "Noche perpetua nutre tus pupilas. Ni a mí, ni a nadie que de ojos disfrute podrás dañar"..."ciego eres, que si ojos tuvieras, afirmaría que tú fuiste y sólo tú quien el delito perpetró". Posteriormente, la ceguera como candidez se transfigura sin dificultad en su opuesto, la ceguera como impostura y delirio, como constatamos cuando Edipo replica a Tiresias: "loco y trapacero, pura engañifa, que no busca sino el lucro de sus ojos cegados... Cegados para el uso, pero bien abiertos para el interés". Y, de inmediato, atestiguamos la elevación de la ceguera al estatuto de la previsión y la clarividencia, como se ilustra cuando dice Edipo a Tiresias al darle la bienvenida: "Divino vidente, el único de los hombres que de nacimiento tiene el don de la verdad." De donde quizás resulta, entonces, la ceguera como deseada, anhelo de no mirar lo que la ceguera efectivamente ha mirado o es capaz de mirar, como sucede en Edipo Rey entre los esclavos y los profetas, como cuando se lamenta Tiresias: "¡Ay, ay: terrible es el saber cuando el que sabe de ello no aprovecha. Bien lo sabía, pero lo había olvidado. De tenerlo presente, acá no hubiera venido!" O bien, como cuando Yocasta relata a Edipo acerca de uno de sus siervos: "Cuando regresó y vio que te habías entronizado, y vio morir a Layo, vino a rogarme besando mi mano que lo dejara ir al campo a pastorear rebaños. ‘Así, decía, cuanto más lejos de la ciudad, mejor’". De ahí que resulte una última ceguera que ocupa una posición decisiva, respecto a la cual se articulan el conjunto de las otras cegueras: me refiero a la ceguera como vista efectiva y aprehensión de la ver-dad, ceguera ante la propia ceguera, como deja ver la afirmación decidida de Edipo: "Mientras yo claras no mire las pruebas; mientras plenamente apodícticas no sean no puedo dar asenso a las acusaciones que formulan los que aquí han pregonado los delitos." Esta última ceguera, la vista efectiva, es la ceguera paterna por excelencia; ya he subrayado su importancia, que es la de la ceguera paterna en, y ante, el campo "feraz" (como dice el texto), y feroz, de la ceguera materna, que halla en la aquélla su propio, y no menos intoxicante, antídoto. Ello explica que la ceguera como vista efectiva no opere como una ceguera entre otras, sino como la propia puesta en juego de la taxonomía íntegra de la invidencia.

Así, doblemente heredera de la ceguera materna y paterna, podemos concluir que la mirada de Edipo es todas y cada una de estas cegueras, porque su mirada está siempre en juego en el mirar de cada una de ellas en dirección de las otras, sin que, a su vez, se deje reducir a ninguna, ni a la imposible suma del conjunto. Edipo es, entonces, un personaje, pero su estructura es la tragedia toda. De la ceguera, por la ceguera, a la ceguera: Edipo mira y es mirado por su, y sus, propias miradas; y sus cegueras son siempre caracterizadas desde otras cegueras, lo que sugiere que la presente caracterización de las cegueras de Edipo es, como cualquier otra caracterización, también edípica. Discursos como el presente no resultan entonces extrínsecos a Edipo Rey sino precisamente intrínsecos a él; también Edipo lee Edipo Rey; también él se sorprende al hallarse, de antemano, imposiblemente retratado en su propio texto...

¿Pero cómo dar cuenta de las contradicciones e inconsistencias en el descrito abanico institucional de las cegueras?, ¿cómo explicar lo insólito de su taxonomía? Claramente, el mandato a responder tales interrogantes es, por excelencia, paterno. Sin embargo, notablemente, el origen de tales contradicciones e inconsistencias es asimismo paterno, ya que es el resultado del ánimo mismo de la ceguera paterna como deseo de nitidez, ánimo que se alza torpe, patético, contra la escurridiza devastación de la ceguera materna al intentar, mediante cualquier definición, contradictoria o no, demarcar, contener o administrar, al menos en algo, su vorágine.

Ahora bien, he afirmado que, en el campo disputado de las cegueras, la ceguera como vista efectiva no es una ceguera entre otras, sino la apertura misma del campo. Detengámonos en ello brevemente para abordarlo en términos de la fotografía. En la fotografía esta peculiar ceguera es emulada por un tipo de imagen que, al igual que aquélla, resulta ser tan ubicua como frágil e invisible: me refiero al snapshot, según el intraducible vocablo inglés, que correspondería parcialmente a nuestra instantánea, esa fotografía popular y masivamente promovida por la industria de la fotografía desde sus inicios. Pero, ¿qué es el snapshot? El snapshot es, por excelencia, la fotografía de lo familiar (lo heimlich), personal o en grupo, de los paisajes, las mascotas, los recuerdos de viaje y de amigos. Se trata, en suma, de una imagen de lo propio, de lo visto y lo apropiado, razón por la cual con el snapshot se trata, siempre, de un autorretrato. Desde luego, lo que el snapshot encarna es precisamente la ceguera (paterna) ante la ceguera (materna) originaria, razón por la cual siempre se despliega allí precisamente donde asoma lo que permanece invisible para un punto de vista dado. Cabe recordar aquí lo que señala Susan Sontag con relación a que, históricamente, la fotografía se erige en rito de la vida familiar en el momento mismo en que se desploma la institución vigente de la familia extendida, y también a que la fotografía turística tiene lugar en la medida misma en que el fotógrafo padece la desorientación que le produce la tierra extraña por la que viaja, de manera que su acto fotográfico viene a certificar su experiencia tanto como a negarla. De manera que lo que aparece figurado en el snapshot es siempre secundario en relación con su semblante envolvente de diafanidad, y a la ilusión de la supresión del dispositivo fotografiante para dar plenamente paso a lo fotografiado. Por eso, aunque quienes aparezcan en un snapshot sean seres obcecados, inocentes, impostores, locos, clarividentes, deseosos de enceguecer o ciertos de que ven, en el snapshot lo importante no son ellos mismos, sino el hecho de que aparezcan como tales. Por eso, lo figurado en, y por, el snapshot será siempre lo mismo, a pesar o precisamente en virtud de aparecer como diferente cada vez.

De donde tenemos que el snapshot no es un acto fotográfico entre otros, sino la simultánea posibilidad e imposibilidad del acto fotográfico en general. Se trata nada menos que del ombligo de la fotografía, el punto de mayor ceguera de, y ante, la fotografía como vástago de, al menos dos, cegueras. Todas las vanguardias fotográficas, los realismos tanto como los anti-rrealismos, las fotografías clásicas tanto como las intervenidas y las digitales, hallan en el snapshot una referencia ineludible, aun si ésta permanece implícita: esta es quizás la razón estructural por la que, históricamente, el snapshot es el género fotográfico inaugural. Consumación de la ceguera paterna como ceguera ante la ceguera materna, el snapshot consiste, a la vez, en la negación y en la constatación más patente y más furtiva de la imposibilidad de la fotografía.

Por eso, si, una vez que cuenta con el equipamiento necesario y que ha asegurado su ciudadanía en Citerón, Edipo toma fotos, es porque permanece a la caza del snapshot como la consumación de su ceguera paterna. En ello descubrimos el punto de mayor alcance topológico de la ceguera materna, desde cuyo seno surge en primer lugar la ceguera paterna como su otredad más radical, y más necesaria. De ahí que el snapshot como horizonte de todo acto fotográfico consigne el Edipo es mi nombre de todos los nombres, y el Edipo es nuestro abuelo de todos los linajes.

 

 

 

*

 

–¡Todo es una apariencia: brilla, se alza, reluce
y se abisma en las sombras para siempre!

 

Entrevemos, entonces, que lo fotografiante es invariablemente un ciego o una ceguera. De otra manera, ¿cómo dar cuenta del deseo de imagen y de luz como el ánimo mismo de toda fotografía? Si el acto fotográfico de Bavcar es prototípico de todo acto fotográfico en general, ello se debe precisamente a este hecho. Lo mismo puede sostenerse en relación con su referencia a Edipo para dar cuenta de la ruta que conduce a su obra como elaboración en torno al tercer ojo: mediante esta referencia, Bavcar nos muestra asimismo la ruta que conduce a todo obrar fotográfico en general.

Y si el aliento mismo de todo fotografiar es una ceguera o una invisibilidad originaria, no sorprenderá que, en el campo general de la vista como ceguera estructural, el objeto por excelencia de la fotografía sean otros ciegos y otros puntos de invisibilidad. De ahí que, para hacer extensivo a la fotografía lo que Derrida señala acerca del dibujo, la fotografía de un ciego es la fotografía de un ciego; las fotos en que figuran ciegos son, sin más, las fotografías. Como puede apreciarse de manera tan nítida con relación al snapshot, el acto fotográfico por excelencia es el autorretrato: se llame o no autorretrato a su producción, el fotógrafo se registra siempre a sí, o a un trozo de sí. Para parafrasear a Derrida:

 

Cada vez que un fotógrafo se deja fascinar por el ciego, cada vez que hace del ciego un tema de su fotografía, proyecta, sueña o alucina la figura de un fotógrafo, o a veces, más precisamente, de una fotógrafa. Aún más precisamente, comienza a representar una potencia fotográfica en obra, el acto mismo de la fotografía. Él inventa la fotografía. La impresión no se paraliza entonces en una tautología que dobla lo mismo sobre lo mismo. Al contrario, se vuelve presa de la alegoría, este extraño autorretrato de la fotografía librada a la palabra y a la mirada del otro. Subtítulo de todas las escenas de ciego, entonces: el origen de la fotografía. O, si usted prefiere, el pensamiento de la fotografía, una cierta pose pensativa, una memoria de la impresión que especula soñando acerca de su propia posibilidad. Su potencia se desarrolla siempre al borde de la ceguera. (Op. Cit.)

Por eso la actividad fotográfica de un fotógrafo ciego en efecto tiende a la subversión de la fotografía, del snapshot, del autorretrato, precisamente porque los confirma. Si, como los demás fotógrafos, el fotógrafo ciego no puede más que retratarse a sí, desde la perspectiva del fotógrafo crédulo de su propia vista, parecería que el fotógrafo ciego no podría jamás retratarse a sí. Sin embargo, como hemos visto, el autorretrato de un ciego es el autorretrato por excelencia, pues revela que todo autorretrato es, en verdad, un heterorretrato. Así, el fotógrafo ciego resulta ser, como el propio Edipo, lo más cercano a un vidente de la fotografía como tal.

Pero no sólo es que lo fotografiante sea invariablemente un ciego o una ceguera sino, además, que dicho ciego o dicha ceguera están constituidos siempre por al menos dos cegueras más profundas, tan incompatibles como mutuamente necesarias. Ambas cegueras se producen, se presuponen, se enfrentan, se disparan. Por eso no habría snapshot ni instantánea posible ni de una, ni de otra, ni de ambas cegueras a la vez. Por eso no hay nunca ceguera materna, ni tampoco ceguera paterna, puras. Por eso no hay pura ausencia de lo fotográfico ni tampoco consumación de su deseo, que sería el desbordamiento por lo fotográfico del campo de la apariencia. Sólo al tiempo, que "todo mira y todo lo descubre", y a los dioses, "¡oh Zeus, supremo gobernante del cosmos, si tal eres en hecho, como lo eres de nombre, no dejes que a tus ojos el mal se oculte, ni a tu poder inmortal se sustraiga!", es dada la vista absoluta. Por eso los dioses son adorados tanto desde la ceguera paterna como desde la materna, y también por eso ambas cegueras permanecen sujetas a las vicisitudes del tiempo, cuyo movimiento esencial, simultáneamente posibilitador e imposibilitador, es lo materno mismo antes aún de articularse como ceguera. Pero los dioses no toman fotos, como tampoco hay fotografía de la duración, sino sólo de la resistencia al tiempo. Sin embargo, por ello el acto fotográfico no es nunca sino mera invocación de los dioses y del tiempo en su absoluta visibilidad: la ciega erección de la "antorcha" paterna contra la "peste" de la ceguera materna se hace siempre en nombre del tiempo o de algún dios: como dice Edipo: "El dios nos urge. Hay que ver cómo acatamos." No en vano, en su vertiginoso ascenso y caída, Edipo no deja nunca de estar precipitado por lo divino. Y, también por eso, el de Edipo es otro nombre para el eterno retorno: "¿Harás que lo ya olvidado –lo inmemorial y lo irrecordable–, a vivir torne otra vez?" Eterno retorno que no es sino de la venganza de un rey muerto: "Ya veis cómo me propongo vengar al muerto y vengar el derecho del dios", como medio por excelencia para arremeter contra la oscuridad de alguna Esfinge (cuyo crimen, recordemos, había sido causar que la descendencia de Cadmo atendiera "lo del momento presente, dejando en el silencio lo que el misterio había envuelto en sombras"). Si esta pugna ciega retorna eternamente es porque puede ser continuada pero nunca concluida, pues permanece animada por aquello mismo que desea abatir. La llama de toda antorcha es alimentada por un combustible negro.

Por eso las fotografías bloquean el acceso hacia aquello mismo que prometen, "¡Tremenda vista que se ofrece a los hombres... la más terrible que pude ver en mi vida...!" El testimonio de Edipo es, así, el testimonio de que la fotografía es la constatación de su propia imposibilidad. Y la mirada de Edipo sería todas las miradas, y su ceguera, todas las cegueras: "Y el mundo mirar pudo en nefanda mezcla padres, hermanos, hijos, todos un mismo ser a un tiempo, y vírgenes, esposas, madres unidas en una sola... lo más infame que los hombres vieron"... Edipo Rey se da a leer, entonces, como la fotografía imposible del fotografiar, el autorretrato imposible del autorretrato. La gran progenie de Edipo son los fotógrafos: la invención de la fotografía sería un síntoma más, desde luego, no el único, de la fotología, de un pensamiento y un lenguaje orientados por la metáfora de la luz y la sombra, del mostrarse y el ocultarse, e impulsados por el centralismo de lo solar, como describe Jacques Derrida:

 
 

...habría que intentar volver a esta metáfora de la sombra y de la luz (del mostrar-se y del ocultar-se), metáfora fundadora de la filosofía occidental como metafísica. Metáfora fundadora no sólo en tanto que metáfora fotológica –y a este respecto toda la historia de nuestra filosofía es una fotología, nombre que se le da a la historia o al tratado de la luz– sino ya en tanto que metáfora: la metáfora: la metáfora en general, paso de un ente a otro, o de un significado a otro, autorizado por la sumisión inicial y por el desplazamiento analógico del ser bajo el ente, es la pesantez esencial que retiene y reprime irremediablemente el discurso de la metafísica. Destino que sería tonto considerar como el lamentable y provisional accidente de una "historia"; como un lapsus, una falta del pensamiento en la historia (in historia). Es, in historiam, la caída del pensamiento en la filosofía, por lo que la historia es encentada. Baste decir que la metáfora de la "caída" merece sus comillas. En esta metafísica heliocéntrica, la fuerza, que cede el sitio al eidos (es decir, a la forma visible para el ojo metafórico), ha sido separada ya de su sentido de fuerza, como la cualidad de la música está separada de sí en la acústica. ¿Cómo comprender la fuerza o la debilidad en términos de claridad y oscuridad? (La escritura y la diferencia, Anthropos, 1989, pp. 42-3)

Quienes habitamos la fotología occidental somos, todos, de una u otra manera, fotógrafos. Por eso, en el marco de dicha fotología, quizás no resulte del todo descabellado considerar que la gran brújula de las formaciones culturales sea precisamente la relación con la ceguera, y la ubicación en que predominantemente se coloca a los ciegos y a lo invisible.

Para comprobarlo, sólo hace falta echar un vistazo a nuestro entorno.

bmayer@prodigy.net.mx

Benjamín Mayer Foulkes, "Edipo fotógrafo", Fractal n° 15, octubre-diciembre, 1999, año 4, volumen IV, pp. 49-66.