FRANCISCO SEGOVIA

Bosque

in memoriam Simone Boué



A Pepita

Lucero de la tarde

1.

Pone Venus esta tarde nuevamente
en la vasta neutralidad del cielo
su gota de brillo no fingido...

–¿Quién –si ni siquiera el aire–
podría regatearle su intensa verdad
de cosa no creada, despojada de la atmósfera
del tiempo?

Muestra otra vez su rotunda claridad,
su puro arder gloriosamente arriba,
sin aire ni humareda.

2.


Mira acaso ese lucero las criaturas
que somos acá abajo, meneando el aire
y enturbiando su espesura, levantando
–por encima aun del amor y la agonía–
esa ola inmensa que no vemos
amontonarse poco a poco en las alturas:
ni veremos romper
rotundamente en sus orillas.

3.

Es nuestro vaivén, nuestra marea
lo que vemos parpadear en los luceros.

Porque vemos desde el aire
–tibio y turbio y a veces quieto–
cómo se vierte hasta nosotros dulcemente
el terrible arder de las cosas y los seres
que no viven en el aire.

Arriba, o más allá, allá arriba, sin embargo
arde sin consumirse su impasible brasa
de agua azul sin derramar...

4.

La tarde toda, entera atiende
al resplandor puntual de su lucero.
Y aprende de él cómo brillar
sin incendiar las cosas que tuvo el día
ni ponerle fin a su delirio. Se da al ocaso
sin entibiar siquiera el aire que respira,
y arde al fin sin llamarada.

5.

No tuvo nunca el día –en el esplendor de su delirio
encandilado– la esperanza de lavar su luz gastada
en el aljibe de un alba primigenia, o de volver
por siquiera el amor de su mañana.

Pero brilla de nuevo –como brilló al principio,
con la franca nitidez de una gota de agua–
el doble lucero del amor.

La noche será limpia, igual que la alborada.

Premonición

¿Por qué vacilamos ese día frente al bosque
como si su muda enormidad nos entregara
a un mundo sin mundo todavía,
amenazante y anónimo,
sin palabras y sin hijos, inhumano?

¿Por qué vacilamos y –entrando juntos– temimos
que aun nuestra unión se disolviera?

Cada árbol sabe –en la espesura de los árboles–
cuál es su nombre y dónde tiene hundidas las raíces.
Lo sabe en silencio y lo pronuncia abiertamente
en su lengua de silencio pronunciado...

¿No vimos después acaso
cómo la niebla salía con nosotros a aquel claro
–como una exhalación del bosque–
y ocupaba poco a poco el cielo abierto?

No escuchamos jamás su nombre,
ni el nuestro, ni el de un hijo nuestro.

Dejándonos a nuestro abrazo
–y a nuestro abrazo en el suyo–
sentimos su honda entonación en nuestro pecho.

Crisálida

A Luisa y Pepita, juntas

El bosque se adormeció
metido en su sombra mientras dormías
–como quien se da cueva y cobijo ensimismándose–
y dejó a tu aliento su hálito,
el pausado ritmo en que maduran
las piñas de los pinos y las casuarinas
y caen las hojas...

Tú dormías en la blanda oscuridad
dormida, lejos del borde
de los caminos y los claros, donde el sol
–que todo lo pone siempre en pie– aún podía
distinguir algunas ramas de las ramas.

El día ya aflojaba su tesón iridiscente:
las cosas se acercaban más y más
las unas a las otras y tejían su maraña,
amasaban su amasijo,
su montón de cosas encontradas.

¡Con qué delicadeza te acogía entonces
ese ámbito nocturno
de madreperla deleitada en su paciencia!
¡Con qué serenidad de duermevela!

Y entonces abriste los ojos:
el bosque entero despertó al escándalo
de verse de pronto viéndose a sí mismo desde dentro,
como una crisálida que siente, alborozada,
desplegarse en su centro las dos alas
con que mañana brillará a la luz del día
fresca y aireada en el aire, lejos de la humedad
y de sí misma.

Ahí donde duermes

Ahí donde duermes
es siempre un lugar sagrado,
prohibido aun para quien en sus propios sueños
sueña a solas contigo...

Ahí donde duermes
todo mira brotar aquí
el borbotón de su río subterráneo.

Ahí donde duermes
el tiempo aprende a qué ritmo es tiempo
también para sí mismo
y el aire vuelve
a palparse el cuerpo a brazos llenos.

Ahí donde duermes
todo vuelve a su elemento y reconoce
que es deleitable porque se entibia
y porque muere.

Ahí donde duermes...

Y todo –árboles, piedras, hombre...–
se entrega devotamente a ese delirio
de rozar siquiera en sueños
–ahí donde duermes–
no tu carne: tu encarnación.

Promesa

¿Qué te ha hecho cerrar los ojos
tumbada en la humedad
del musgo y la hojarasca
sabiendo que te miro a todas luces
como una sombra –a la vez tendido
y levantado– sobre el humus?

Cierras los ojos y te dejas abrazar
–no por el bosque y su robusta presencia inobjetable
sino por todo lo que en él queda incumplido
y se asienta entre nosotros
como una nostalgia y a la vez una promesa.

¿Es eso entonces hoy lo que te mueve
a cerrar los ojos y tender los brazos
mientras apartas entre sí las dos rodillas?

No acabamos nunca

No acabamos nunca de entender
con sano juicio
que el bosque vive de comer su propia vida.
De comerla a manos llenas
entera cada vez
y sin ningún remordimiento.

¿Por qué entonces nosotros,
cada quien en su penumbra,
nos morimos de ayunar uno del otro?

No es la suavidad

No es la suavidad
lo que tú y yo buscamos
en colinas y hondonadas;
es la barranca, el sumidero,
la raspadura ocre en las rodillas
de los cerros
y la raja roja en que también la tierra
muestra la viveza de su llaga.

Ánimo vegetal

1.

Se tiene todo a sí mismo el bosque
en su inmanencia vegetal. Y se sorprende
de ver cómo le llega con nosotros a la médula
el furioso abrazo en que dos que no se tienen
quieren siempre hacer de sus humores
una misma savia.

–Porque ¿acaso no huelen
tu sangre y mi sudor
a hojas machacadas?...

Se sorprende el bosque de ver
también entre nosotros
que el ímpetu animal de los dos sexos
es un ímpetu por sanar desde el comienzo
el tajo animal que los divide...

2.

Y aun así, después de todo
¿no nos sorprende acaso
a ti y a mí también haber querido
cambiar la vida tumultuosa de la sangre
por la sobriedad amarga de la savia?...

Pero en vano nos fiamos
al consuelo de haber vuelto
al suave redil del hijo pródigo

–que viene siempre con las manos tibias
a mostrarnos la negra quemadura
de un fuego que no ardió en su casa.

Porque más tarde, sin embargo, a solas
¿no sentimos acaso otra vez una animal nostalgia
de sentir de nuevo el ánimo del bosque
y de borrar otra vez uno en el otro
el denso destino en que se cumple la carne
que no es una?

3.

Tal vez el bosque sienta al vernos abrazados
el mismo relámpago de sangre que nos ata

–y que es quizá la única cosa
que en verdad nos ata.

Tal vez entonces sienta en su médula de savia
el tajo de sangre que somos
aun en nuestro abrazo.

Y tal vez por eso entonces se sorprenda.

Claridad del silencio

Nos asusta ver que el bosque
se calla tan claramente
–en sus momentos de silencio–
porque vemos que está vacía
la claridad con que se calla.

Nos duele acaso comprender
que no es para nosotros su silencio
ni nos deja nada entre las manos.

Porque se calla soberanamente
sin tragarse sus palabras,
sin poner los ruidos en sordina,
sin desdecirse...

Pero ¿no es esa al cabo siempre
la imperturbable claridad del silencio?
Una limpia afirmación
que nada oculta y nada omite;
un ámbito que no enturbia lo decible
lo escuchable...

Nos asusta quizá saber
que no es silencio este silencio
porque se calle lo que no nos dice
sino porque se calla nomás.
Se calla.

 

fscamelo@prodigy.net.mx

Francisco Segovia, "Bosque", Fractal n°13, abril-junio, 1999, año 3, volumen IV, pp. 113-126.