CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ
Fray Servando entre los judíos de Bayona
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CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ Fray Servando entre los judíos de Bayona
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Habría que construir una ciudad judía cerca Baron de Montesquieu, Défense de Lesprit des Lois, 1750 No es extraño que fray Servando, émulo de Simón Mago y de otros viajeros de la antigüedad indignos de confianza por su amor a las rarezas y maravillas, se haya topado, tan pronto como cruzó la raya de Francia el Viernes de Dolores del año 1801, con el más extraño y aborrecible de los pueblos que habitan la historia, los judíos. Pero entre ellos, el fraile novohispano probará felizmente la escasa pócima de la tolerancia. Alegre por haberse librado de la pestífera España, de sus covachuelos e inquisidores, Servando, en las puertas de la "ciudad judía" de Bayona, se lamenta una vez más en sus Memorias [Edición y prólogo de Antonio Castro Leal, México, 1946, tomo II]:
Me resisto a creer que el doctor Mier, clérigo perseguido que había contemplado a los indios americanos como a una de las improbables tribus perdidas de Israel, haya gozado casualmente de las leyes semíticas de la hospitalidad. Para Servando, los judíos de Bayona tienden un puente áureo entre la ley de Moisés y la modernidad. A través de ellos, el vilipendiado exégeta del Nuevo Testamento se convierte en un hombre del siglo XVIII. Pero no nos adelantemos. Lo primero que le agrada es escuchar la lengua española, pues
El conocimiento de las antigüedades judías le fue dado a Mier por Grégoire, obispo de Blois. También es preciso decir que la descripción de los judíos de Bayona es la primera, en las Memorias de Servando, donde aparece ante sus ojos una realidad contemporánea y verosímil, ajena a los motivos picarescos y eclesiásticos del mundo hispánico del que provenía. El florecimiento de Bayona como enclave judío en el golfo de Vizcaya, entre los siglos XVII y XIX, fue un hecho histórico que nuestro viajero constata. Censados en 1784, los judíos franceses contaban 3,913 familias con 19,707 miembros. Entre Bayona y Burdeos, vivían esos judíos que conoció Mier, sefaradíes escapados de la península ibérica, conocidos popularmente como "portugueses" y detestados, dada su condición privilegiada, por los askhenazíes de Alsacia, auténticos parias. Por su orden y prosperidad, ligados estrechamente al tráfico comercial en la costa atlántica, los también llamados "bordoleses" fueron escogidos por el barón de Montesquieu como prueba de que los judíos franceses se habían salvado de la superstición y no volverían a ser exterminados por motivos de conciencia. Muy distinta era la opinión de Voltaire y de toda la segunda generación de philosophes, cuyo antisemitismo reforzó a la brutal tradición antijudía de la Iglesia francesa. El tristemente recordado antisemitismo voltaireano era una forma extrema y paradójica de anticristianismo. Crítico, Voltaire viajaba a las raíces y encontraba, no sin razón, en la sinagoga a la madre de la iglesia. ¿Quiénes eran esos judíos que recibían a fray Servando en esa primavera de 1801? Siguiendo el ejemplo del emperador José II de Austria, Luis XVI semblanteó en 1787 al ministro Malesherbes para emprender una liberalización de la vida judía. Pero fue la defensa de sus privilegios por parte de los "portugueses" de Bayona y Burdeos, excluidos de las leyes discriminatorias, la que complicó el proyecto. Y fueron convo-cados los Estados Generales en 1789... La conducta de la comunidad judía ante la Revolución francesa estuvo lejos de ser unánime. Mientras que en la costa atlántica conservaron su estatuto, relativamente indiferentes al decreto del 17 de septiembre de 1791, cuando la Asamblea Constituyente, antes de disolverse dispuso por amplísima mayoría la emancipación total de los judíos, en Alsacia el terror jacobino y el terror blanco, la "descristianización" y la chuanería, sucesivamente, prendieron el antisemitismo [Jacques Le Goff/René Rémond, Histoire de la France religieuse, T. 3, (XVIIIe-XIXe siècle), Editions Du Seuil, Paris, 1991]. Un rabino, Salomon Hesse, siguiendo el ejemplo de otros clérigos católicos y protestantes, ofreció sus "fruslerías judías" al Dios de la Libertad el veinte de Brumario del año II. Fue un caso aislado. La tibieza de los judíos del Atlántico, en cambio, tranquilizó a la Gironda, que había multado al banquero Charles Peixotto, cuyas augustas y sincréticas pretensiones nobiliarias ser de la familia Ha-Levi, alias Santa María no concordaban con el monto de sus generosas donaciones a los sans-culottes. Durante momentos álgidos de la década revolucionaria, los sefaradíes franceses jugaron a tres bandas previendo ganar mayor autonomía. El inefable Fouché, ministro de la policía, alcanzó a interceptar una oferta bordolesa al partido del rey en Londres, para constituir en las Landas un feudo autónomo bajo soberanía de la Corona, ese país de los judíos que el buen barón de Montesquieu había soñado medio siglo atrás. Aunque compartía muchos de los prejuicios católicos e ilustrados contra los judíos, el Primer Cónsul que gobierna Francia cuando el doctor Mier la visita, fue, en buena medida, ese "liberador de los judíos" que el pueblo de la Antigua Alianza exaltó. Napoleón Bonaparte consideraba que los hebreos habrían de regenerarse y desjudaizarse para integrarse lealmente al Imperio. Pero sus sueños orientales prerrománticos que lo llevaron a juguetear en Egipto con su conversión al Islam lo hacían variar caprichosamente de actitud ante los viejos monoteísmos. La República de Batavia, impuesta por la Revolución en las tierras holandesas, otorgó todos los derechos de ciudadanía a los judíos, asunto que disgustó a la judería de Amsterdam, feliz con su antiguo estatuto que la eximía de pagar al fisco. Pero en la zona cisalpina y en los Estados papales, la emancipación convirtió a los judíos en francófilos y republicanos. Todavía en Portugal, durante la intervención napoleónica de 1809, unos 200 mil marranos fueron liberados por el mariscal Junot, a quien sirvieron con lealtad. Cuando Napoleón se convirtió en emperador en 1804, retomó varios de los proyectos borbónicos que la Revolución había interrumpido. La cuestión judía estaba en el aire y Bonaparte, partidario de un supragalicanismo el Imperio como organizador y garante de todas las religiones, fue demasiado lejos. El 3 de mayo de 1806 ratificó la emancipación constituyente y el 9 de marzo de 1807 convocó al Gran Sanedrín de los judíos franceses. Su tío, el cardenal Joseph Fesch (1763-1839) se alarmó. Le recordó que las Escrituras anunciaban el fin del mundo para cuando los judíos fueran reconocidos como una nación. A la reputación continental del emperador como "Anticristo" sólo le faltaba la de autoerigirse en rey de los judíos. Era impropia, dijo Fesch, la bendición de los viejos deicidas por los nuevos regicidas. Un año después su sobrino retrocedió parcialmente con el "decreto infame" que volvía a obstaculizar las actividades comerciales judías y reglamentaba corporativamente al Sanedrín. Los judíos franceses nunca habían dado utilidad práctica a ese consistorio y respiraron aliviados al ver alejarse al omnipresente emperador de sus asuntos. Bonaparte, en fin, fue una figura decisiva en esa emancipación judía que concluiría Luis XVIII diez años después [León Poliakov, Historia del antisemitismo, El siglo de las Luces, tomo III. La emancipación y la reacción racista, tomo IV, Barcelona, 1984]. Esos eran los tiempos felices de los judíos de Bayona cuando el intruso novohispano nos cuenta que entró puntualmente a la sinagoga, al otro día de haber llegado, y era puntualmente la Pascua de los ázimos y el cordero. El rabino predicó probando, como siempre se hace en esa Pascua, que el Mesías aún no había llegado, porque lo detienen los pecados de Israel. En saliendo de la sinagoga todos me rodearon para saber qué me había parecido el sermón. Ya me habían extrañado, porque yo llevaba cuello eclesiástico, y porque me quité el sombrero, cuando al contrario todos ellos lo tienen puesto en la sinagoga, y los rabinos que eran de oficio, un almaizal además sobre la cabeza. Sólo en el cadí o conmemoración de los difuntos, que entona siempre un huérfano, se suelen descubrir las cabezas en la sinagoga. La escena retrata a un Servando fiel en la menos misionera de las épocas y ante la audiencia más insólita al motivo apostólico de la predicación. Convertido en un Pablo picaresco antes que en un taumaturgo, Mier, curioso de toda eclesiología y erudito en la sabiduría bíblica, no sólo entra a la sinagoga con alzacuellos sino desafía a los rabinos a sostener una disputa pública sobre las competencias y milagrerías del judaísmo frente a su perverso y exitoso hijo, el cristianismo. La desfachatez del fraile refleja extrañamente la herencia medieval de la Nueva España. No estamos en 1801, sino en la España anterior a la expulsión de los judíos en 1492. Hacia 1265, el rey don Jaime el Conquistador, envió predicadores cristianos a las sinagogas, becó a dominicos y franciscos para que aprendieran el hebreo y el árabe, y accediendo a los deseos de su arzobispo, autorizó las controversias teológicas de Barcelona entre el converso Pablo Christiá y los rabinos Mosen-ben-Najman y Ben-Astruch de Porta. Esa esgrima doctrinaria terminó por convertirse en una humillación antisemita, cuando el antipapa Benito XX organizó la vil disputa de Tortosa (1414) para quebrar la fe de los judíos de España. Más cercano al espíritu de Barcelona que al de Tortosa, fray Servando nos cuenta:
La anécdota, incomprobable, pierde crédito pues fue deformada más tarde por el propio Mier. Pero fue jubilosamente recreada por sus biógrafos católicos como José Eleuterio González, alias Gonzalitos (Biografía del Benemérito D. Fray Servando Teresa de Mier, Monterrey, Nuevo León, 1876), y por don Artemio de Valle-Arizpe [Fray Servando Teresa de Mier y Guerra, Discurso de recepción a la Academia Mexicana de la Lengua, 1933. El mecanoscrito de las versiones del Fray Servando de don Artemio fue adquirido por CDM y requeriría de una lectura filológica apropiada]. En las variaciones de Mier la "disputa" se convierte en "conversión de judíos" y cambia de escenario, ocurriendo en Madrid (nada menos) o en el Portugal, más apropiadamente sospechoso. En el Manifiesto apologético [1820], continuación insensata y pormenorizada de las Memorias, el doctor Mier se presenta como autor de la conversión de dos rabinos ingleses. El interés de Mier por los judíos, como en el caso de todos los gentiles prosemitas del siglo XVIII, era del orden misionero: amar a los judíos para convertirlos. Además del listón que para un sacerdote dominico significaba presentarse como conversor de judíos, el motivo del "retorno de los judíos" invadió la Europa finisecular dieciochesca y Servando aprendió que cada una de las épocas revolucionarias ve pasar el fantasma del Judío Errante. El ilustrado judeoalemán Moses Mendelssohn cautivó a Mirabeau, el futuro tribuno, quien le dedicó un folleto a favor de la tolerancia en 1787. E impresionados por la amistad que Napoleón ofrecía a los judíos, semitizantes y antisemitas empezaron a combatir hasta la Restauración. El ultramonárquico Louis Bonald advirtió sobre la imposibilidad de la integración de los judíos a cualquier sociedad cristiana, mientras que la obra de Francois Malot [Dissertation sur lépoque du rappel des juifs, 1776] no había perdido su visionaria popularidad, que Léon Bloy complicará un siglo después: la Iglesia Celeste sólo se realizará con la conversión de los judíos. Y dos escritores que fray Servando leyó, el jesuita chileno Manuel Lacunza [La venida del Mesías en gloria y majestad, 1816] y el último de los enciclopedistas, Volney, argumentaron a favor y en contra de esa "judaización" de la catolicidad. Este último destacó, en 1814, que las fuentes del filosemitismo francés eran Pascal y Bousset, autores de "novelas judías". Tras rehusar la oferta de matrimonio con la bella Fineta, Servando se jacta de quedar
desde aquel día con tanto crédito entre ellos, que me llamaban Jajá, es decir, sabio; era el primer convidado para todas las funciones; los rabinos iban a consultar conmigo sus sermones, para que les corriegese el castellano, y me hicieron un vestido nuevo. Cuando yo iba por curiosidad a la sinagoga como otros españoles, los rabinos me hacían tomar asiento en su tribuna o púlpito. Y acabada por la noche la función, yo me quedaba solo para verle el estudiar lo que se había de leer a otro día. Sacaba entonces la Ley de Moisés, que cuando está el pueblo se saca con gran ceremonia y acatamiento, inclinándose todos hacia ella. Está en rollos, y sin puntos, con solas las letras consonantes, y la estudiaba el rabino leyéndole yo en la Biblia con puntos. Y luego apagaba yo las velas de las lámparas, porque ellos no pueden hacerlo, ni encender fuego para hacer de comer o calentarse los sábados. Se sirven para esto de criadas cristianas, y yo les decía por lo mismo que su religión no podía ser universal. Tan amigo de los judíos resultó ser Servando que se prestaba como shabbos go criado gentil para el sabbat de los rabinos de Bayona, apagándoles las lámparas, no sin antes recordarles el acertijo del particularismo judío. Lo más probable es que Servando jamás haya convertido a rabino alguno la Iglesia jamás nos deja sin noticia documentada de semejante milagro y que hayan sido los judíos ricos de Bayona a quienes ese extraño visitante les haya caído bien, al grado de querer contar con un ingenio americano entre los circuncisos. Esta familiaridad del doctor Mier con el judaísmo podría llevarnos hacia especulaciones no por manidas menos sabrosas. En su tierra natal, nada menos que el primer gobernador del Nuevo Reino de León, Luis de Carvajal el Viejo (1565-1590), murió en prisión tras haber sido procesado como judaizante, en lo que fue el primer gran auto de fe del Santo Oficio de la Inquisición en América. Su sobrino, Carvajal el Mozo (1565-1590), falleció por garrote vil camino del quemadero de San Hipólito, tras haber hecho una rotunda defensa, que consta en autos, de la fe judía. Y como familiar de aquellos infortunados criptojudíos, se cuenta al dominico fray Gaspar, nacido en 1556, que convertido por los Carvajal a la Ley de Moisés, se fugó, antes de su proceso, del Convento de Santo Domingo. Servando Teresa pudo tener sangre judía, como tantos regiomontanos, pero es atrevido creer en algún ascendiente criptojudío pues los Mier llegaron de la metrópoli al Nuevo Reino de León hasta principios del siglo XVIII. En el Manifiesto apologético, al reconstruir la ordalía tras su rendición en Soto la Marina en 1816 recuerda que el paisanaje, burlón o condolido, lo llamaba "gachupín judío". Pero en esta ocasión no hay materia para novelar la vigilancia y el castigo. Esta historia nos aleja de la Inquisición y nos lleva hacia la tolerancia, deja atrás las catacumbas y nos aventura en la más costosa de las aventuras modernas, la libertad de culto. Es una buena y hermosa historia. Aunque provisto de apuntes y borradores, fray Servando escribió lo que conocemos como sus "memorias" la Apología y la Relación hacia 1819, preso en las cárceles secretas del Santo Oficio novohispano. Esto significa que su formación intelectual ya había sido entretejida por la memoria. Y aunque su escena judía ocurre meses antes, está permeada de principio a fin por el encuentro más decisivo de su vida, el ocurrido en 1801 con el abate Henri Grégoire (1750-1831). Antiguo jansenista y jefe del Clero Constitucional, el "cismático" Grégoire, obispo de Blois, creyó con fidelidad apostólica que la cristiandad era incompatible con el despotismo, no con la Revolución de 1789, que intentó "cristianizar" a costa de su reputación y casi de su vida. Odiado por los monárquicos y los jacobinos, Grégoire se abstuvo de votar la decapitación de Luis XVI, cuyo proceso aprobaba, por considerar que un sacerdote estaba inhabilitado para sancionar el derramamiento de sangre. Idolatrado en Haití como liberador de los negros, a quienes presentó en la Convención, y difusor de Las Casas cuya devoción enseñó al dominico Servando, Grégoire se dio a conocer con un opúsculo, el Essai sur la régéneration physique, morale et polique des juifs, que provocó en 1788 la gran discusión ilustrada sobre la tolerancia religiosa, cuyo des-enlace sangriento durante la Revolución francesa convierte al abate en uno de los héroes de esta biografía. Fue el obispo Grégoire quien educó, en escasos y oscuros días, a fray Servando en el arte de la tolerancia. Pero así como escogió sólo algunas de las lecciones de su maestro, el doctor Mier podría haber obviado el tema judío, intrascendente para un fraile novohispano. Fue mérito propio y solitario de la sensibilidad de Servando dibujar en las Memorias esas escenas en la sinagoga, dignas de la imposible Hermandad de Abraham y que son tanto más significativas por haber prendido el filo-semitismo en un clérigo que se acaba de librar de la asfixia hispánica y cuya piel barroca jamás acabó de mudar en esa democracia cristiana que profetizó Grégoire. El doctor Mier, alejado de todo milenarismo, vio a los judíos como amigos que practicaban una religión que respetaba en la misma medida que reprobaba. Nunca los consideró en contraste con Grégoire y el resto de la Ilustración cristiana instrumentos de ninguna salvación universal. Y como heredero involuntario de una literatura la picaresca escrita por cristianos nuevos para humillar socarronamente la pureza de sangre de los hidalgos, fray Servando reintegra honorablemente al judío a la literatura hispánica, acabado de expulsar con la sofocante Execración contra los judíos (1633) de don Francisco de Quevedo y Villegas. Las páginas dedicadas por Mier a los judíos bordoleses, son un momento insólito e inadvertido de las letras de la lengua. ¿Algún desván guardará la disputa de Bayona entre el doctor tomista y los rabinos sefaradíes? Nos falta ese pintor que retrate para siempre la alegría de "Fray Servando en la sinagoga de Bayona", rodeado de esos judíos que se le muestran hospitalariamente, etimológicos monstruos que encontraron en él a un huésped extraviado. Quiero creer que lo recordaron con ternura cuando mandaban apagar la lámparas en su templo del barrio del Sancti-Spiritus.
París bien vale una misa...
y un plagio¡Cuidado con los detalles! La posteridad los desdeña; No hai experiencia cruel que no hayamos hecho...
Los judíos, pueblo especialista en papelería migratoria, le dicen a su amigo Servando, a la hora de internarse tierra adentro, que su pasaporte está abreviado. Después del renglón que dice "España" puede agregarse, por qué no, "y Francia", de tal forma que el fraile marchará, "legalmente", como tantos hijos de las ilusiones perdidas, rumbo a París. La hospitalidad semítica, aderezada con la belleza no por rechazada menos estimulante de la hebrea Fineta, permiten al doctor Mier mirarse al espejo por primera vez en varios años y descubrirse joven, pues
como yo estaba todavía de buen aspecto, tampoco me faltaban pretendientes entre las jóvenes cristianas, que no tienen dificultad en explicarse, y cuando yo les respondí que era sacerdote, me decían que eso no obstaba si quería abandonar el oficio. La turba de sacerdotes que por el terror de la revolución, que les obligaba a casarse, contrajeron matrimonio, les había quitado el escrúpulo. El reposo en la sinagoga de Bayona convirtió a Servando, no en un abate libertino, pero sí en ese religioso a la francesa que erraba sin callar su admiración por la belleza de las mujeres de los Bajos Pirineos. Pero pasando el Dax, desaparecidas las blancas vascongadas, Mier se permite ese racismo climatológico que el abate Raynal había recetado como maldición del Nuevo Mundo. "Nunca sentí más el influjo del clima", nos dice el viajero, "que en comenzando a caminar para París, porque sensiblemente vi desde Montmarsan, a ocho o diez leguas de Bayona, hasta París, hombres y mujeres morenos, y éstas feas. En general las francesas lo son, y están formadas sobre el tipo de las ranas. Malhechas, chatas, boconas, y con los ojos rasgados. Hacia el norte de Francia ya son mejores". Entre feas o bonitas, que más da, a Servando le queda poco tiempo para la relajación. El hábito, el suyo y el ajeno, lo atrae sin tregua. Peor que las mujeres feúchas son los monjes, los mismos que Goya dibujará, apretujados y diabólicos, en los Caprichos. En Bayona había mantenido sus relaciones con los clérigos franceses emigrados a España, quienes lo habían pasado de Burgos a La Coruña. Amenazados por la amistad del Príncipe de la Paz con Napoleón, que había pedido su confinamiento en las islas Baleares o Canarios, correspondieron a la generosidad previa de fray Servando:
Yo dirigí a su nombre una suplicación al clero burgalés para ayudarlos a fin de hacer su viaje. Gustó tanto que el clero, entusiasmado, salió con bandejas por las calles a hacer una colecta, y se junto muy bastante para transportar con decencia sesenta sacerdotes, que, en obsequio mío, vinieron a montar ante el Convento de San Pablo donde yo estaba. Los infelices me enviaron a Bayona cuarenta francos, con que determiné, al cabo de dos meses, internarme en Francia. La información es preciosa y me obliga a detener el itinerario de Servando a París. La situación equívoca que el doctor Mier vivirá poco después en esa ciudad, como supuesto párroco de Santo Tomás, con devociones divididas entre los cleros constitucional y refractario, alcanza cierta explicación en ese párrafo. El exilio de los sacerdotes franceses en España fue muy complicado, tanto para los refractarios que huyeron desde 1792 como para quienes, a pesar de haber jurado la Constitución Civil del Clero, sufrieron los terrores de la descristianización entre 1793 y 1797. Los curas que auxiliaron a Servando en su escapatoria de España hacia Bayona pertenecían, seguramente, a este segundo grupo, engrosado por quienes habían jurado por logreros, miedosos o indiferentes. Este clero componía un exilio hoy diríamos que de baja intensidad, refugiado en España por la cercanía geográfica y no por la identidad católica, pues el reino de Godoy y Carlos IV era aliado, en virtud de la paz de Basilea de 1795, de la República revolucionaria. Entre esa fecha y el dramático año de 1808, España volvió a la órbita francesa con el desenlace conocido. Incluso la breve Guerra del Rosellón de 1793-1794, la frustrada réplica borbónica contra la ejecución del primo capeto, como cuenta Alcalá-Galiano en sus Memorias, contaminó de "liberalismo" a los ejércitos espa-ñoles. Y por fuerza, de eso estaban contaminados los clérigos franceses que Mier conoció en el país vasco español, juramentados arrepentidos o perseguidos que no podían encontrar refugio en los nidos ultras de Londres o en los Ejércitos de los Príncipes, destartalados más allá del Rhin. Entre esos sacerdotes, Servando escuchó las primeras referencias directas, críticas o entusiastas, del obispo Grégoire. No sería extraño que una recomendación directa, la que le abrió las puertas del Segundo Concilio de 1801, como observador, haya provenido de los amigos del país Vasco. La situación de esos curas ilustra las espantosas paradojas revolucionarias. Mientras que la anglicana Inglaterra recibió al clero católico emigrado con creciente emoción, hasta motivar aquel elogio de Edmund Burke nunca vi humildad tan magnánima, ni tanta dignidad en la paciencia, ni tanta elevación en los sentimientos del honor, en España las cosas fueron distintas. La catolicidad ibérica, desde los arzobispos hasta el po-pulacho, recibió con espanto a aquellas víctimas del terror, portadores incurables de las nocivas "ideas francesas", agentes del jansenismo y del galicanismo. En Zaragoza, durante la fiesta de la Virgen del Pilar, los padres franceses no se inclinaron ante la procesión, como el resto de los fieles. Quizá temían ensuciar sus sotanas. La muchedumbre los apedreó. Y don Rafael Menéndez, obispo de Santander, había justificado esa conducta:
En Francia, clérigos, padres, curas, religiosos, se empolvaban y se frotaban como los hijos del siglo más imbuidos del espíritu del siglo... Se presentaban en España descaradamente empolvados y vestidos de gala... ¡Oh, escándalo! ¡Oh, eterno oprobio del clero francés! Oprobio que no puede ser lavado con las lágrimas más ardientes. Sólo con el agua fría puede deshacerse esa pomada. [Ivan Gobry, La Révolution Française et lEglise, Lyon, 1989] Al inclemente obispo santanderino no le faltaban sus razones. La brutalidad del clero español le impedía distinguir, entre la clerecía francesa, a los juramentados de los refractarios, a los constitucionalistas remisos de los ultramontanos, a los galicanos de los jansenistas... La abominación y la servidumbre ante Francia no conocía matices en la España borbónica. Fray Servando, veloz ante el conocimiento, entendió claramente el enjambre y caminaba hacia París para implicarse en él. Y como hombre enamorado de las ropas talares, criollo a la moda cuando se podía, Mier debió admirar la raída pudencia de esos abates de corte que por más fieles al decapitado Luis XVI que hayan sido, no se iban a postrar ante la primera peregrinación de pueblo que les saliera al paso. Volvamos al camino de París:
La instantánea nos regresa al autodesprecio erasmaniano que fray Servando sufrió, en todo tiempo y lugar, por su propia condición de monje, figura de la inutilidad, peso muerto y manos torpes. Y el par de zapateros desertores ilustra la facilidad con que las Memorias reproducen la narración picaresca, pues sólo a un escritor de esa estirpe se le ocurre bosquejar a lápiz ese microcosmos andariego con la exhibición del fraile descalzo, ridiculizado por el contrapunto de los laboriosos zapateros, colocados allí para ponerlo en picota, por necesitado. El camino termina, sin mayor trámite, en París. Infiel tanto al viaje sentimental a la Sterne, como a la bitácora ilustrada y diplomática de un Jovellanos, Mier funciona como pícaro y lo primero que busca es cobijo. Informa de inmediato que sus tres valedores en Lutecia son el embajador español José Nicolás de Azara (1730-1804), el botánico colombiano Francisco Antonio Zea (1770-1822) y José Sarea, Conde de Gijón. [Azara fue un personaje consistente de la Ilustración española, especialista en Garcilaso, letrado de la Universidad de Huesca, agente de Carlos III en la corte pontificia hacia 1765, ministro plenipotenciario de España durante las campañas italianas de Napoleón, y al fin, embajador en París. A José Sarea, Conde de Gijón, no he podido identificarlo.] Si el embajador Azara parece ser una persona circunstancial, relacionada con un pasado ilustrado que Mier no tuvo, Zea será el primer prohombre de la independencia americana que el fraile recordará haber conocido. Nacido en Medellín, en el Reino de Nueva Granada, su precocidad científica coloca a Zea, junto a don José Celestino Mutis, en la expedición botánica de 1789-1794. Abogado y teólogo, Zea le enseñaba sus latines al virrey-arzobispo granadino cuando quedó implicado en la temprana conspiración de Antonio Nariño (1765-1823) en 1794. Todos aquellos revolucionarios colombianos fueron procesados y remitidos a Cádiz. Este contemporáneo de fray Servando en las prisiones peninsulares, era para él uno "de los jóvenes doctores de Cundinamarca, que habiendo impreso un librito de los derechos del hombre, había puesto en prisión la Audiencia de Santa Fe de Bogotá". El caso de Zea cayó en manos más liberales que el de Mier y, favorecido por su fama e ilustración, marchó desterrado a París. En 1801, al encontrarse con él, regresaba a Madrid se le tenía prohibido pisar América para dirigir el Jardin Botánico. Testigo del 2 de mayo de 1808, pareció inclinarse por los patriotas pero se afrancesó hasta ser el prefecto de Málaga de José Bonaparte. Se reunió con Bolívar en Londres en 1814 y lo alcanzó en Haití, ya como independentista. Presidió el Congreso que proclamó la República de Colombia el 17 de diciembre de 1819. Finalizó su carrera tras haber incumplido la misión diplomática que Bolívar le encargó en Europa, donde agravó la deuda externa y derrochó dineros de la embajada. Negoció una abortada confederación entre España y los nuevos Estados hispanoamericanos que habría de ser regida por Fernando VII. El botánico Zea confrontó a Mier con un hombre representativo de su generación y con un puente hacia su todavía lejano futuro político. A pocos meses de haber cruzado la raya de Francia, el fraile ya sabe lo que es disputar con los sabios de Sión y ahora se topa con ilustraciones científicas y heterodoxias políticas impensables para él. En la legación del embajador Azara, nos dice la Relación..., Mier se sintió incómodo o atemorizado por los empleados. Los covachuelos de la Inquisición habían sido sustituidos por las lechuzas de la Ilustración. El cónsul español remitió al recomendado mexicano con su secretario, con órdenes de que dispusiese su alojamiento. Pero
este era un español que se empeñó en hacerme ateísta con la obra de Fréret, como si un italiano no hubiese reducido a polvo sus sofismas. He observado que se leen con gusto los libros impíos, porque favorecen las pasiones, y no sólo se leen sus impugnaciones, sino que se desprecian, porque el tono fanfarrón y satisfecho de los autores incrédulos pasa al espíritu de los lectores. Hablan con la satisfacción que, en su interior, no tienen, para imponer, y si la tienen, es por su propia ignorancia. Qui respicit ad pauca, de facili pronuntiat. Contra lo que se piensa en aquella época, los espíritus genuinamente ateos eran muy pocos, como ese fabuloso Abate Marchena, con quien ya nos encontraremos. Fray Servando, como todo católico en problemas con su Iglesia, se cuidará siempre de esquivar toda acusación de impiedad. Y en este caso el doctor Mier se equivoca, pues los libros de Nicolas Fréret (1688-1749) le hubieran gustado. Era un anticuario de su estilo que, careciendo de verdaderas ideas antirreligiosas, cometió la imprudencia de afirmar que la virtuosa civilización china era 2,575 años anterior a Cristo, lo que le valió su temporada en La Bastilla. Mier confundía a los criticistas barrocos como él con los horribles ateos de la propaganda contrarrevolucionaria. El secretario ateizante, una vez fracasada su misión de adoctrinamiento, descubre que el fraile carga dinero y, desobedeciendo la hospitalidad consular, le cobra veinte duros de alojamiento. Esta otra pincelada picaresca nos lleva al extravagante José Sarea, conde de Gijón, natural de Quito, quien completa la galería de excéntricos con quienes el dominico hace su París, era una fiesta. De Sarea sabemos solamente lo que Mier nos cuenta. Era un señorito derrochador dedicado al contrabando que "tiraba el dinero como si estuviese en América". A Servando, convencido de que los salvajes eran los europeos, aquéllo le parecía afrentoso "considerando que se había de ver gran miseria en Europa, donde todos se conjuran para despojar al americano recién venido, le iba a la mano, aun cuando quería gastar en mi obsequio. Él se enfadó de esto y me abandonó casi luego que llegamos a París". A sus virtudes como cristiano ecuménico y fraile impermeable al ateísmo agregamos el espíritu ahorrativo de Servando, pues advierte que el Conde de Gijón se arrepintió de sus derroches "porque le sobrevinieron los trabajos que yo le había predicho" y fue víctima de un fraude comercial con el azúcar que exportaba de La Habana. En una declaración rara en el memorialista, se despide de José Sarea como un hombre que al conocer "mi hombría de bien" se convirtió en su mejor amigo. Mier jamás abandonó su conciencia y sus obligaciones de sacerdote:
Llegar a la Francia postrevolucionaria fue para fray Servando una comprobación amarga: la Iglesia Católica estaba en ruinas, víctima de su propia disipación y de la derrota filosófica. En España era fácil culpar a la Inquisición y a sus covachuelos del desastre pero en Francia imperaba o el libertinaje o el martirio. A esa constatación se sumaba el horror por el propio hábito, esa monacofobia que Mier sufrió toda su vida: ser "religioso" era aun peor que ser solamente sacerdote [Servando Teresa de Mier no era monje, sino fraile, pertenecía a las Órdenes Mendicantes, regidas por las Reglas de San Agustín. Pero utilizó el término "monje" y "monacofobia" en sentido extensivo a todos aquellos "religiosos" ajenos al estado secular]. Quizá fue ese francés, precisamente, quien lo recomendó en París desde Burdeos, pero es esa recomendación con cláusula de buena conducta la que provoca la página más triste de la Relación...:
En el episodio siguiente veremos a fray Servando incurrir en al menos tres o cuatro de los trece adjetivos que cuelga a los religiosos. Y aunque no lo vamos a tirar por la borda, tendremos que reconocer que obró frailunamente contra una de las escasas personas cándidas y sabias en la crudelísima historia americana: Simón Rodríguez (1771-1854), el pedagogo ilustrado que fue maestro y confidente de Simón Bolívar. Tras recibir un "socorrito" del señor inquisidor José de Yeregui, jansenista español que intervendrá varias veces en la vida de Mier [Poco se sabe de José de Yeregui, que Servando da por muerto hacia 1808. Don José Antonio Llorente, en su Historia crítica de la Inquisición en España (1817-1822), publicado en Madrid en 1981, lo presenta en el número 118 de la "Noticia de los literatos que han padecido por causa de la Inquisición" con la siguiente ficha: "presbítero secular, doctor en teología y cánones, natural de Vergara, de Guipúzcoa, maestro de los infantes Gabriel y Antonio de Borbón, caballero de la Real Orden de Carlos III, autor de un catecismo y capaz de serlo de muchas obras de buena teología y disciplina eclesiástica por su grande ciencia. Fue delatado tres veces a la Inquisición de corte como hereje jansenista por ciertos clérigos y frailes ignorantes del partido jesuítico. Se le asignó, año de 1792, la villa de Madrid por cárcel, que duró medio año, pero satisfizo a todos los cargos, de modo que los inquisidores de corte le absolvieron de la instancia. En el Consejo había contrarios que deseaban decretase solamente suspensión del proceso, y las intrigas se multiplicaron de manera que verosímilmente prevalecerían si no fuera por haber fallecido entonces mismo el inquisidor general Rubín de Cevallos, obispo de Jaén, y nombrándose luego para sucesor a Manuel Abad y la Sierra, arzobispo de Selimbra, cuyas opiniones eran conformes con las de Yeregui, a quien por fin se dio testimonio de haber sido absuelto y puesto en libertad. Henri Grégoire lo menciona en sus Mémoires como autor de la Idea de un catecismo nacional. Atacó a los curas juramentados y tomaba las aguas en Bagnéres, donde predicó en la misa de la Asunción, lo que provocó que el magistrado de la ciudad le ofreciera una diputación], Servando anuncia que:
En 1801, Simón Rodríguez, roussoniano y bohemio, nadaba mar adentro en un siglo en el que Servando apenas se mojaba la sotana. Pero el fraile pagó esas clases de ilustración y romanticismo con la impostura, el abuso de confianza y el plagio:
Por lo que toca a la escuela de lengua española que Robinsón y yo determinamos poner en París, me trajo él a que tradujese, para acreditar nuestra aptitud, el romancito o poema de la americana Atala de M. Chateaubriand, que está muy en celebridad, la cual haría él imprimir mediante las recomendaciones que traía. Yo la traduje, aunque casi literalmente, para que pudiese servir de texto a nuestros discípulos, y no con poco trabajo, por no haber en español un diccionario botánico y estar lleno el poema de los nombros propios de Canadá, etcétera, que era necesario castellanizar. El doctor Mier, teólogo de la Real y Pontificia Universidad de México, donde no enseñaban francés, se solaza en explicar que
Todavía Alfonso Reyes, con buena fe y pocas luces, sostuvo la autoría servandiana. Pero el erudito venezolano Pedro Grasses puso en orden las cosas, al analizar la traducción "de Mier", publicada en 1801, pero no en París, sino en Bayona. El texto, según Grasses, es una versión de buena factura, en absoluto literal y con algunos galicismos [La primera versión castellana de Atala, Caracas, 1955. Agradezco a José Balza la búsqueda y el envío del folleto, que Alfonso Reyes citó sin haberlo leído, pues lo daba como prueba de la atribución de Mier]. Nada hay de la pedagogía publicitada por Mier en defensa de reproches imaginarios, pues el fraile no sabía francés o apenas lo farfullaba en 1801, como lo muestra su propia confesión de ¡haber hablado como mexicano para hacerse pasar como clérigo francés en la frontera española! Ni yo. Meses después aparece milagrosamente un Servando políglota en calidad de negro y víctima de Rodríguez, que nada tenía de empresario y estaba tan desguarecido o más que su amigo mexicano, pues carecía de sus relaciones eclesiásticas. El resto de los argumentos de Grasses son casi irrebatibles. Pero ladrón que roba a ladrón, Mier agrega que "su" traducción le fue robada después por Pascual Genaro Ródenas en Valencia [1803] y por el inglés Walton para sus Dissentions of Spanish America. Grasses leyó una y otra cosa: la traducción de Ródenas es distinta de la que Mier se atribuye, y el libro de Walton tan sólo la cita. Mier conocía de oídas ambos libros, y en concreto, se queja que Ródenas quiso enmendarle la plana desacentuando sabanas en vez de sábanas. No hay tal cambio en la versión valenciana. Yo agregaría: ¿para qué necesitaba Mier de un diccionario botánico cuando convivía con un botánico americano tan importante, el francoparlante Zea? Pues porque la traducción ya había sido hecha en Bayona por Simón Rodríguez, quien dedicó el trabajo a sus alumnos en esa ciudad y ofreció, a los compradores de Atala, su nueva dirección en París,165, rue Saint-Honoré. A principios del siglo XIX la noción de derecho de autor era bastante laxa, pero no son lo mismo los plagios de Stendhal, sobre textos de personas desconocidas, historiadores de la música y la pintura, que la treta de fray Servando contra Simón Rodríguez, su amigo y huésped. Al entrar en el desván de los detalles, esas ratas que maldecía Voltaire, Mier no sólo trata vanamente de ocultar su deshonestidad, sino manifiesta una mutación decisiva en su personalidad. La privanza con las ideas modernas y sus detentadores, lo enriqueció intelectualmente de manera irreversible, pero agudizó su sentimiento de inferioridad frailuna, culminando su involuntaria metamorfosis picaresca, la forma que mejor conocía de sobrevivir al infortunio. Servando no tenía motivo alguno para perjudicar a Simón Rodríguez al que seguramente ayudó en la escuela parisiense ni al traductor valenciano o al publicista inglés. Pero, durante la redacción definitiva de las Memorias en 1819, al doctor debió dolerle que tantas partes de su vida carecieran de documentación, justo cuando era sometido a un proceso inquisitorial. Inclusive, durante las primeras declaraciones del reo, en septiembre de 1817, dice que el viejo Robinsón era un "anglo-americano católico" [El proceso inquisitorial contra Mier en 1816-1820 aparece completo, con sus 1097 folios, en las páginas 638-950 del tomo VI de Juan E. Hernández y Dávalos, Documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821 (1877-1882), José M. Sandoval Impresor, 1888. De aquí en adelante citaré esa documentación como Hernández y Dávalos, op.cit] lo que prueba que casi había olvidado quién fue su camarada parisiense. Entre 1814 y 1820, los nombres de Servando Teresa de Mier y de Simón Rodríguez amenazaban con perderse como las máscaras desechables tras el carnaval de esa revolución hispanoamericana que parecía aplastada por la Restauración. Así que plagiar la traducción de Chateaubriand era fácil e inofensivo. Un detalle que la posteridad desdeñaría. La argumentación final de Mier, plagada de erudición frailuna y salpicada de las migas de la cena conventual, no deja de conmoverme:
Esas parrafadas escolásticas a propósito de Chateaubriand, el autor moderno por antonomasia en 1800, traídas a cuenta "para contrarrestar la inocua maniobra de las gentes que no reparan en fobias y ficciones", muestran a ese Mier desesperado entre la erudición y la paranoia, en esa pesadilla de quien por huir hacia adelante retorna al origen. ¿Qué habrá aprendido de Simón Rodríguez, llamado por la bobería republicana Sócrates de Caracas o Diógenes de América? Tal parece que cuando Servando topa con esos gigantes que lo colman de admiración, vuelve a ser el prisionero que cuida de las arañas en su celda, contándolas como su única heredad. Ese Robinsón, en cambio, caminó entre dos siglos tras un ejemplar vivo del Emilio de Rousseau, a quien creyó encontrar en el joven Bolívar, a quien vio morir en el fango, como a Bonaparte; fue un loco de las Luces fundando falansterios en las imposibles repúblicas bobas de América Latina. Acaso Servando y Simón se hayan divertido, al verse involucrados en el año X de la República francesa, en conspiraciones eruditas o jesuíticas contra la sabiduría de las Órdenes mendicantes. Ambos son criaturas desdeñadas por la biografía y arropadas por la novela. Mier tiene en Reinaldo Arenas [Inspirado por La expresión americana (1957), de José Lezama Lima, donde hay un par de páginas precursoras sobre el doctor Mier, el novelista cubano Reinaldo Arenas (1943-1990), escribirá El mundo alucinante (una novela de aventuras), logrando la resurrección de fray Servando en la gran literatura latinoamericana del siglo XX.] a su custodio y Simón Rodríguez a Arturo Uslar Pietri, autor de La isla de Robinsón (1981), que dado que creo en la realidad novelesca, acaso sea la única fuente verosímil sobre el encuentro. Uslar Pietri camina tras el par de prodigios, escucha al barroco disertar sobre Santo Tomás, mientras Robinsón le da sus primeras lecciones sobre la Revolución francesa, Robespierre y Bonaparte, esas formas de despotismo que Servando desconocía. En esas conversaciones debió escuchar las primeras opiniones políticas, estrictamente contemporáneas, provenientes de un intelectual ajeno al clero por definición, el Aristóteles de Alejandro-Bolívar. Con mejor maestro informal no pudo toparse el fraile. Y Uslar Pietri se atreve a contrastar el Atala con la imaginación de sus traductores. ¿Cuál de los dos americanos había visto con más atención a un indio? Mi respuesta es que Servando, acaso vio de niño a los comanches colgados por su padre en los caminos del Nuevo Reino de León y don Simón jamás trató a los descendientes novohispanos de los aztecas. Para ambos, el indio americano era una criatura tan mitológica como para el vizconde de Chateaubriand, nueva estrella de la literatura francesa. ¿Por qué traducir a Chateaubriand? Era el hombre de la hora. El 6 de abril de 1801, la imprenta de Mignaret daba a luz los primeros ejemplares de Atala ou les amours de deux sauvages dans le désert. Su autor había nacido en 1768, diecisiete años después que Rodríguez, sólo un lustro menor que Mier. Hijo segundón de la nobleza bretona, François-René alcanzó a ser presentado en la corte de Luis XVI durante una cacería. Se entusiasmó, como le ocurre a los jóvenes, con el aliento libertario de 1789, pero fue de los primeros en retroceder ante las cabezas paseadas en picas por la turba parisiense. Amigos y familiares suyos conocieron el cadalso. Chateaubriand escapó al Nuevo Mundo, recorriendo muchas leguas entre Estados Unidos y Canadá, territorio que su imaginación extendió hasta la península de la Florida. Perdido en esas inmensidades, leyó en un periódico viejo que su rey, juzgado como Luis Capeto, había sido guillotinado el 21 de enero de 1793. Regresó a Londres para ver la derrota militar de los hermanos del rey y en 1800 lo tenemos de regreso en Calais, tras haber publicado su Essai sur les révolutions, donde se debate entre la "vieja" Ilustración y el "nuevo" catolicismo. El Consulado, en un triz de convertirse en Imperio, necesitaba de Chateaubriand para poder legitimar entre la inteligencia la restauración del culto católico. Eso ocurrirá con El genio del cristianismo, de 1802, el best-seller del Concordato. Es natural que a Mier y Rodríguez, más allá de la oportunidad editorial, les sedujese Atala. La antigua Ilustración sonrió con amargura ante esa sanción pública de la cursilería de los románticos. El cuento se interrumpe en treinta y tres ocasiones debido a las lágrimas del narrador, mientras el viejo Chactas cuenta a René ese romance piadoso y exótico. Por ser una invención del origen, sin la cual el exiliado enloquece, Atala debió conmover también a sus traductores al español. Mier no conocía América; Rodríguez la recordaba demasiado. Uno la perdería por ignorancia, el otro por confusión. Y Chateaubriand, cristianizador de Rousseau, había viajado al Nuevo Mundo huyendo de los horrores del Contrato Social, a la caza del Buen Salvaje, que para el vizconde, como para fray Servando, no podía sino ser cristiano. Atala es una tragedia cristiana entre gentiles, la historia de amor de un indio apóstata Chactas por una india cristiana Atala desplegada ante la mirada enternecida de un sacerdote ideal, el padre Aubry, que habrá de morir martirizado. Un ignorante de la literatura moderna como lo era Mier y tantos de los lectores franceses del día comprendía fácilmente el catecismo de Chateaubriand: la Virtud, arrancada del mundo por la furia deísta, se reconquista en las antípodas, en el corazón de una princesa indígena cristiana, cuya castidad es una ofrenda a Dios, a la naturaleza y al amor, trinidad romántica elemental que en 1801 era una oferta que garantizaba el éxito popular. Por más antecedentes que tuviera en Rousseau y en Bernardin de Saint-Pierre [Paul et Virginie, 1787], Atala, por su cristianización del motivo, era una auténtica novedad. ¿También lo era para Mier, que estaba aprendiendo francés junto al pedagogo Rodríguez? No del todo. ¿No era acaso la leyenda de Santo Tomás Apóstol otra tragedia cristiana entre gentiles? ¿No había narrado fray Servando, en su célebre sermón, el amor de una indianidad apóstata por la Virgen de Guadalupe, madre de Jesucristo? ¿No se identificaría él mismo con el padre Aubry, quien siembra la verdadera religión en el corazón entusiasta aunque desordenado del pagano? Pero Mier no volvió a ocuparse de Atala, salvo para presumir que la había traducido. Y nuestro fraile, para dolor de sus biógrafos y en beneficio de sus novelistas, era incapaz de retratar. No lo hace ni como barroco, ni como romántico. Tiene demasiada prisa por desahogar sus diligencias. Alaba a pocas personas y tizna a sus enemigos. Se es covachuelo o se es fraile, el resto no es humanidad. En la Relación..., un personaje de la riqueza de Simón Rodríguez, sólo merece seis líneas de presentación. Más importante le parece la currícula, una nuez abierta, del zutano Gutiérrez, trinitario, libertino y ajusticiado. Que Mier le haya perdido la pista a Rodríguez en 1819 es lógico, no lo es su indiferencia ante Chateaubriand, uno de los escritores más famosos de su época. Pero sólo nos dice: "en cuanto al Atala, el primero que vino a comprárnosla fue el mismo autor..." Todas las biografías de Chateaubriand coinciden que en abril de 1801 el vizconde estaba en París. Es muy probable que se haya hecho de la versión española de Atala que vendían un par de americanos. El novelista Uslar Pietri también se queda hambriento ante la imperdonable reticencia del memorialista. Imagina a Simón Rodríguez increpando a fray Servando por no haberle contado completa a Chateaubriand su historia de Santo Tomás Apóstol en América. Quizá Servando tuvo, durante sus exitosos años veinte del siglo XIX, alguna noticia de los cuadernos de Simón Rodríguez, donde su espíritu matemático trataba de resolver la ecuación entre la anarquía y el despotismo con un resultado favorable para América. Acaso Mier se reconoció en la idea de Simón Rodríguez, proyectada como una maldición: los hispanoamericanos han experimentado con todas las formas de la crueldad [Simón Rodríguez, Inventamos o erramos, 1988 y Juan David García Bacca, Simón Rodríguez, pensador para América, 1981]. Pero si Napoleón se ufanó de haber recogido una corona tirada en el arroyo, fray Servando habría dicho que el Atala, de Chateaubriand fue otra moneda caída en el bolsillo del desvergonzado.
Christopher Domìnguez, "Fray Servando entre los judíos de Bayona", Fractal n°13, abril-junio, 1999, año 3, volumen IV, pp. 11-40.
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