DEREK WALCOTT

La musa de la historia

La historia es la pesadilla de la que intento despertar.
–James Joyce

 


I

El colonialismo es la experiencia común al Nuevo Mundo, incluso para sus escritores patricios, cuya veneración por el Viejo Mundo se lee como la idolatría del mestizo. Ellos también son víctimas de la tradición, pero nos recuerdan nuestra deuda hacia los grandes muertos, según la cual quienes rompen con una tradición son los primeros en temblar ante ella.

De manera perversa fomentan su desprestigio, pero como su idea del pasado es la de un momento intemporal, si bien habitable, el Nuevo Mundo les debe más que a aquéllos que luchan con el pasado, pues su veneración matiza una arrogancia que resulta más dura que el rechazo violento. Están convencidos de que la tradición se perpetúa cuando la atacamos frontalmente, que la literatura revolucionaria es un impulso filial y que la madurez constituye la asimilación de los rasgos de todos nuestros ancestros.

Cuando estos escritores astutamente se describen a sí mismos como clasicistas y simulan indiferencia al cambio, lo hacen con una ironía que es tan propia de la angustia del conquistado como la furia lo es del radical. Si en un momento nos parecen falsos aristócratas, se debe a que han ido más allá de la confrontación de la historia, esa Medusa del Nuevo Mundo.


Estos escritores rechazan la idea de la historia como tiempo para volver a su concepto original de mito, el llamado parcial de la raza. Para ellos la historia es ficción y está sometida a una musa caprichosa, la memoria. Su filosofía, fundamentada en un desprecio por el tiempo histórico, es de carácter revolucionario, pues lo que recuerdan al Nuevo Mundo es su simultaneidad con el Viejo. Su visión del hombre es la de un ser elemental, habitado por presencias, y no una criatura encadenada a su pasado. Sin embargo, el método mediante el cual se nos enseña el pasado –el progreso desde el motivo al acontecimiento– es el mismo que utilizamos para leer narrativa. Con el tiempo, todo acontecimiento se convierte en una carga más para la memoria y está por lo tanto sujeto a la invención. Cuanto más se multiplican los hechos, más se petrifica la historia en mito. Así, mientras envejecemos como raza, nos vamos gradualmente percatando de que la historia está escrita, de que se trata de una suerte de literatura sin moralidad, que en sus registros el ego de la raza es indisoluble y que todo depende de si escribimos esta ficción a través de la memoria de la víctima o la del héroe.

En el Nuevo Mundo el ser esclavo de la musa de la historia ha dado lugar a una literatura de la recriminación y la desesperación, una literatura de la venganza, escrita por los descendientes de los esclavos, o una literatura del remordimiento, escrita por los descendientes de los amos. Dado que dicha literatura está al servicio de la verdad histórica, tiende a refugiarse, intimidada, en la polémica o a evaporarse en el pathos. La estética verdaderamente robusta del Nuevo Mundo no explica ni perdona a la historia. Se niega a reconocerla como una fuerza creadora o culpable. Esta vergüenza o temor reverente ante la historia se apodera de los poetas del Tercer Mundo, quienes ven en el lenguaje algo que los esclaviza, y quienes, en su furiosa sed de identidad, sólo sienten respeto por la incoherencia o la nostalgia.

II

Los grandes poetas del Nuevo Mundo, desde Whitman hasta Neruda, rechazan esta idea de la historia. La visión que tienen del hombre en el Nuevo Mundo es adánica. En su exuberancia, estos poetas lo presentan como un ser aún susceptible de inmenso asombro. Sin embargo, nuestro hombre ya ha saldado cuentas con Grecia y Roma, y camina en un mundo desprovisto de monumentos y de ruinas. Lo exhortan a resistir el temible imán de civilizaciones más antiguas. Hasta en Borges, donde el genio se antoja sigiloso, a resguardo del cambio, el hombre celebra una exaltación a un tiempo vulgar y abrupta: la vida de los llanos, a la que, mediante un estilo hierático, se le otorga un arcaísmo perentorio. La violencia se experimenta de manera simultánea con la historia. Así, la muerte de un gaucho no sólo repite sino que es la muerte de César. El hecho se diluye en mito. Aquí no se trata del hastiado cinismo que no ve nada nuevo bajo el sol: es una exaltación que todo lo percibe como renovado. Al igual que Borges, el poeta Saint-John Perse también nos conduce desde la mitología del pasado hasta el presente sin el más mínimo reacomodo. Esta es la expresión más profunda del espíritu revolucionario: es un llamado al espíritu a las armas. En Perse se despliega en toda su amplitud el elogio elemental a los vientos, los mares, las lluvias. La visión revolucionaria o cíclica se encuentra tan profundamente enraizada como la sintaxis patricia. Lo que Perse glorifica no es la veneración sino la perenne libertad: su héroe sigue siendo el vagabundo; el hombre que se mueve por entre las ruinas de grandes civilizaciones con todos sus bienes mundanos cargados sobre caravanas o mulas; el poeta que transporta en su cabeza culturas enteras, tal vez tocado por la amargura, pero él mismo desembarazado. Los suyos son poemas de solitarias o tumul-tuosas migraciones a través de los elementos. En espíritu son semejantes a los poemas de Neruda o Whitman, en tanto que también buscan espacios en los que la celebración de la tierra sea algo ancestral.

III

Los poetas del Nuevo Mundo que ven el "estilo clásico" como estancamiento, deben asimismo verlo como degradación histórica, y lo rechazan, pues encarna el lenguaje del amo. Esta forma de autotortura surge cuando el poeta interpreta la historia en términos de lenguaje, cuando limita su memoria al sufrimiento de la víctima. Su admirable deseo de honrar al degradado ancestro reduce su lenguaje a una punzada fonética, al quejido de dolor, a la maldición de la venganza. El tono del pasado se convierte en un fardo insoportable, ya que para injuriar al amo o al héroe deben hacerlo en el idioma de éste, y esto supone un autoengaño. La visión que tienen de Calibán es la de un pupilo enfurecido. Les es imposible separar la furia de Calibán de la belleza de su forma de hablar cuando los parlamentos de Calibán son equiparables en poder elemental a los de su tutor. El lenguaje del torturador ha sido dominado por la víctima. Lo cual consideran antes una forma de servidumbre que una victoria. ¿Pero quién en el Nuevo Mundo no siente horror al pasado, ya sea descendiente del torturador o de la víctima?

Composición azul, Sergio Hernández

¿Quién, en lo más recóndito de la conciencia, no clama en silencio por el perdón o la venganza? El pulso de la historia del Nuevo Mundo es el desbocado latido del miedo, los extenuantes ciclos de la estupidez y la avaricia. Las lenguas que asoman por encima de nuestras oraciones expresan el dolor de razas enteras a la oscuridad de un dios maniqueo: Dominus illuminatio mea, pues lo que fue traído a este Nuevo Mundo bajo el aspecto de una luz divina, la luz de la hoja de la espada y la del dominus illuminatio mea, era la misma iridiscente serpiente traída por un Adán contaminante, el mismo torturado Cristo exhibido con cristiano agotamiento; pero lo que también transportó el esclavo en sus entrañas ensemilladas fue una nueva nada, una oscuridad que sirvió para hacer más intensa la antigua fe.

Con el tiempo el esclavo se rindió a la desmemoria. Y esta desmemoria es la verdadera historia del Nuevo Mundo. Es también nuestra herencia; pero tratar de entender por qué sucedieron las cosas así, condenarlas o justificarlas, pertenece también al método de la historia, y las explicaciones se reducen siempre a lo mismo: "tal cosa sucedió por esto y esto otro", "esto es comprensible, pues...", y "en esos días los hombres eran así". Intercambiadas tales recriminaciones, el arrepentimiento del amo toma el lugar de la venganza del esclavo, y aquí la literatura colonial asume un tono fundamentalmente pietista, ya que puede tachar al arte verdaderamente grande de feudal y excusar a un arte pobre como digno fruto del sufrimiento.

A los poetas radicales la poesía se les antoja una suerte de homenaje a la resignación, un fatalismo esencial. Pero lo que atormenta a los grandes poetas no es tanto la presión del pasado sino el peso del presente:

hay tantos muertos,
y tantos malecones que el sol rojo partía,
y tantas cabezas que golpean los buques,
y tantas manos que han encerrado besos,
y tantas cosas que quiero olvidar.

PABLO NERUDA

En los poetas el sentimiento de la historia se trenza con toda su crudeza a lo largo de sus nervios:

Tierra mía sin nombre, sin América,
estambre equinoccial, lanza de púrpura,
tu aroma me trepó por las raíces
hasta la copa en que bebía, hasta la más delgada
palabra aún no nacida de mi boca.

–PABLO NERUDA

Es este pasmo ante lo numinoso, este privilegio elemental de poder nombrar al Nuevo Mundo, lo que en nuestros grandes poetas aniquila la historia, una exaltación común a todos ellos, ya sea que provengan del linaje de Crusoe y Próspero, o del de Viernes y Calibán. Rechazan el linaje étnico en favor de una fe en el hombre elemental. La visión, la "panorámica democrática", no es metafórica, sino una necesidad social. Una filosofía política enraizada en un sentimiento de exaltación tendría que aceptar la creencia en un segundo Adán, la re-creación del orden entero, desde la religión hasta el ritual doméstico más sencillo. El mito del buen salvaje no reviviría, pues éste nunca ha emanado del salvaje sino que ha sido siempre la nostalgia del Viejo Mundo, su anhelo de inocencia. La gran poesía del Nuevo Mundo no tiene esas pretensiones de inocencia: su visión no es ingenua. Antes bien, su sabor, al igual que sus frutos, es una mezcla de lo ácido y lo dulce, las manzanas de su segundo Edén tienen el acidulado picor de la experiencia. En esa poesía hay una memoria amarga, y es esta amargura la que más tarda en secarse en la lengua. Lo agridulce es precisamente lo que la dota de energía. Las doradas manzanas de este sol están inyectadas de ácido. El sabor de Neruda es cítrico, la Pomme de Cythère de Aimé Césaire es irritante, Perse tiene el regusto de la fruta salada de la orilla del mar, la uvera, el fatpoke, o la almendra de mar. Para nosotros, habitantes del archipiélago, la memoria tribal está salada con la amarga memoria de la migración.

Para los sobrevivientes, para todas las tribus diezmadas del Nuevo Mundo que no sufrieron la extinción, su degradado arribo debería parecerles el principio, y no la conclusión, de nuestra historia. Los naufragios de Crusoe y de la tripulación de La tempestad señalan el fin de un Viejo Mundo. Poco debía importarle al Nuevo Mundo que el Viejo de nuevo se aprestara a volarse a sí mismo en pedazos, pues la obsesión por el progreso no está en la psique de los recién esclavizados. He ahí el amargo secreto de la manzana. La visión del progreso es la locura racional de la historia vista como tiempo secuencial, de un futuro sujeto a dominación. El conjunto de sus imágenes es absurdo. En los libros de historia, el descubridor coloca su bandeja de alimentos sobre la arena virgen, se arrodilla, y el salvaje hace lo mismo desde sus matorrales, presa de temor reverente. Son imágenes que han quedado estampadas en la memoria colonial; que la huella del pie de Crusoe o la impresión de la rodilla de Colón santificaron al mundo no son más que herejías. Semejantes imágenes blasfemas tienden a borrarse, como cómicos jeroglíficos del progreso. Y si la idea de lo Nuevo y lo Viejo se torna cada vez más absurda, ¿qué cosa debe sucederle a nuestra idea del tiempo, qué otra cosa podría sucederle a la historia misma, sino el que ella misma se esté volviendo absurda? No se trata de existencialismo. El hombre adánico, elemental, no puede ser existencial. Su primer impulso no es la autocomplacencia sino el pasmo, y el existencialismo es simplemente el mito del buen salvaje convertido al barroco. Las filosofías libertarias de este signo tienen su cuna en las ciudades. El existencialismo es lo mismo la nostalgia en el sofisticado primitivismo de Rousseau, como la enfermiza recurrencia en el pensamiento francés de la isla de Citera, ya se trate de la imaginería tuberculosa y febril de Watteau o la fiebre, vuelta delirio, de Rimbaud o Baudelaire. Los poetas del "Nuevo Egeo", de las Islas de los Bienaventurados, las Islas Afortunadas, las remotas Bermudas, la isla de Próspero, la Juan Fernández de Crusoe, o la de Citera; los poetas de todas esas rocas con nombres como cuentas de capilla saben que es aquí donde naufraga la vieja visión del Paraíso.

Pido una canción donde pueda estrellarse el arco iris,
donde pueda posarse el chorlito en playas olvidadas,
Pido esa liana que crece en las palmeras
(su obstinado futuro sobre el tronco del presente)
Pido el conquistador de armadura ya sin sello
tendiéndose a lo largo en una muerte de flores
/perfumadas
Y la espuma que incensa una espada que se herrumbra
en la pura luz azul de lentos cactus feroces

ÐAIM? CESAIRE

Pero para la mayoría de los escritores del archipiélago que sólo contemplan el naufragio, el Nuevo Mundo no ofrece exaltación sino cinismo, una desesperación ante los vicios que sienten que han de repetirse. Su malestar es una nostalgia oceánica por la más antigua cultura y una melancolía por la nueva, y este sentimiento puede llegar a ser tan profundo que desemboque en abierto rechazo del paisaje virgen, en una sed de ruinas. A los ojos de estos escritores, la muerte de las civilizaciones es arquitectónica, no espiritual; sembradas en su memoria están las imágenes de parras que ascienden por columnas quebradas, de terrazas muertas, de Europa como museo nutricio. Creen en la responsabilidad de la tradición, pero lo que los subyuga no es tanto la tradición, que está alerta, viva, y que es simultánea, sino la historia, y lo mismo puede decirse de los nuevos panegiristas del áfrica. Para estos últimos la peor pérdida es la de los antiguos dioses, el temor de que el culto haya esclavizado el progreso. Así, el humanismo de la política toma el lugar de la religión. Ven a estos dioses como parte del proceso de la historia, sujetos como la tribu misma a ciclos de realización y desesperación. Como el concepto de Dios en el Viejo Mundo es antropomórfico, el esclavo del Nuevo Mundo se vio forzado a rehacerse a Su imagen, a pesar de frases tales como "Dios es la luz, y en Él no hay oscuridad", y en este punto de intersección de una y otra fe, el poeta y el sacerdote esclavizados depusieron su poder. Pero la tribu sujeta aprendió a fortalecerse por medio de una astuta asimilación de la religión del Viejo Mundo. Lo que parecía rendición era una redención. Lo que parecía la pérdida de la tradición era su renovación. Lo que parecía la muerte de la fe era su renacimiento.

IV

Eliot habla de la cultura de un pueblo como la encarnación de su religión. Si esto es cierto, en el Nuevo Mundo debemos preguntarnos, en este orden: 1) si la religión que se le enseñó al esclavo negro fue asimilada como fe, 2) si dicha asimilación la ha alterado, y 3) si, de haber sido totalmente asimilada, o asimilada y alterada a la vez, es ahora necesario rechazarla. Dicho de otra manera, ¿puede existir una cultura africana –si excluimos el plano de la polémica artística y política– independientemente de una religión africana? De ser así, ¿de qué religión africana se trata?

El espectáculo que ofrecen los talentos mediocres cuando erigen antiguos tótems resulta más vergonzoso que la fe del converso del que se mofan, pero el resplandor de una religión literaria es de corta duración, pues la fe requiere más que de estilo. Llegado a esta etapa, el poeta polémico, al igual que el político, querrá producir una obra épica, convocar la grandeza del pasado, no como mito sino como historia, y profetizar en el sentido en que la arquitectura fascista puede ser vista como profética. Y sin embargo, mientras más ambicioso el celo, más difuso y forzado se vuelve, más tenazmente echa raíces en la investigación, hasta que la imaginación cede a la glorificación de la historia, el oído queda esclavizado: los glorificadores del tom-tom sordos al dínamo. Estos poetas épicos crean un pasado artificial, una cosmología difunta sin la fe tribal.

Lo que queda en el archipiélago es la fragmentación en facciones cismáticas, la cosmología privada del predicador ambulante. En estas islas todos los días florean las aceras con tales víctimas –mentes desfiguradas en su intento de comprender ambos mundos si no crean para sí un paraíso celestial del que sean el centro. Como los profetas del camino, el poeta "épico" de las islas vuelve su mirada a la antropología, a un catálogo de dioses olvidados, a un basural de fragmentos, artefactos y frases incompletas de un lenguaje muerto. Éstos se entregan a una recolección masoquista. El poeta de talante épico recorre con la mirada estas islas y no encuentra ruinas, y puesto que toda épica se funda en la visible presencia de las ruinas, mordido por el viento o por el mar, el poeta celebra lo poco que encuentra, la oxidada rueda para esclavos del ingenio azucarero, un cañón, cadenas, el ánfora sarrosa de los degolladores, toda la parafernalia de la degradación y la crueldad que exhibimos a modo de historia, no como masoquismo, como si los hornos de Auschwitz o Hiroshima fueran los templos de la raza. El inevitable resultado es la morbidez, y ese será el tono de cualquier literatura que respete una historia tal y que funde su verdad en la vergüenza o la venganza.

Y sin embargo es ahí donde tiene su origen la poesía épica de la tribu, en su identificación con el sufrimiento hebraico, la migración, la esperanza de una liberación de las ataduras. Pero con esta diferencia –el pasaje por nuestro Mar Rojo no era el de la esclavitud a la libertad, sino lo opuesto: las tribus llegaron a su Nueva Canaán encadenados. Hay en mucha de nuestra literatura este sentimiento residual, el lamento en aguas extrañas por un hogar perdido. La tenue búsqueda de un Moisés aún sobrevive en nuestra política. El concepto épico se comprimió en la canción popular; el anhelo de la masa, en chantre y coro, copla y refrán. Los poemas de los movimientos de restauración religiosa obtienen su fuerza del tono autohipnótico de sus responsos, de la monodia interminable como la esperanza tribal.

Conozco la salida de la luna, la salida de los astros,
Renuncia ya a tu cuerpo,
Iré con mi Señor cuando caiga la tarde,
Renuncia ya a tu cuerpo.

Pero esta monodia no es sólo de resignación, sino también marcial:

Josué peleó la batalla de Jericó,
Jericó, Jericó,
Josué peleó la batalla de Jericó,
Y los muros se vienen abajo.

El poema épico no es un proyecto literario. Ya está escrito: estaba escrito en las bocas de la tribu, una tribu que valerosamente había renunciado a su historia.

V

Mientras que las épicas de esclavitud y liberación del Viejo Testamento le proporcionaban al esclavo un paralelo político, la ética de la cristiandad atemperó los sentimientos vengativos de éste, haciendo al parecer más honda su pasividad. Para los amos no se trataba de un mundo nuevo, sino de una extensión del viejo. La visión del amo de un Paraíso terrestre le estaba vedada, y la recompensa ofrecida en nombre del sufrimiento cristiano vendría después de su muerte. Todo esto lo sabemos, pero lo relevante es el celo con que el esclavo abrazó tanto lo cristiano como lo hebraico, miró con ojos resignados la muerte de su panteón y, sin embargo, deliberadamente comenzó a investir su moribunda fe de convicción política. Los historiadores no logran hacer una crónica de esto, se limitan a levantar las estadísticas de la conversión. No hay un momento de conversión tribal en masa equiparable al de la luz que tiró del caballo a Saúl; por el contrario, aquéllo en que se nos pidió creer era una lenta, pesada queja de rendición, la inmensa y laboriosa conversión de los derrotados en buenos negros, o verdaderos cristianos, y por supuesto que canciones como ésta parecen la más despreciable expresión de los vencidos:

Voy a dejar mi espada y mi escudo,
A la orilla del río, a la orilla del río...
Ya no voy a aprender más de guerra,
Aprender más de guerra...

¿Cómo enseñar esto a manera de historia? ¿No son ésas palabras de los que han sido completamente vencidos, de los derrotados? ¿No se trata aquí de la perfidia cristiana, seductora de la venganza, la que movió a las tribus exhaustas a traicionar a sus dioses? Una nueva generación mira este tipo de conversión con desprecio, pues ¿dónde están las canciones de victoria, el desafío del guerrero capturado, dónde los nostálgicos cantos de batalla y las canciones de tiempo de cosecha, la siembra de la gran pastoral africana? Esta generación ve en la poesía épica de la canción de labor y en los tempranos blues tan sólo autodesprecio e inercia, pero la verdad, la profunda verdad es que, maniatado y humillado en cuerpo como lo estaba el esclavo, había en él, más allá de una simple fortaleza, una nota de agresión, y lo que una generación posterior juzga como derrotismo es en realidad la voluntad de una victoria del espíritu, pues tanto el guerrero cautivo como el poeta tribal eligieron el mismo campo de batalla propuesto por el agresor, el alma:

Guerrero soy, allá en el campo,
Y puedo cantar y gritar,
Y decir a los cuatro vientos que Jesús murió por mí,
Cuando me llegue allá al feliz paraíso,
Cuando me llegue al campo.

Lo que había sido robado al ladrón fue su Dios, pues el africano sometido había llegado al Nuevo Mundo cuando aún guardaba una elemental intimidad con la naturaleza y mostraba un terror más profundo a la blasfemia que el cristiano cansado e hipócrita. Bien pronto comprendió los rituales cristianos en torno de un redentor al que se había azotado, torturado y dado muerte, aunque tal vez haya retrocedido ante la idea de dividir y comer de su carne, pues en las culturas originales los dioses vencen unos sobre otros como guerreros, y para los guerreros no hay conversión posible en la derrota. Hay muchos ejemplos de este tipo. En la historia del archipiélago, la verdadera historia reside en la conversión de la tribu, y es éste el tema que nos concierne. Volvemos a lo que dijo Eliot –que una cultura no puede existir sin una religión–, y a otras cosas dichas que irradian esta idea –que la poesía épica no puede existir sin una religión. Aquí está el origen de la poesía del Nuevo Mundo. Y el lenguaje que usa es, al igual que la religión, el mismo del con-quistador de Dios. Pero el esclavo ya se había apropiado del Dios de sus amos.

En la poesía elemental de la tribu la experiencia épica de la raza se condensa en metáfora. En una tradición oral el modo es simple: el responso es de final abierto, de manera que cada nuevo poeta añade sus propias líneas a la forma, en un proceso muy similar al del tejido o el baile, que se basan en el concepto de la historia de la tribu como algo interminable. No hay una caída mortal, ninguna signatura egoísta de efecto; en pocas palabras, no hay pathos. El blues no es pathos, no lo es la voz individual; se trata de un modo tribal, y cada nuevo poeta oral aporta su propio dístico. En el origen está la idea de que la tribu, habituada a la desesperación, también habrá de sobrevivir: no hay principio, pero tampoco un fin. El nuevo poeta entra en un flujo y se retira, así como el tejedor prosigue el patrón, de mano en mano y de boca en boca, como el convicto picapedrero pasa su mazo a otro:

Muchos días de pesar, muchas noches de aflicción,
Muchos días de pesar, muchas noches de aflicción,
Y una bola con cadena, a donde quiera que voy.

No historia, sino flujo, y como único sustento, el mito:

Moisés vivió hasta que se hizo viejo,
¿Y dónde estaré yo?

La diferencia estriba en la intensidad de la celebración. El ritmo pietista del misionero se ve espoleado hasta un frenesí marcial que el esclavo adapta a un modo tribal de acentos triunfales. Muy bien –habrán pensado el misionero y el mercader–, una vez que los tengamos bailando y aplaudiendo, reinará la paz, pero lo cierto es que el Dios de ambos –mercader y misionero– estaba siéndoles arrebatado por una fuerza sumergida que emergía durante las reuniones rituales, donde el ritmo subconsciente salía a la superficie y se apoderaba de uno, y donde de hecho el Dios hebraico-europeo cambiaba de color, pues los nombres de las deidades secundarias no importaban, Santa Úrsula o Saint Urzulie –el panteón católico se adaptó sin mayor resistencia al panteísmo africano. Los misterios católicos se adaptaron sin mayor resistencia al chamanismo africano. Pero no todos aceptaron al Dios del hombre blanco. Como preámbulo a la revolución haitiana, Boukman invocaba a Damballa en el Bois Cayman. Sacrificios de sangre, iniciaciones gue-rreras, torturas, fugas, revueltas, incluso la desesperación de los esclavos que perdieron la razón y comían tierra, éstos son los hechos históricos, pero lo que finalmente resulta importante es que la raza o las tribus fueron convertidas, se hicieron cristianas. Sin embargo, ninguna raza es convertida contra su voluntad. El amo del esclavo se encontraba ahora ante una imponente maleabilidad. El esclavo se convertía a sí mismo, cambiaba de armas, de armas espirituales, y al adaptar la religión de su amo, también adaptó su lenguaje, y es aquí donde empieza lo que sería nuestra tradición poética. Comenzaba un nuevo modo de nombrar las cosas.

La épica se condensó en la leyenda popular. El acto de la imaginación era el empeño creador de la tribu. Más adelante serán escritas esas leyendas por poetas individuales. Sus inicios son orales, familiares, la poesía de la lumbre que ilumina los rostros de una jerarquía compacta y primaria. Pero hasta la literatura oral se abre paso hacia el jeroglífico y el alfabeto. Aun hoy, en un gran número de islas, el poeta antillano se enfrenta a una lengua que escucha y que no logra poner por escrito, pues no existen símbolos para semejante lengua. Mientras más logra acercar mano y palabra a las minuciosas inflexiones del lenguaje interior y a las más sutiles precisiones de su oído, más caóticos aparecerán los símbolos en la página; cuanto más diminuto el dialecto regional, más excéntrica será la representación que haga de él, de modo que la función del poeta sigue siendo la de siempre: filtra y purifica, sin perder el tono y la fuerza del lenguaje común mientras echa mano de los jeroglíficos, los símbolos o el alfabeto del oficial. Ahora bien, dos de los más grandes poetas de este archipiélago provienen de islas de habla francesa patuá: Saint-John Perse, nacido y criado hasta bien entrada la adolescencia en la Guadalupe, y Aimé Césaire, de Martinica. Los dos comparten la experiencia colonial del lenguaje, el primero por privilegio, el segundo por privación. Por ahora no importa que uno sea blanco y el otro negro. Ambos son franceses, son poetas que escriben en francés. Bien, para empezar, es el lenguaje de Césaire el que resulta más abstruso, más surrealista, mientras que el francés de Perse es clásico. Aunque Césaire no escribió su gran poema, Cahier d’un retour au pays natal, en dialecto, es necesario que nos detengamos en su tono. Con toda la complejidad de su surrealismo, sus palabras a veces inventadas, para un oído familiarizado con el patuá francés, suena como un poema escrito tonalmente en criollo. Aspereza e impaciencia constituyen sus propiedades tonales, pero el lenguaje de Césaire en este gran poema revolucionario, o mejor, este poema en parte apropiado por los revolucionarios, no es proletario. El tono de Perse es asimismo majestuoso, inaugura un camino de conquista inevitable que, en su avance, establece sus posesiones; y al lector que intenta prestar oído puro al lenguaje de cualquiera de estos poetas, sin prejuicio, sin ser atendido por el susurro subliminal de la historia, le parecerá que por lo menos una cosa guardan en común: autoridad. Su dicción presenta otras similitudes, como, por ejemplo, la forma. En el Cahier d’un retour au pays natal, así como en los poemas en prosa de Saint-John Perse, desde los Elogios antillanos hasta Crónica, y más allá, se advierte un estricto armazón sinónimo compartido con la tradición de la lengua metropolitana, y que ambos debieron considerar como una herencia, a pesar de sus diferencias raciales y sociales, a pesar de la distancia que separaba a Perse del dialecto de los sirvientes y los pescadores, y a pesar de la fidelidad de Césaire a dicho dialecto. Las fuentes de esta dicción son al mismo tiempo antiguas y contemporáneas: la Biblia y la oda tribal tanto como la poesía francesa surrealista, los himnos proletarios de Whitman, y las leyendas orales o escritas de otras civilizaciones: el Mediterráneo y el oriente, en el caso de Perse; el Mediterráneo hebraico y el África, en el de Césaire. En cuanto a estructura visual, la poesía de ambos comparte la simetría de la oda en prosa, así como el que parezca ser traducción de una épica más antigua que confiere a los poemas un aire legendario. Tenemos aquí a dos colonos, o mejor aún, dos poetas cuya percepción formativa, cuya aprehensión de los mundos visibles de sus muy distintas infancias, se espiritualizaron en su jubiloso contacto con la lengua metropolitana. Dos poetas cuyas muy diferentes visiones del mundo dieron lugar a indiscutibles obras maestras, las cuales –y he aquí lo importante– no violentaban al lenguaje mismo; antes bien, lo perpetuaban en su grandeza gracias a dos modalidades opuestas de la fe: Perse, mediante la profecía y la nostalgia, Césaire, mediante la nostalgia y la polémica. Y sin embargo, como traductor, preferiría antes buscar un equivalente en inglés para Perse que para Césaire, por la sencilla razón de que Perse es acaso más simple, pues ahí donde su lenguaje se complica en los vocabularios de la arqueología, la biología marina, la botánica, etcétera, la lengua de Césaire se desliza al ras de las sutilezas del surrealismo moderno. Aun así, como antillano, me siento más próximo al tono de Césaire.

No sé hasta qué grado un poeta esté en deuda con el otro, pero cualquiera que sea la verdad bibliográfica uno percibe no un intercambio de influencias, no la imitación, sino el empuje oceánico de la lengua metropolitana, de su imperio si se quiere, el cual transporta a un mismo tiempo –alimentándose de tributarios coloniales tan poderosos– a poetas de una visión del mundo tan distinta como Rimabaud, Char, Claudel, Perse y Césaire. Es el lenguaje del imperio, y los poetas son, no sus vasallos, sino sus príncipes. Seguimos catalogando a estos poetas mediante un procedimiento equivocado, es decir, la historia. Seguimos jugueteando con las evidentes limitaciones del dialecto por patriotería, pero el gran poema de Césaire no pudo haber sido escrito en francés criollo porque no hay palabras para algunos de sus conceptos; faltan sustantivos para sus objetos, y aunque por un golpe de suerte llegaran a encontrarse, éstos difícilmente podrían ser expresados de manera visual sin los esfuerzos de un filólogo delirante. Ambos poetas manipulan una suprema retórica visionaria que bien puede traducirse al inglés. A veces suenan idénticos:

1. La estrecha senda del oleaje en la emborronadura de las fábulas...

–CÉSAIRE

2. Errante, ¿qué sabíamos del lecho de los abuelos, por más
blasones
que ostentase en su atabanada madera de las Islas?...
No
había nombre para nosotros en el viejo gong de bronce de la antigua morada. No había nombre para nosotros en el oratorio de nuestras
madres
(madera de jacarandá o de azombogo), ni en la móvil
antena de oro en la frente de las guardianas de color.
No estábamos en la madera de violero de la cítara o del
arpa; ni...

–PERSE

3. Pido una canción donde pueda estrellarse el arco iris,
donde pueda posarse el chorlito en playas olvidadas,
Pido esa liana que crece en las palmeras
(su obstinado futuro sobre el tronco del presente)
Pido el conquistador de armadura ya sin sello
tendiéndose a lo largo en una muerte de flores perfumadas
Y la espuma que incensa una espada que se herrumbra
en la pura luz azul de lentos cactus feroces

–CÉSAIRE

4. Señor de los tres caminos ante ti está un hombre que
ha andado mucho.
Señor de los tres caminos ante ti está un hombre que
ha andado mucho sobre sus manos que ha andado sobre
sus pies que ha andado sobre su panza que ha andado
sobre sus nalgas
Desde Elam. Desde Akkad. Desde Súmer.
Señor de los tres caminos ante ti está un hombre que
ha cargado mucho.
De verdad, amigos, he venido cargado desde Elam, desde Akkad, desde Súmer.

–CÉSAIRE

Perse y Césaire, hombres de ascendencia mutuamente desafiante, opuestos raciales, para utilizar el lenguaje de la política, patricio y conservador el primero, proletario y revolucionario el segundo, el clásico y el romántico, Próspero y Calibán: contrarios que fácilmente se equilibran, pero lo hacen sobre el eje de una sensibilidad compartida, y esta sensibilidad, con o sin la presencia de una tradición manifiesta, es la que se despierta al andar el camino que conduce a un Nuevo Mundo. Perse descubre en éste los vestigios del Viejo, vestigios de orden y jerarquía, en tanto que Césaire ve en él la evidencia de pasadas humillaciones y la necesidad de un orden nuevo, pero más profunda todavía es la verdad de que ambos poetas perciben este nuevo mundo a través del misterio. Su lenguaje nos tienta a la cita interminable: hay momentos en que uno escucha ambas voces simultáneamente, hasta que el tono es el de una sola voz para estos dos hombres diferentes. Si pensamos en uno como el marginado y en el otro como el privilegiado cuando leemos sus alocuciones al Nuevo Mundo, si debemos ver a uno como negro y a otro como blanco, no sólo dividimos, mediante procedimientos sociológicos, dicha sensibilidad, sino que negamos la amplitud de voz de cualquiera de estos poetas, y al mismo tiempo el poder de la compasión y el poder de la ira. No se trata de adelantar una tesis a favor de la asimilación y la reducción de los hombres a una común simplicidad: nos atraen, abiertamente, sus diferencias, pero lo que más nos asombra en ambos poetas es su exaltación, su portentosa exaltación en el seno de la posibilidad. Y no es que hablemos de una posible sociedad ideal; ésta sólo se encuentra en la obra tardía de Perse –una sociedad inaccesible a fuerza de su magnificencia. Hablamos, antes bien, de esa embriaguez de presencias que se percibe en Elogios y en Para celebrar una infancia, de la posibilidad del individuo caribeño, ya sea de linaje africano, europeo o asiático: esa enorme mañana de su posibilidad que delicadamente se entreabre, su cuerpo tocado por el rocío, sus nervios a tal grado afinados a la sensación que parecieran los de la mimosa; su memoria, ya de la grandeza o del sufrimiento, gradualmente borrándose al golpeteo recurrente de la llovizna que lava las incisiones ancestrales o tribales del cráneo coralino; la posibilidad de un hombre y su lenguaje despertando aquí al asombro. Así como el lenguaje de Perse al final se vuelve más trabajado y artificial, así también la retórica tardía de Aimé Césaire se encamina hacia la heráldica; pero las primeras magnas obras de ambos se ofrecen al lector tan profundamente enraizadas y dóciles como la vid.

Pero estos poemas están en francés. El hecho de que ahora hayan comenzado a establecer su influencia sobre la poesía en inglés del archipiélago es significativo, pues se trata de obras poderosas, y todo poder atrae hacia sí, pero su retórica resbala de las manos de nuestros poetas "revolucionarios" menores, quienes apuntan a la grandiosidad sin el lenguaje necesario para crearla, pues estos imitadores ven estos dos poemas a través de la historia, o a través de la sociología. Se sienten seducidos por sus temas. Esto ha dado lugar a las actuales nidadas de flacos, quejumbrosos pichones que hurtan trozos de Césaire para sus propios nidos, al tiempo que condenan a Perse de ser un animal distinto, un poeta blanco. Tales convulsiones de mala poesía aparecen cuando la sociedad pide cambio a gritos.

Puesto que solemos pensar en la tradición como historia, un grupo de anatomistas afirma que esta tradición es enteramente africana y que sus respuestas se ven alteradas por la nostalgia de una raza, pero este grupo debe admitir la misma ficción en el caso de los asiáticos y los mediterráneos; así, las desoladas terrazas de la memoria épica de Perse serán tan antillanas para los descendientes del Medio Oriente que viven entre nosotros, como los reinos de la costa de Guinea lo son para Césaire o la poesía china lo es para el tendero chino. Si nos es lícito hacer un poco de psicología, dividir, rastrear sin más los orígenes de esas degeneraciones, entonces debemos aceptar también el milagro de posibilidad que cada poeta aporta. La sensibilidad caribeña no está marinada en el pasado, ni padece agotamiento. Es nueva. Pero lo nuevo radica en su complejidad y no en sus simplezas históricamente explicadas. Sus rasgos de melancolía son los residuos químicos de la sangre que permanecen al cabo de la convalecencia del esclavo y del trabajador. Habrá de sobrevivir a la malaria de la nostalgia y al delirio de la venganza así como logró sobrevivir a su propio autodesprecio.

Así, mientras que muchos críticos de la poesía contemporánea de la sociedad de naciones rechazan la imitación, base de la tradición, en busca de la originalidad, falsa base de la innovación, acaban por adoptar la vieja actitud paternalista de la política contemporánea, pues su exigencia de naturalidad, novedad, originalidad o verdad está nuevamente fundada sobre ideas preconcebidas acerca del comportamiento; proyectan reflejos tan anticipados como la exuberancia, la espontaneidad y el refrescante dialecto de la tribu. Cierto tipo de actitudes son de rigor, incluyendo la incoherencia tan en boga de la ira revolucionaria; cumplidas éstas, y el mundo está otra vez tranquilo: el crítico masoquista por el obligado ataque a sus "valores", el poeta masoquista por el gesto aprobatorio de su víctima. Es difícil al principio distinguir las posturas juglarescas de las verdades privadas, pero su familiaridad pronto establece las viejas fórmulas del entretenimiento. La ira del negro es, en el fondo, entretenimiento o representación teatral si de la ira crea una estética, y esta "naturalidad" no es en ningún modo diferente del legendario júbilo o la espontánea risa del juglar. Sigue siendo club-nocturno y cabaret, pirofagia profesional y danza sobre botellas rotas. El crítico-turista sólo puede contener el aliento ante tales desplantes de naturalidad. En verdad no querría probarlos por sí mismo. Y así volvemos a la mujer predicadora del Dr. Johnson.

El entusiasmo que el liberal muestra ante el habla de los barrios bajos resulta bastante despreciable para el poeta, pues la buena voluntad del crítico liberal sólo sirve para perpetuar las condiciones sociológicas de dicha habla, a pesar de tener el recurso a la ira. Lo que una vez más predica, aunque ahora por medio de la crítica, es el viejo argumento de la igualdad en la separación. Los negros son diferentes: aquí el pathos radica en que a la mayoría de los negros se les ha hecho creer esto, la tragedia implícita de la proclamación de su diferencia. Las teorías chocan, ya que el radical busca nivelar el rango del desposeído con el del privilegiado, mientras que el liberal y sus inconscientes cómplices –los poetas del pobre y de la "retórica revolucionaria"– temen perder "lo suyo" si permiten que el pensamiento y la educación se amplíen mediante beneficios materialistas. A menudo es el mismo poeta culto y privilegiado quien encubre su educación y sus privilegios tras el falso exotismo de la pobreza y lo bucólico. Escriben de un modo y hablan de otro. Antes fue la traición de los clérigos, ahora tenemos la traición de los intelectuales.

La degradación de la técnica, cuando ésta permanece abierta como pregunta, se oculta en la originalidad. La mala poesía escrita por negros es preferible a la buena poesía escrita por blancos, ya que, dicen los revolucionarios, no es posible aplicar los mismos criterios. Esto se ve como orgullo, lo opuesto de la inferioridad. Asimismo, es posible aislar, de entre el proceder estilístico general de este escritor, esa ingenuidad beligerante o el júbilo ilimitado que caracterizan a la literatura pubescente; una literatura que de manera inconsciente acepta su condición susceptible de elogio o corrección; que tal vez llegue a resistirse –aunque también a insinuarse por medio de la resistencia– a los correctivos de un "superior" o por lo menos de una disciplina o tradición más añeja. Es defectuosa en tanto que también ve la historia como una escalera al logro, pero comporta una energía competitiva que, o a menudo fracasa por agotamiento, o deslumbra por su prolijidad. Es maniaca, es inferior, pero está segura de la ruta que toma y de los obstáculos que enfrenta. Atrae a semejantes. De modo que, por pureza, por un afro-arianismo negro puro, sólo es válido un negro inmaculado, y lo antillano es una mancha, mientras que otras razas lo adulteran. Los extremistas, los puristas, están comenzando a ejercitarse en tales infecciones, por lo cual un escritor de sangre "mixta", es decir "degradada", no puede ser más fuerte que un liberal. Esto dará lugar al desarrollo de un rico individualismo que pasa por el tamiz de una amargura más honda; intensificará el egocentrismo y el aislamiento, ya que los valores de estos escritores y poetas son más complejos. Parecerán más imperialistas, nostálgicos y al margen del ímpetu del proletariado antillano, pues no pueden en realidad simplificar las intricaciones y el pensamiento de la raza. Se volverán ermitaños o especies solitarias, híbridos cada vez más exóticos, puentes rotos entre dos linajes, Europa y el Tercer Mundo de África y Asia. En otras palabras, se convertirán en islas. Y por este aislamiento su destino crónico será el de parecer inaccesibles, irrelevantes, remotos. La maquinaria del radicalismo, que convierte en héroes culturales a escritores más violentos y que hace de la inmediatez una virtud, los pasará por alto. Están condenados a no rebasar la edad de los cuarenta.

Y todo esto ha sido consecuencia, en el fondo, de un rechazo del lenguaje. El nuevo culto a la incoherencia, a la repetición obsesiva, glorifica al aprendiz y atrofia asimismo a la juventud, a quienes se precave contra la asimilación. Es como si el instinto del negro siguiera siendo la fuga, la fuga hacia el laberinto, la fuga hacia una suerte de olvido muy particular ajeno a las banalidades de la pobreza y al peso de un nuevo imperialismo industrial: el de las "estructuras de poder" en ausencia que controlan la economía del archipiélago. Que siempre habrá erupciones de desafío es en sí casi una irrelevancia, pues el motor de tales estallidos, su filosofía política, sigue siendo simplista y superficial. El que todos los negros sean hermosos es una afirmación enervante; que todos los negros son hermanos parece más una reprimenda que una guía de acción; que el pueblo debe detentar el poder, casi un deseo de muerte, pues el verdadero poder en estos tiempos es silente. El arte no puede permanecer mucho tiempo en esta pizarra. Se derrumba del mismo modo que aquellas consignas, fragmentos y trozos de una falla histórica. El poder se subdivide y tribaliza cada vez más cuando se toma la genética por su fundamento. Desemboca en las justicieras guerras secundarias del Tercer Mundo, en la automutilación de las guerras civiles, en las fronterizas divisiones de los poderes de tercera del Tercer Mundo, manipuladas e impulsadas por los poderes primeros. Aumentan los genocidios, se multiplican las guerras tribales, y cada vez se vuelven más alucinadas y remotas. Nigeria, Bangladesh, Vietnam, el Oriente Medio –las Españas de nuestra época. Las revoluciones provinciales sólo pueden dispensar una compasión vaga y general, ya que bien se sabe quiénes las dirigen y escenifican. Están convencidos de que ellos mismos son víctimas de manipulación.

La revolución está aquí. Siempre lo ha estado. No requiere del decorado del turismo africano o las posturas y el discurso del momento de los ghettos metropolitanos. Sustitúyase la palabra "barriada" por la de "ghetto" y se obtiene la psicología del funk, una psicología de mercado de la que, de manera inadvertida, al cabo de la revolución física, se han ido apropiando los comerciantes mediterráneos y asiáticos. El alma (el soul ) es un objeto de comercio, es una prenda.

El énfasis "metropolitano" de la "revolución" ha opacado la condición del campesino, del hombre inevitablemente enraizado, y el revolucionario urbano es, bien por imitación o por naturaleza, un desarraigado y un desocupado –aunque a la moda– y con el tiempo un exiliado potencial. El hombre del campo no puede darse el lujo de estos cambios urbanos. Él es el verdadero africano que no necesita proclamarlo.

Sobre la historia como exilio

Si no quiere sentirse perdido, el colono en el exilio debe asumir cierta postura de cinismo metropolitano, a no ser que prefiera el total aislamiento o la desesperada, ruidosa nostalgia de sus hermanos exiliados. Este cinismo es una representación del intento de ahondar en el sentimiento de la historia que yace dentro de todo ciudadano inglés y europeo, pero que él nunca ha llegado a sentir por África o Asia. Aquí se desarrolla otro sentimiento: el de inferioridad. Nos vamos percatando de cuán cerca estamos de la locura aquí, pues dicho sentimiento no califica el significado de un acontecimiento, sino el acontecimiento mismo, la dinámica del acontecimiento como de segundo rango. Imposible convencer al exiliado a abandonar esta actitud. Ha elegido ver la historia de este modo, y en eso consiste su visión. Las simplificaciones que se hacen del imperialismo, de la herencia colonial, resultan más honrosas, pues dotaron a las toscas tribus de dignidad. Pero menos honesta aún que el colono en el exilio es la generación que le sigue. Ésta quiere dar un salto eugenésico del imperialismo a la independencia apoyándose en el anhelo de alcanzar la dignidad ancestral del guerrero-viajero. Costumbres misteriosas. Dioses difuntos. Rituales sagrados. Sin embargo, tan hijos son éstos del ideal decimonónico como el colono: el romance del soldado inglés y el guerrero salvaje, la simplificación de elegir ser el indio en vez del vaquero, filtrada a través de películas y literatura adolescente, son la visión romántica imperial llevada hasta el delirio. La postura es melodramática, el lenguaje de sus formas una idealización de la literatura de aventuras cuyo recuerdo nos conduce hasta el Capitán Marryat, Kipling o Rider Haggard. Se trata de una continuación del romance juvenil con tambores africanos, danzas tribales, sacrificios bárbaros pero sagrados, viajes dorados, ciudades perdidas. En el fondo del subconsciente yace una Atlántida negra enterrada en un mar de arena.

El colono es más rudo. Su idea de la historia es la del mundo que lo rodea, de una banalidad casi inexpresable. Ve el siglo veinte sin autoengaño o fantasía juvenil. El otro maldice la banalidad y se inclina por el mito. Los poetas del segundo grupo ahora comienzan a ver en la poesía una forma de educación histórica. Su objetivo es la literatura oficializada de las escuelas, los sociólogos, sus colegas historiadores y, sobre todo, la revolución. Se dejan hechizar por la eficacia de la poesía como aspecto del poder no a través de su lenguaje sino a través de sus temas. Su poesía se convierte así en una suerte de acompañamiento musical de ciertas tesis, y como historia se ve forzada a excluir ciertas contradicciones, pues la historia no puede registrarse con ambigüedades. Cualquiera que haya sido su motivo, el hecho tuvo lugar o no lo tuvo. Toda manifestación de piedad lleva la marca de la infamia; toda forma, la de la hipocresía.

Estos poetas inevitablemente caen en una creciente obsesión por la innovación de las formas, y asumen esta actitud como una estrategia crítica que servirá para atacar a otros y defender al mismo tiempo su propia postura, si es que ésta ha de verse como una elección espontánea. Desde un punto de vista conservador, es una imitación de lo que considera el modo tribal, y no repara en distinciones entre la artificialidad del gran estilo de la ceremonia tribal y el lenguaje que emplea para lograrlo. Llega incluso a utilizar fragmentos de la lengua original a manera de ornato, aunque este lenguaje no sea su lengua natural. Un nuevo tipo de conservadurismo hace su aparición, una nueva dignidad, más reaccionaria y pomposa que la dirección tomada por el lenguaje empleado. Se desplaza de manera errática entre el fácil aplauso del dialecto, el argot de la tribu y el discurso ceremonial, la "memoria" de la tribu, es decir, entre la recién adquirida dignidad y la popular; y en medio de esto no hay nada. La voz normal del poeta, su propia voz que habla, se ha perdido, y no hay un lenguaje escrito.

No, si buscamos la imaginación originaria de la literatura antillana, su aspecto "revolucionario", la encontraremos en plena evolución dentro de la narrativa antillana; el principio poético está más despierto en nuestra mejor prosa, y sea cual fuere el impulso étnico detrás de esta imaginación, ha servido para ahondar en las raíces del hombre contemporáneo con la misma fuerza que los poetas de otras razas que utilizan el inglés. En Otros leopardos, del novelista guyanés Denis Williams, aparece el siguiente pasaje:

Ahora, habiendo retirado mi cuerpo junto con sus últimas huellas, me encuentro sin contexto definido. Subiendo por este árbol, arrancando, una a una, todas las espinas, me envuelve la oscuridad de ninguna parte, no soy nada, en ninguna parte. Esto ya es ganancia. Hughie no ha logrado encontrarme: lo he burlado. He conseguido un estado valioso: una condición al margen de su método. Ahora sólo resta despojarme de mi conciencia. Y esto lo puedo hacer cuando quiera. Estoy libre de la tierra. No necesito bajar a ella por nada.
 

En "Wodwo", de Ted Hughes, leemos:

¿Qué soy yo? Olisqueando aquí revolviendo las hojas
siguiendo un tenue rastro en el aire hasta la margen del río
entro en el agua...
Al parecer
aparte del suelo no enraizado sino dejado caer
como si nada desde nada ya sin hilos
que me aten a nada puedo moverme a dondequiera
se me ha concedido al parecer ser libre
de este lugar qué soy entonces...

Lo cual –y perdonen las citas interrumpidas- es el tono del poema entero –lenguaje, tono, titubeo, certidumbre, la deliberada elección de nombres propios, el numinoso proceso en Williams de la reducción de un hombre, en Hughes un hombre en proceso de evolución. El pasaje de la novela y el poema completo de Hughes son lo mismo. Y no lo son sólo en cuanto al tema, la antropología; de hecho, son abiertamente distintos en estructura, y descartamos absolutamente la cuestión de la influencia mutua, a excepción de Hughes, quien había ya leído el libro de Williams publicado algunos años antes. Pero lo que sí está ahí es la desplazada, escrutadora psique del hombre moderno, la reversión del hombre del siglo veinte, sea éste de África o de Yorkshire, hacia sus orígenes preadánicos, hacia la pre-historia, y este contagio de locura compartido se da de manera universal en la poesía contemporánea, en particular en un poeta como Samuel Beckett.

Los vocablos se convulsionan, la búsqueda es angustiosa, la pronunciación de los sustantivos elegidos, el rechazo cínico o violento de la misma cosa nombrada, o la originaria o final exaltación del poder o la decadencia de la Palabra misma, un proceso compartido por tres escritores radicalmente distintos: uno africano-guyanés, otro británico-celta, y el tercero irlandés-celta. Lo que ellos comparten va más allá del lenguaje: es un taladrar, minar, un horadar de topo o grillo real en la entraña originaria de la vida, o en sus detritos. Logos como excremento. Logos como espasmo generativo.

En el sentido de que se trata de tres escritores negros, sólo nos es lícito emplear el término "negro" para referirnos a esa malevolencia dirigida al sistema histórico. El Viejo Mundo, o los paseantes en el Viejo Mundo, o aquéllos que existen en el Viejo Mundo, ya sea éste el África, o el subacuático mundo de Yorkshire, profundo como Inglaterra, o el beckettiano gris, innombrado e innombrable universo de una civilización náufraga; éstos, amargados por dichos mundos, escriben con negrura, con un pesimismo purgativo que va más allá de lo mórbido. Acaso el mismo proceso se advierte en el Nuevo Mundo entre los escritores que poseen una fuerza optimista o visionaria, se advierte el mismo lento nombrar de las cosas. Esto se da cabalmente en Wilson Harris. Pero esta negrura es luminosa. Lo negro en Williams vuelve en su locura nuevamente al inicio. Sube su árbol de espinas, retorna a los orígenes antropológicos de toda la humanidad, y sin duda habrá de descender una vez más, como el monstruo medieval de Hughes, al experimentar su exultante metamorfosis de demonio en hombre conforme empieza a dar nombre a las cosas, y podrá demoler y destruir a la civilización entera con todo y sus lenguajes una vez más como esos seres arrastrándose por el lodo primordial y postatómico en Beckett. Estos tres ciclos elementales constituyen la común agonía de tres escritores racialmente distintos. Estos crudos ciclos son el conocimiento histórico del poeta. Pero esto ¿qué prueba? Prueba que los escritores más verdaderos son aquéllos que ven el lenguaje no como un proceso lingüístico sino como un elemento vivo. Nos demuestra con claridad la pereza de los poetas que confunden el lenguaje con la lingüística y la arqueología. Asimismo, echa por tierra los conceptos provinciales de la imitación y la originalidad. El temor a la imitación obsesiona a los poetas menores. Pero en cualquier época aparece el genio común de modo casi indistinguible, y la perpetuidad de este genio es la única tradición válida, y no aquélla que cataloga la poesía según épocas y escuelas. Sabemos que los grandes poetas no tienen el deseo de ser diferentes, ni el tiempo para ser originales; que su originalidad emerge sólo cuando han absorbido toda la poesía que han leído, íntegra; que su primera obra aparenta ser la acumulación de la basura de otros, pero que luego se convierten en fogatas; y que sólo los académicos y los poetas asustadizos hablan de la deuda de Beckett con Joyce.

La tribu exige de sus poetas el lenguaje más alto y más que sentimientos predecibles. Ahora perdonen esta digresión autobiográfica. Desde la infancia yo sabía que quería ser poeta, y como a cualquier otro niño de la colonia se me enseñó literatura inglesa, mi heredad natural. Olvídense de la nieve y los narcisos. Éstos eran reales, más reales tal vez que el calor y las adelfas, pues vivían en la página, en la imaginación, y, por lo tanto, en la memoria. Hay en literatura una memoria de la imaginación que nada tiene que ver con la experiencia real, la cual es, de hecho, otra existencia, y esta experiencia de la imaginación seguirá trayendo a la realidad la aventura del caballero medieval o el continente entero de una ballena blanca, y todo gracias a una imaginación compartida. El mundo de la poesía era natural y nunca limitado por aquéllo que ningún niño en verdad acepta como el mundo real; y por supuesto, más tarde vendrán el desencanto y el apartamiento. Pero éstos no son del todo importantes, pasan a formar parte de la madurez. De manera más simple: una vez que hube decidido hacer de la poesía mi vida, mi vida actual, no la imaginativa, sentí a la vez rechazo y temor ante Europa conforme avanzaba en el aprendizaje de su poesía. He seguido así, pero las emociones han cambiado, pues tan lejos estoy de querer visitar Europa como para reconquistarla como de ir al África por el mismo motivo. Lo que en el esclavo sobrevive es la nostalgia de las formas imperiales, sean europeas o africanas. Y sentía, y sabía, que de ir a Inglaterra nunca me habría convertido en poeta, y mucho menos de las Indias Orientales, y eso era lo único en lo que veía que me podía convertir: en un poeta de las Indias Orientales. El lenguaje que utilizaba no me molestaba. Lo había dado, y me había sido dado irreparablemente; tan imposible de mi parte devolverlo como de la suya reclamarlo. Pero temía a las catedrales, la música, el peso de la historia, no tanto porque yo fuera un extraño como porque sentía que la historia era un fardo destinado a otros. No me entusiasmaba la continuación de su proceso, sino el descubrimiento, el simple fardo del trabajo, pues había demasiado por hacer aquí mismo. Sin embargo, mientras más viejo y confiado me volvía, más intenso era mi aislamiento como poeta, más sentía la necesidad de hacerme omnívoro en todo lo tocante a arte y literatura de Europa para empezar a comprender mi propio mundo. Escribo "mi propio mundo" porque no me cabía la menor duda de que era mío, de que me había sido regalado, no por la historia, sino por Dios, junto con mi talento. En aquel tiempo a nadie se le ocurrió realizar la anatomía de la honestidad de mi compromiso, nadie me apresuró a abandonar viejos valores, pero estas personas más tarde habrían de sufrir enorme angustia a causa de su rechazo y su arrogante presunción. Éstas son formas de calificar la fe, pero son de importancia. Nos engañan los nuevos profetas de la amargura que quieren advertirnos sobre ciertas experiencias que nunca hemos querido ni siquiera tener, pero la sociedad, en su conjunto, o no ha mostrado interés o no ha tenido la oportunidad de llevarlas, de cumplirlas. Estos profetas predican no a los conversos sino a aquéllos que nunca perdieron la fe. No me refiero a la fe religiosa sino a la realidad. Los pescadores y campesinos saben quiénes son, y cuando les mostramos nuestra sensibilidad herida, nosotros, la mayoría de nosotros, mostramos heridas causadas por nosotros mismos.

Acepto este archipiélago de las Américas. Yo le digo al ancestro que me vendió, y al ancestro que me compró: no tengo padre, no quiero semejante padre, aunque te puedo entender, fantasma negro, fantasma blanco, cuando ambos susurran "historia" al unísono, porque si intentara perdonarlos a ambos caería en su idea de la historia, que justifica y explica y expía, y no está en mí perdonarla, mi memoria no logra llamar hacia sí ningún amor filial, pues los rasgos de los dos son anónimos y borrosos, y no tengo deseos ni poder para perdonar. Cuando representaron los papeles que les encomendaron, sus históricos papeles de vendedor de esclavos y comprador de esclavos, eran ustedes hombres representando el papel de hombres; y también tú, padre en el intestino inmundo del barco de esclavos, para ti también eran hombres, representando el papel de hombres, crueles como los hombres –tu semejante, tu hermano de tribu, ni movido ni suspendido en su titubear en torno de la raza que los une, como tampoco mi otro ancestro bastardo, suspendido con el látigo en la mano. Es a ustedes otros, mis abuelos, íntimamente perdonados, a quienes, como el más honesto de mi raza, doy estas extrañas gracias; estas extrañas y amargas y ennoblecedoras gracias por el monumental gemido y la soldadura de dos grandes mundos, como las dos mitades de una fruta abierta por su propio amargo jugo; ustedes que, exiliados de sus propios Edenes, me colocaron en el asombro de este otro, y he ahí mi herencia, y vuestro regalo.

© Derek Walcott. "The muse of history", en What the twighligth says.
Essays, Nueva York, 1998, pp. 36-64.

Traducción del inglés: Sergio Negrete Salinas
Traducción de los poemas de Aimé Césaire
y de Saint-John Perse:
José Luis Rivas

Derek Walcott, "La musa de la historia", Fractal n° 14, julio-septiembre, 1999, año 4, volumen IV, pp. 33-66.