ROSSANA CASSIGOLI

La memoria y sus relatos

 

 

 



En las siguientes páginas, me permito bosquejar un ensayo antropológico acerca de una memoria humana que se mide con la fuga de las cosas en la disipación, la obsolescencia o, como lo define Franco Rella en Metamorfosis, precipitación hacia la indiferenciación; tema que ha asumido una centralidad en la experiencia del pensamiento desde su época clásica hasta la más próxima actualidad –y que que resalta dramáticamente en especulaciones filosóficas y religiosas como en los Moralia de Plutarco o en los Recuerdos de Marco Aurelio; para las gnosis mística la realidad se presenta como el mal, pues está condenada, de acuerdo con Rella, a la "impermanencia, la mutación, a un tránsito que parece conducir a la nada". La tensión en cuyo interior conviven la memoria y el olvido parece haber tonificado la construcción de la experiencia humana desde los inicios del tiempo social. Desde esta breve formulación, me atrevo a deducir la naturaleza antropológica de un vasto tema hasta ahora mayormente aclarado por la filosofía y la historia (Georg Eickhoff, La historia como arte de la memoria).

Desde el principio, el historiador forjó amarras con el grupo y su memoria. En el siglo XIX era un modelador, un afinador, un restaurador de la memoria. Pronto descubrió que podía practicar una anamnesis más profunda de lo que jamás podría hacerlo una colectividad. Todo el pasado se convirtió en objeto accesible a sus métodos de averiguación.

La antropología escolar de nuestro siglo ha desarrollado una escasa teoría sobre la memoria, si aceptamos que el afán antropológico es, justamente, el de montar –en el sentido de hacer un montaje cinematográfico; la palabra remite tanto a una puesta en escena como al proceso de edición o adición de "materiales" con objeto de construir una narración– el relato de los saberes colectivos que rehúyen perecer. La memoria suele presentarse al pensador humanista como un don otorgado a su conciencia, a la conciencia humana. Como creyó Michel de Certeau ("El mito de los orígenes", en Historia y grafía núm. 2), estamos con el pasado para discernir con nuestros contemporáneos lo que debe ser nuestro espíritu hoy en día, para juzgar esos orígenes y decidir nuestros compromisos de hombres. Lo que contempla, sin embargo, el espectador de la modernidad, es la imbricación de lo antiguo y lo nuevo, unido a la permanencia de un principio convocado a menudo por Saussure, según el cual "lo que domina en toda alteración es la presencia del material antiguo" (citado en Augé, Hacia una antropología de los mundos contemporáneos). La pregunta que suscitan el recuerdo y el olvido se dirige primeramente al pasado. Posee, parafraseando a De Certeau, la añorada forma de tierra natal y, paradojicamente, de comarca abandonada: en ella esperamos encontrar el lugar de lo esencial, un espíritu original falseado por un destino ulterior; pero al mismo tiempo su obsoleta investidura nos resulta ya imposible de habitar. Al descender más hacia los orígenes, puede haber incluso un vado donde se anhelaba una verdad profunda y en lugar del objeto sagrado que buscábamos, una arqueología de las relaciones humanas nos abre una vía para la comprensión de quiénes somos y qué servicio podemos prestar, para, en esencia, recuperar la credibilidad en el discurso de lo humano.

Steiner, que caviló desde una vida y una obra enteramente dominadas por la pertenencia judía, pensó que lo que nos rige no es el pasado literal –salvo posiblemente en un sentido biológico–, sino las imágenes del pasado a menudo muy estructuradas y selectivas como los mitos. Estas imágenes y construcciones simbólicas del pasado permanecen impresas en nuestra sensibilidad casi de la misma forma que la información genética. "Cada nueva época histórica se refleja en el cuadro y en la mitología activa de su pasado. Cada era verifica su sentido de identidad, de regresión o de nueva realización teniendo como telón de fondo ese pasado", asevera Steiner en En el castillo de Barba Azul. Una sociedad requiere de antecedentes, pues el alcance, la lógica y la autoridad de la propia voz vienen de atrás. Cuando estos antecedentes no están naturalmente presentes en una comunidad nueva o reunida después de un prolongado intervalo de dispersión o sometimiento, citando de nuevo a Steiner: "un decreto intelectual y emocional crea un tiempo pasado necesario a la gramática del ser".

Recuerdo sin representación

El inmenso poder de los textos antiguos radica justamente en su condición de paradigmas, seguramente parciales, del funcionamiento de la memoria colectiva, de una anamnesis o una crisis de olvido. Hay una clase de olvido cuya naturaleza fue tal, que las fuentes jamás podían mencionarlo. Recaía sobre las cosas de una gran potencia, que fueron absolutamente olvidadas, hasta que su propio olvido se olvidó. Por ejemplo, cuando en el antiguo Israel echó raíces el monoteísmo, todo el vasto y rico mundo de la mitología pagana del Cercano Oriente se sumergió en el olvido, de manera que de él sólo quedó "la caricatura legada por los Profetas: la pura idolatría, el culto de maderas y piedras" (Yosef Yerushalmi, "Reflexiones sobre el olvido", en Usos del olvido).

De todos modos el monoteísmo es un concepto sumamente provisional. Los historiadores de la religión nos dicen que el nacimiento del concepto del Dios mosaico constituye un hecho único en la experiencia humana, que ninguna idea comparable surgió en otro lugar ni época. Este carácter repentino de la revelación mosaica, el credo final del Sinaí, desgarró la psique humana en sus raíces más antiguas pero nunca cuajó del todo. Las exigencias impuestas al espíritu son inconmensurables: se ordena a la conciencia que obedezca y ame a la abstracción más pura. El Dios de la Tora no sólo prohíbe construir iconos que lo representen sino también imaginarlo. Sus atributos son su eternidad, su infinitud y su omnipresencia. Steiner escribió un pasaje sorprendente: "Nunca se impuso al espíritu humano exigencia más feroz, más cruel, pues éste tiene la tendencia compulsiva, orgánicamente determinada, a la imagen, a la presencia representada." Aunque se lo invocara apasionadamente la institución del Dios mosaico resultó, para la mayoría, una ausencia inexorable o una metáfora, como ocurre en toda experiencia sincrética. Para decirlo brevemente con Nietzsche, en el politeísmo estaba la libertad del espíritu humano, su multiplicidad creativa. La doctrina de una sola deidad "es el más monstruoso de todos los errores humanos" ("die ungeheuerlichste aller menschlichen Verirrungen") y en la historia, las exigencias del monoteísmo absoluto resultaron intolerables. Por eso el Antiguo Testamento es un registro de motines y recurrentes retornos a los viejos dioses a los cuales las manos podían tocar y la imaginación albergar.

Con justa razón Vidal Naquet escribió que los judíos tienen como patrimonio común el Libro. Un relato tomado de Morris Berman (El reencantamiento del mundo) ilumina cabalmente esta aseveración: "En 1883 o 1884, cuando mi abuelo paterno cumplía 5 años, fue enviado por sus padres al cheder, o escuela elemental judía, donde iría a aprender a leer el idioma hebreo y el Antiguo Testamento. Era costumbre entre los judíos de la provincia de Grodno en Belorrusia darle una pizarra a los niños al entrar al cheder. Era su pertenencia personal sobre la cual iban a aprender a leer y a escribir. Y el primer día el profesor hizo algo bastante notable: tomó la pizarra y dibujó en ella las primeras dos letras del alfabeto hebreo –aleph y beys– con miel. A medida que mi abuelo se comía las letras de la pizarra, aprendía un mensaje que iba a permanecer con él por el resto de su vida: el conocimiento es dulce". Pero es además, un mensaje que encarna un simbolismo encubierto: la pizarra será ocupada materialmente para aprender gramática y el vocabulario discursivo hebreo, un tipo de conocimiento literal, no emotivo, que es necesario para nuestro funcionamiento en el mundo. El que los trazos fuesen degustados evoca un uso poético y más antiguo de las letras, el uso de una forma especialmente distintiva del hebreo: el poder de la Palabra. Sin embargo, no existe en la escuela judía autoridad alguna, ni siquiera el Sanedrín, que posea el monopolio de la interpretación. Hay quienes asignan un significado a los textos y efectúan un pesher, un comentario explicativo emitido en una especie de meta tiempo, como si éste no existiera, y cuyo sentido es la relectura y actualización de un texto (Pierre Vidal-Naquet, Los judíos, la memoria y el presente).

Los antiguos libros judíos pueden resultar paradigmáticos porque los problemas que suscitan y de los que tratan van más allá de su contexto judío; la fenomenología de la memoria y del olvido colectivos es esencialmente la misma en todas las culturas humanas. De acuerdo con Yerushalmi, no hay pueblo para el que ciertas imágenes del pasado, históricas o míticas, no pasen a ser una Tora, oral o escrita. Una enseñanza canónica, compartida y necesitada de consenso. Si esta Tora logró sobrevivir es sólo porque no ha cesado de renovarse como tradición: Moisés recibió la Tora en el Sinaí y la transmitió a Josué y Josué a los antiguos y los antiguos a los profetas y los profetas la transmitieron a los Hombres de la Gran Asamblea. Así se inició la Mishnah Abot, revelando la "cadena de la tradición" (Shalshelet ha-qabbalah) farisea. Con el tiempo, esta cadena se trenzaría a través del periodo talmúdico hasta el final de la Edad Media. Refiriéndose a este pasaje este autor escribió: "Por lacónico que sea, me parece encerrar la quintaesencia de la memoria colectiva definida como movimiento dual de recepción y transmisión." Y luego: "este proceso es lo que forja la mneme del grupo, lo que establece el continuo de su memoria, lo que forma una cadena de eslabones en lugar de desarrollar una sola pieza de hilo de seda. Los judíos no eran virtuosos de la memoria; eran receptores atentos y soberbios transmisores". Es preciso comprender, escribió Yerushalmi, en el contexto en que lo concibió la tradición, un oscuro e inesperado fragmento: cuando los maestros del Talmud penetraron en el viñedo de Jabneh, dijeron que, como estaba refrendado en la escritura, el destino de la Tora era ser olvidada en Israel (versículo de Amos, VIII,11). Habría días en que Dios mandaría hambre sobre la tierra, pero no de pan ni de agua, sino hambre y sed de la Palabra (Talmud de Babilonia, Tratado Shabbat, 138 a). Con excepción de pocos y raros individuos cuya alma ha conservado huella de los recuerdos prenatales del mundo de las ideas, todo conocimiento es anamnesis y todo verdadero aprendizaje es un esfuerzo por recordar lo que se olvidó. El Talmud (Tratado Niddah, 30 b), dice que el feto conoce toda la Tora y puede ver el mundo de un extremo al otro. En el momento de nacer sin embargo, un ángel le toca la boca y el recién nacido la olvida. Deberá volver a aprenderla.

El Segundo Templo destruido a la postre por los romanos, fue el lugar de memoria judío por excelencia. Hacia el año 2000 a.C, cuando Antíoco III, bajo la monarquía persa conquistó Jerusalén y Judea, cualquier forma de Estado judío que existiese, era la de un Estado-Templo. El vínculo entre el templo y la existencia misma de los judíos parece muy fuerte.

Cuando se dice que un pueblo recuerda, en realidad se dice primero que un pasado fue activamente transmitido a las generaciones contemporáneas a través de lo que el mismo autor llamó "canales y receptáculos de la memoria" o el historiador Pierre Nora (Les lieux du mémoire) "lugares de la memoria". El lugar de la memoria es un espacio que simboliza un tiempo, una transposición de espacios cuya función es evocar un hecho que sucedió en el tiempo; también existen lugares más sutiles y tratan de incorporar el tiempo en el espacio. El pasado que se transmite se recibe como cargado de un sentido propio. Un pueblo olvida, cuando la generación poseedora del pasado rechaza lo que recibió y cesa de transmitirlo a sus descendientes o cuando una comunidad humana no logra transmitir a la posteridad lo que aprendió de su pasado. Recordar es el mandato más imperioso de la ley judía. Pero los mandamientos y órdenes de "recordar" y de "no olvidar" que se dirigieron al pueblo judío no habrían tenido ningún efecto si los ritos y relatos históricos no se hubiesen convertido en el canon de la Tora: "torah, lo recuerdo –rememoró Yerushalmi–, significaba literalmente enseñanza en el sentido más amplio". Cada pueblo, incluso cada grupo, tiene su halakhah, que no es la ley, nomos, en el sentido alejandrino y después paulínico, sino que corresponde a una palabra hebrea que viene de halakh, que significa "marchar". Halakhah , para Yerushalmi, es entonces el camino por el que se marcha, semejante a la Vía o el Tao.

En toda la Biblia " se hace oír el terror al olvido", reverso de la memoria que es siempre negativo, pecado cardinal del que se desprenden los demás. El locus classicus, escribió Yerushalmi, se encuentra posiblemente en el Deuteronomio VIII: "Guárdate bien de olvidarte de Yavé, tu Dios, dejando de observar sus mandamientos, sus leyes y preceptos, que hoy te prescribo yo, no sea que te ensoberbezcas en tu corazón y te olvides de Yavé." Constituye ésta una premisa asombrosa, en la que un pueblo no es sólo exhortado a recordar, sino considerado culpable de olvidar. Yavé es un dios celoso: "No tendrás otros dioses más que yo". Toda la tradición rabínica y talmúdica se basó en la extirpación del animismo y las imágenes esculpidas. El Antiguo Testamento es justamente la historia del triunfo del monoteísmo sobre Astarte, Baal, el becerro de oro y los dioses de la naturaleza de los pueblos vecinos, paganos. Jabneh fue una fortaleza erigida contra el olvido; en ella se salvó, estudió y ordenó la tradición, para asegurar su perpetuación en el porvenir. La angustia de los sabios de Jabneh no era que se olvidara la historia, sino la halakhah, es decir la Ley. El viñedo de Jabneh remite a la academia que el rabino Johanan ben Saccai estableció durante la destrucción del Segundo Templo y su enorme poder quedó demostrado en el gesto de Freud que, 2,000 años después, rechazó la "cadena de la tradición" en provecho de la cadena de la "repetición inconsciente"; en agosto de 1938, tras escapar de su Jerusalén vienesa inmediatamente después del anschluss, se volvió instintivamente hacia el ejemplo de Jabneh para encontrar en él una palabra de consuelo: "Los infortunios sufridos por la nación judía le enseñaron a valorar debidamente el único bien que le quedó: su Escritura… y el interés espiritual que ésta suscita", afirma Yerushalmi. La memoria es siempre selectiva, al elegir elimina todo lo que se ve llano, pero al cabo de unas generaciones este casual olvido aparecerá en relieve. Lo único que la memoria retiene es aquella historia que pueda integrarse en el sistema de valores de la halakhah, el resto es ignorado u olvidado. La Tradición conoció tres momentos antiguos en los que la Tora fue realmente olvidada en su totalidad o en parte, y luego restaurada. Cuando en Israel se olvidó la Tora, Esdras llegó a Babilonia y la restableció. Una parte de ella fue olvidada nuevamente hasta que R. Hiyya y sus hijos llegaron y nuevamente la establecieron (Talmud de Babilonia, Tratado Sukkah, 20 a). El sentido del pasaje está claro: aquéllo que el pueblo olvidó puede, en ciertas circunstancias, ser recuperado.

En el capítulo VIII del libro de Nehemías, Esdras reúne a su pueblo en la plaza de la Puerta del Agua, en Jerusalén, para un ejercicio dramático de rememoración nacional. Como ocurre en casi toda anamnesis colectiva, lo que vuelve a la memoria vuelve metamorfoseado. Por primera vez en la historia, durante los siete días de los tabernáculos, Esdras y sus compañeros leen públicamente toda la Tora, en este caso los cinco libros de la Ley de Moisés, como un "libro" (sefer) continuo, mientras los levitas iban explicando su sentido. El sistema de la ley levítica fue lanzado al mundo en plena madurez por Esdras, en el año 444 a.C en Jerusalén (Frazer, El folklore en el Antiguo Testamento). Por primera vez en la historia, explicó Yerushalmi, un libro sagrado se convirtió en propiedad común de un pueblo y cesó de ser patrimonio exclusivo de los sacerdotes. Así nació la escritura. Así nació la exégesis. Así, de la religión del antiguo Israel nació el judaísmo, y Jabneh se hizo posible.

La condenación a la memoria

Nietzsche anidó justamente el pensamiento contrario y lo hizo en un sentido muy distinto: es absolutamente imposible vivir sin olvidar. Proclamó incluso el epigonismo (Gianni Vattimo, El fin de la modernidad) como la enfermedad de un hombre que experimenta una fiebre histórica devoradora: la saturación de saberes y de la conciencia del tiempo privó a este hombre de una propiedad clave: hacer la verdadera historia como creación (res gestae). El exceso de historicidad le impidió tener un estilo propio obligándolo a buscar las formas de su arte, su arquitectura y su moda en el gran depósito de trajes teatrales que termina de representar el pasado para él. Un instinto vigoroso debe advertirle cuándo es preciso ver las cosas desde la historia y cuándo es necesario verlas desde fuera pues ambas perspectivas son igualmente necesarias para la salud de una nación, de una civilización y del propio individuo, escribe Yerushalmi.

La apreciación de Vattimo es que la Segunda consideración intempestiva liberó la amargura de un hombre decimonónico arquetípico. Pues en ese tiempo del corrosivo ennui, según la impresionante afirmación de Eliot: "en extremos nerviosos cruciales de la vida social e intelectual se percibía una especie de gas de pantanos, un aburrimiento, un tedio, una densa vacuidad" (Steiner, En el castillo de Barba Azul). Un aspecto notorio del pensamiento de Nietzsche aspiraba a reconstruir la posibilidad de un olvido creador. La creación requería de olvido, de un horizonte cerrado en cuyo interior el ser pudiera consagrarse a una tarea asumida en cierto sentido como absoluta. La teoría o metáfora del eterno retorno le permitió al filósofo admitir la enfermedad de la historia como un destino. Es fácil advertir que la actitud que se adjudicó al atribulado hombre del siglo XIX, y que pareció constituir un fenómeno propio de una élite en la época de Nietzsche, ha pasado a ser, en un sentido muy amplio, también la nuestra.

Un camino enteramente filosófico y metafísico se aparta de una investigación antropológica situada en otra terrenalidad. Sin embargo, una reflexión sobre la memoria y el olvido obliga a mencionar las tesis decisivas procedentes de Nietzsche y Heidegger de acuerdo con la jerarquía que Vattimo les asignó: "La Verwindung –que se traduce del alemán como metamorfosis–, entendida en todos estos significados, define la posición característica de Heidegger, su idea de la función del pensamiento en el momento en que nos encontramos, que es el momento del fin de la filosofía en su forma metafísica. Para él como para Nietzsche, el pensamiento no posee ningún otro objeto que no fuera el "errar incierto de la metafísica". El pensamiento rememora en una actitud que no es la de la superación crítica ni la de la aceptación que repite y prosigue lo repetido: "El problema de la Wiederholung, la repetición, vinculado con la distinción entre Tradition y Ueberlieferung como modos diferentes de asumir el pasado, es ya un problema central en Ser y Tiempo" (Vattimo, El fin de la modernidad). En esta obra, el filósofo atribuyó al pensamiento la tarea del olvido del ser, la misión de reformular el sentido del ser, pensándolo de un modo enteramente distinto al que había sido concebido por la metafísica durante los siglos anteriores. Heidegger definió todo el pensamiento postmetafísico como rememoración (An-denken), como volver a pensar y considerar el pasado. Concepción que obtuvo su fundamento en una "destrucción de la historia de la ontología", que determinó por lo demás el desarrollo de su pensamiento y lo condujo a identificar cada vez más su función con una obra de destrucción o mejor dicho, de desconstrucción. "Los discursos desconstructivos han cuestionado suficientemente, entre otras cosas, las clásicas certidumbres de la historia, la narrativa genealógica y las periodizaciones de todo tipo, y ya no podemos proponer cándidamente un cuadro ni una historia de la desconstrucción. Análogamente, no importa cuáles sean hoy sus intereses ni su necesidad, las ciencias sociales (especialmente las que tratan sobre instituciones culturales, científicas y académicas) no pueden, en cuanto tales, pretender objetivar un movimiento que esencialmente, cuestiona la axiomática filosófica, científica e institucional de esas mismas ciencias sociales." (Derrida, Memorias para Paul de Man) Para la antropología esta idea posee un valor inmenso; hacer filosofía, hermenéutica, es hacer una crítica de la cultura. La tesis heideggeriana tuvo entonces un punto de arranque en la "determinación de la metafísica como olvido del ser". En La época de las imágenes del mundo se puede intentar comprender lo que Heidegger llamó olvido del ser: justamente la imposibilidad de olvidar (el ente) que constituye la enfermedad histórica de Nietzsche. El ente de Heiddeger es aquél que posee un atributo o encarna un proceder anticipador, ya que es el propio conocer, como proceder anticipador, el que se instala en el ámbito de lo ente, en la naturaleza o en la historia. Hay que cuidarse de reducir este proceder al método o procedimiento: todo proceder anticipador requiere ya un sector abierto en el que poder moverse. La apertura de este sector, para Martín Heidegger (La época de la imagen del mundo) es el paso previo y fundamental de la investigación. La palabra mundo es el nombre otorgado a lo ente en su totalidad, que no se agota en el cosmos, la naturaleza y la historia, y su mutua y recíproca penetración, sino que incluye el fundamento del mundo, cualquiera sea la relación que imaginemos entre el fundamento y el mundo, siguiendo a Heidegger. El arraigo cada vez más exclusivo de la interpretación del mundo en la antropología, que se inició a fines del siglo XVIII, se expresa en el hecho que la posición fundamental del hombre frente a lo ente en su totalidad se determina como visión del mundo (visión no pasiva del mundo, más bien, desde el siglo XIX, visión de la vida).

En ambos pensamientos, el de Nietzsche y el de Heidegger, la imposibilidad de olvidar que se identifica con el olvido del ser, no se presenta como un rasgo negativo o alienado de la condición actual del pensar. Es también e inseparablemente, la única posibilidad que le está dada al ser de preparar una salida o superación de la metafísica. De acuerdo con Vattimo, hablar de olvido del ser a propósito de la enfermedad histórica y de la imposibilidad del olvido, es otorgar a la doctrina de Nietzsche una dimensión que trasciende el nivel de una mera "crítica de la cultura" a la que se exponía relegada. Sólo si se le reconoce como destino (Ge-Schick) del ser, la imposibilidad del olvido revela las implicaciones positivas que Nietzsche había intuido, como posibilidades de "una apertura del ser diferente, de una experiencia del mundo diferente" (Vattimo, El olvido imposible). Se trata de buscar el olvido del ser admitiendo, en principio, su imposibilidad. Se trata de recurrir a la meditación para la configuración creadora del mundo, que permite al hombre saber lo "incalculable" y preservarlo en su verdad. La meditación, que traslada al hombre "futuro" a un lugar intermedio, a un entre en el que pertenece al ser, pero sigue siendo un extraño dentro de lo ente. Esta meditación, escribió Heidegger (La época de la imagen del mundo) "no es ni necesaria para todos ni realizable o tan siquiera soportable por todos. Por el contrario, la falta de meditación forma buena parte de las distintas etapas de la realización y la empresa". Para la meditación, el ser es lo más digno de ser cuestionado, en el ser la meditación encuentra su mayor resistencia y es lo que persigue disolver, aquel ente "que se ha deslizado en la luz de su ser".

El ser original de la memoria en la palabra originaria rige para Heidegger en la palabra originaria (Derrida, Memorias para Paul de Man). La esencia de la memoria reside primaria, originalmente, en la congregación (versammlung). Inicialmente (anfänglich), memoria (Gedächtnis) no significaba en absoluto el poder para evocar (Erinnerungsvermögen). La palabra designa el alma entera en el sentido de una constante congregación interior. Escribió: "Hemos determinado ‘Memoria’ como la congregación del pensamiento devoto" (Versammlung des Andekens). Se encuentra, por lo tanto, "en el texto heideggeriano" una indispensable referencia a la originariedad: la palabra originaria gedanc significa lo congregado (gesammelte), recordación que todo lo congrega (alles versammelnde gedenken). El gedanc dice la misma cosa que el alma (das Gemüt), espíritu, (der Muot), el corazón, (das Hertz). Este significado terminó por encogerse a causa de la filosofía escolástica y la emergencia y generalización de las definiciones "tecnocientíficas".

Al interior de nuestra proximidad, los espíritus de la memoria y el olvido vuelven desde un tiempo arcano hacia el presente. Suelen resucitar bajo la forma de una constante en la historia humana, como lo hacen el espíritu imperial o el espíritu barroco que retornan siempre a la actualidad, provistos de la fuerza de una pulsión creadora. En referencia a Eugenio D'Ors, Carpentier (Ensayos) describió el barroco como una constante humana, que suele retornar circularmente en el devenir de la historia.

La memoria experimenta también ese comportamiento cíclico, que en su caso bien puede llamarse alegórico. Paul de Man hizo hincapié en la estructura secuencial y narrativa de la alegoría (Jacques Derrida, Memorias para Paul de Man): "Si la alegoría sigue siendo una figura y una figura entre otras, en el momento mismo en que, articulando el límite, marca un exceso, es porque dice de otro modo algo acerca de lo otro. Si uno pudiera establecer una oposición (lo cual no creo) o diferenciar (lo cual es otra cosa), se podría decir que entre la memoria del ser y la memoria de lo otro hay quizá la disyunción de la alegoría." Pero una disyunción no sólo separa, como en el concepto hegeliano de alegoría: "Aun siendo defectiva, la piedra angular soporta y articula, une lo que separa." De acuerdo con Paul de Man, la alegoría, más que una forma del lenguaje figurativo, representa una de las posibilidades esenciales del lenguaje: aquélla que le permite "decir lo otro y hablar de sí mismo mientras se habla de otra cosa"; la oportunidad de decir siempre algo diferente de lo que "ofrece a la lectura", incluida la escena de la lectura misma. La alegoría se enfatiza también en la continuidad, o en la manera como lo antiguo prefigura lo nuevo. La alegoría bíblica constituye un ejemplo: los padres de la Iglesia habían establecido desde antaño que la exégesis de la Biblia debía llevarse a cabo en tres sentidos de interpretación asumidos desde la retórica: el literal o histórico, el moral y el alegórico; este último recurso fue indispensable para tratar de conciliar el Antiguo y el Nuevo testamentos (para descender al tema del arte del decir, el relato y los recursos de la narratividad, consúltese "El tiempo de las historias" en La invención de lo cotidiano, Artes de hacer de Michel de Certeau). La alegoría guarda relación con la metáfora, pues se instituye como un elemento dúctil susceptible de acoplarse a distintos discursos y ámbitos de la realidad. Se destacó su uso como mecanismo de argumentación: al interior de la doctrina exegética medieval, cuyo auge imperó en el siglo XVI, el efecto de la alegoría se apreciaba en el autor que creaba y en el lector que interpretaba y era en sí misma el fundamento de toda interpretación textual bíblica o clásica (Diego de Baladez, Rethórica Cristiana, en Jaime Humberto Borja, "La escritura de un texto de Indias", en Historia y grafía núm. 10). La infinitud de la alegoría es la que en mucho contribuye a imposibilitar toda síntesis totalizadora, toda narración exhaustiva o absorción total de una memoria o un recuerdo. Derrida rememora: "Así, siempre he pensado que Paul de Man sonreía para sí mismo cuando hablaba de la estructura narrativa de la alegoría, como si secretamente nos deslizara una definición de la narración que es irónica y alegórica al mismo tiempo, una definición donde apenas se sugiere lo narrativo." A propósito de esto, Michel de Certeau destacó el libro de Vernant y Detienne sobre la mêtis griega –arma absoluta que le vale a Zeus la supremacía entre los dioses; es un principio de economía, pues con el mínimo de fuerzas se deben obtener los máximos efectos así se define una estética (Jean-Pierre Vernant et Marcel Detienne, Les Ruses de l'intelligence)–; cuya forma es una trama de relatos que desde ya se conciben como prácticas textuales, pues un arte del decir es, al mismo tiempo, un arte del hacer y el pensar. El arte del relato sólo puede ser practicado, no se limita a expresar un movimiento; lo hace, produce efectos, no objetos; es una narración, no una descripción. El libro citado se consagró a la mêtis, una forma de inteligencia que existe sólo inmersa en una práctica, en la que se mezclan la sagacidad, la intuición, el olfato, la astucia y otras habilidades como la cautela, el sentido de la oportunidad y la experiencia. Resultó interesante para De Certeau la "triple relación" que mantiene la mêtis con la ocasión, con los disimulos y con una "invisibilidad paradójica", pues estos rasgos son también atribuibles al relato: aprovecha y cuenta el momento oportuno, el kairos; es una práctica del tiempo, multiplica máscaras y metáforas, es decir, carece de expresión propia o cultiva un no lugar, y no posee una imagen de sí misma pues finge siempre ser su otro con la descripción historiográfica; "hace como si se eclipsara detrás de la erudición o de las taxonomías que sin embargo manipula. Bailarín disfrazado de archivista". La mêtis representó para De Certeau una memoria en el sentido antiguo del término, "que designa una presencia en la pluralidad de tiempos y no se limita, pues, al pasado", y cuyos conocimientos son indivisibles desde el momento de su adquisición. La memoria vive informada de una multitud de sucesos, circula en ellos sin poseerlos, cada uno de ellos es un fragmento de tiempo. Además, esta memoria puede prever "las múltiples vías del porvenir", al combinar las posibilidades anteriores o posibles. Se introduce así una duración que provocará un cambio en la relación de fuerzas, la memoria de la mêtis permanece oculta hasta su revelación en el instante oportuno; "el resplandor de esta memoria brilla en la ocasión".

Recuperar lo olvidado

En el periodo que separa el fin del medioevo y los inicios de la imprenta, el Settecento, se contempló la lenta agonía del arte de la memoria o de la alegoría; ya desde el Cinquecento comenzó a alejarse de los grandes centros neurálgicos de la tradición europea para devenir en la marginalidad (Francis Yates, El arte de la memoria). Rella escribió que frente al advenimiento de las matemáticas y la memorización mediante las "minúsculas letras" de los números, los símbolos del arte de la memoria, que habían sobrevivido desde la antigüedad hasta el siglo XVII se rompieron para siempre (se refiere al tránsito del Renacimiento al Barroco, en Metamorfosis): "Es el momento en el que las cosas aparecen desnudas, símbolo, o mejor dicho, simulacro de sí mismas. Es el momento en que también el ánima descubre, como ha dicho Pascal, su terrible desnudez, hasta el punto de desear el olvido, de querer perder el recuerdo de su estado auténtico". El hallazgo de Pascal, el "alma desnuda", provoca detenerse. En su expresión humana, el ánima es un ser "implume", según la metáfora de Platón, o "decaído" en la teología medieval: una natura lapsa (Giannini, La reflexión cotidiana). Se puede sostener también que el alma es un principio (arxé) en la totalidad del universo, aquéllo que rige su destino viviente y orgánico. Por ella, o en virtud de ella, dice Giannini, al interior del universo ocurre el movimiento, que es a su vez el principio de todas las cosas que llegan a la existencia. Principio de lo que está permanentemente en vías de ser y de no ser. Terrenal o celeste, el alma permanece inmortal y expuesta a todo movimiento, no nace ni perece como el cuerpo que la anima. Lo más radical: el alma transita sin ser transitoria; prueba de la condición superior del universo.

Agustín fue quien heredó al cristianismo medieval una adaptación y profundización cristiana de la antigua teoría retórica sobre la memoria, "una versión cristiana, adaptada, de la trilogía antigua de las tres facultades del alma: memoria, intelligentia, providentia" (Jaques Le Goff, El orden de la memoria). Se nutrió de una concepción muy remota de los loci y de las imágenes de memoria, otorgándoles una extraordinaria profundidad (Agustín, Confesiones), pues habló de la "inmensa aula de la memoria" (in aula ingenti memoriae) y de su "cámara vasta e infinita" (penetrale amplum et infinitum): "Llego ahora a los campos y a los vastos confines de la memoria, donde reposan los tesoros de las innumerables imágenes de toda clase de cosas introducidas por las percepciones; donde están igualmente depositados todos los productos de nuestros pensamientos… Cuando están allí dentro, evoco todas las imágenes que quiero. Algunas se presentan al instante, otras se hacen desear largamente" (citado en Yates, El arte de la memoria). Estas imágenes cristianas de la memoria se han armonizado con las grandes iglesias de arquitectura gótica. Con Agustín, la memoria se sumergió profundamente en el hombre interior, "en el corazón de aquella dialéctica cristiana del interior y del exterior de la cual saldrá el examen de conciencia, la introspección y quizá también el psicoanálisis" (Le Goff, El orden de la memoria). Alude a una experiencia íntima con lo divino, una manera de en-contrarlo en sí mismo. Por ese camino se llegará a ese "arrobamiento de Dios" del que habló Teresa de Ávila y que define bien las formas del misticismo cristiano. Cabe preguntar si se trata de una dialéctica distintivamente cristiana y lamentar enseguida no asumir la tarea de rebatir esta creencia. La figura que le Goff llamó dialéctica de un interior y un exterior en el cristianismo, es posible que se encontrara ya en los más remotos orígenes de la mística judía y también de la mística de Oriente. San Agustín se esforzó especialmente por colocar a la memoria entre las facultades del alma, junto a la intelligentia y la providentia.

Más adelante, en el siglo XIII, los dos grandes dominicos Alberto Magno y Tomás de Aquino, concedieron un sitio preponderante a la memoria. A la retórica antigua agustiniana sumaron las ideas aristotélicas de la distinción entre memoria (mnemme) y reminiscencia, (anamnesis). Los griegos llamarán memoria a aquéllo que permanece esencialmente ininterrumpido. La anamnesis designará la reminiscencia de lo que se olvidó. "A la buena manera judía", el mismo Yerushalmi (Reflexiones sobre el olvido) tomó estos términos de los griegos y particularmente de Platón, donde remiten no a la historia sino al conocimiento filosófico de las ideas eternas. Con excepción de esos pocos y raros individuos cuya alma ha conservado huella de los recuerdos prenatales del mundo de las ideas, todo conocimiento es anamnesis, todo verdadero aprendizaje es un esfuerzo por recordar lo que se olvidó. El Talmud, (Tratado Niddah, 30 b) dice que el feto conoce toda la Tora y que puede ver el mundo de un extremo al otro. En el momento de nacer, sin embargo, un ángel le toca la boca y el recién nacido olvida todo: deberá volver a aprenderla.

Alberto, precursor de la melancolía del Renacimiento, destacó la participación de la memoria en lo imaginativo, postulando que la fábula, lo maravilloso, las emociones que conducen a la metáfora (mataphoroica) ayudan a la memoria. Pero ya que ésta es parte indispensable de la prudencia, es decir de la sabiduría (imaginada como una mujer con tres ojos, capaz de ver las cosas pasadas, presentes y futuras), Alberto insistió en la necesidad del aprendizaje de la memoria. Como buen naturalista puso a la memoria en relación con los temperamentos; el más favorable a una buena memoria es la "melancolía seco-cálida, la melancolía intelectual". Su discípulo, Tomás de Aquino, escribió como su maestro un comentario a De memoria et reminiscentia de Aristóteles y concluyó ciertas reglas mnemónicas: la memoria está ligada al cuerpo, la memoria es razón, la "meditación" preserva la memoria puesto que "el hábito es como la naturaleza". La importancia de estas reglas se debe a la influencia que ejercieron durante siglos, especialmente desde el XIV al XVII, sobre los teóricos de la memoria, los teólogos y los artistas. Yates (El arte de la memoria) aventuró justamente que los frescos de la segunda mitad del siglo XIV en el convento dominico de Santa María Novella en Florencia son la ilustración con símbolos corpóreos de las teorías tomistas sobre la memoria. Aristóteles, y antes Platón, habían concebido la memoria como un componente del alma que no se manifiesta en su parte intelectual sino sólo en su aspecto sensible. Aristóteles distinguió la memoria como mera facultad de preservar el pasado, de la reminiscencia, cualidad de volver a llamarlo voluntariamente. En los inicios del siglo XVII, Vico escribió, refiriéndose a los latinos, que llaman a la memoria memoria cuando ella custodia las percepciones de los sentidos y reminiscentia, cuando la restituye. En todo caso, ambos vocablos designaban la facultad gracias a la cual se forman las imágenes que los griegos llamaron phantasia y los latinos imaginativa. Lo que vulgarmente designamos imaginare, los latinos lo llamaron memorare. Por eso los griegos decían en su mitología que las Musas, es decir, las virtudes de lo imaginativo, son las hijas de la memoria –en la mitología griega, cualquiera de las nueve hijas de Mnemosine y Zeus, cada una de las cuales protegía un arte: Caliope, la poesía épica, Clío, la historia, Erato, la poesía lírica, Euterpe, la poesía lírica y la música, Melpómene, la tragedia, Polimnia, el canto, Talía, la comedia, Terpsícore, la danza y el canto coral y Urania, la astronomía. Los griegos constituyen una referencia obligada en el tema de la memoria y el olvido: paradigmática. Lo más notable fue la divinización de la memoria y la elaboración de una vasta mitología del recuerdo en la Grecia arcaica. Sus hallazgos en el arte de la memoria y su cultivo, están en la base de todo el pensamiento de nuestra civilización.

Concluiré esta breve digresión con un fragmento tomado de Giannini (La reflexión cotidiana) pues creo que en él se prefigura un sorprendente paralelo entre el alma y la memoria como alegorías: "Pues bien, el movimiento que expresa la condición más propia de una cosa inmortal ha de ser, sin duda, una translación que anule constantemente el pasar del tiempo; una translación, en fin, que girando alrededor de un centro absoluto, esté volviendo en cada vuelta a su punto de partida, regresando a Sí con un retorno completo (sin merma) como lo hace el movimiento espiritual en su reflexión. Tal carácter, ya lo adivinamos, corresponde al movimiento circular, en contraposición al movimiento centrípeta, dispersivo, de las cosas inanimadas, que no poseen un Sí" –por lo demás, explicó Giannini, "el movimiento circular es lo más próximo a aquella inmovilidad perfecta propia de las realidades que verdaderamente son, sin merma ni tránsito alguno: a las Cualidades puras o, dicho más platónicamente, a las Ideas". Por lo tanto, como los cuerpos celestes se mueven perpetuamente de un modo circular, es posible suponer que están animados y que sus almas configuran un orden ontológico e histórico antecedente al nuestro. Para las almas de aquí abajo, la patria, la residencia, está allá en el cielo de los astros. Pero el alma humana, escribió Giannini, ha perdido su condición alada y viajera. En las revelaciones cosmogónicas más antiguas, el lenguaje de la predicación mistérica órfica, cuyos reflejos más abundantes se hallan en Esquilo y Aristófanes (Aves), está ya presente la idea de una impura condición humana: "Ciegos humanos, semejantes a la hoja ligera, impotentes criaturas hechas de barro deleznable, míseros mortales que, privados de alas, pasáis vuestra vida fugaz como vanas sombras o ensueños mentirosos…" Sometida a las necesidades y caprichos del cuerpo mortal, encadenada a él, en éste, su estado de humanidad (humus), se ha vuelto irreconocible. Este humus (tierra) se relaciona con homo; el adjetivo humanus lo indica claramente, pues alude a un mitologema (Kerényi, Hombre primitivo y misterio) que aquí se halla condensado en la idea epicúrea de una procedencia en que la tierra era la madre originaria. Por otra parte, ya no hay símbolo capaz de conservar las cosas en la memoria y, en consecuencia, es preferible intentar fijarlas, poseerlas, coleccionarlas. Sin embargo, arrancadas de su circunstancia y trasladadas al decorado de la colección, las cosas de la vida se convierten en fetiches inanimados. Sin anima, fracasa al final el deseo de poseer la totalidad del mundo a través de las cosas arrancadas: "El sueño del coleccionista es el sueño de un poseso puro, de una redención de las cosas del curso del tiempo, de esclavitud de ser útiles."

Derrida (en el prefacio de las citadas Memorias...) eligió la alegoría de Mnemosyne para rememorar e interpretar la escritura y el pensamiento de su entrañable y recién desaparecido amigo Paul de Man: pensador de la memoria, "Hölderlin de Estados Unidos", como se lo bautizó y en cuya obra se encuentra "un futuro legado y prometido". Mnemosyne es el nombre griego y femenino de la memoria. Según la escritura de Sócrates, la madre de todas las musas y se le nombra junto a Leteo, Atropos, y sus hermanas las Moiras, Cloto y Láquesis, las que hilan y cortan el hilo de la vida; ellas también son hijas de Zeus y de Themis. Además de presentarse como mitos, lo hacen como alegorías en un sentido estricto, pues encarnan personificaciones de la Memoria, el Olvido, la Muerte. Las historias que tejen estos espíritus, por nombrarlos de algún modo, son siempre historias familiares, de filiación en un sentido antropológico. Relaciones de descendencia, hijos e hijas. Mnemosyne era además la esposa con quien Zeus pasó nueve noches para dar a luz nueve musas. Ella reveló al poeta los secretos del pasado y lo introdujo en sus misterios. Mnemosyne es su ofrenda y su don, el doron de Sócrates que "es como la cera donde todo cuanto deseamos preservar en la memoria se graba en relieve dejando una marca, como la de los anillos, correas o sellos. Preservamos nuestra memoria y conocimiento de ellos, luego podemos hablar de ellos, hacerles justicia, mientras su imagen (eidolon) permanezca legible". Como el oráculo es adivino del futuro, el aedo lo es del pasado, un hombre poseído por la memoria que al componer versos recuerda. La poesía, identificada de este modo con la memoria, hace de ésta una sabiduría. La memoria ocupó un sitio vasto en las doctrinas órficas y pitagóricas: fue el antídoto del olvido. En el infierno órfico, el muerto debe evitar la fuente del olvido, no beber del Leteo, sino apagar la sed en la fuente de la memoria que es fuente de inmortalidad. Los ejercicios de la memoria protagonizaron el aprendizaje pitagórico (Le Goff, El orden de la memoria). Uno de los temas que Derrida persiguió en la obra de De Man es precisamente el de la memoria del ser y la memoria de lo otro. Esta distinción conduce inevitablemente a una especie de hito clásico de la modernidad al interior de las ciencias humanas: las categorías abstractas de otredad y mismidad contenidas en toda reflexión del pensamiento dialéctico, desde Hegel hasta Levinas, en la segunda mitad del siglo veinte. Las figuras abstractas que forman estas dualidades parecen mostrar la existencia de un espíritu disyuntivo que se aloja obstinadamente en la estructura del pensamiento humano. Por una parte pervive una memoria de lo extraordinariamente íntimo y radical, el ser. Y por otra, una memoria de su otredad, que no es sino el paisaje que observa, narra y es reflejo de sí misma. Derrida, inspirado en el poema Mnemosyne de Hölderlin (traducción de Norberto Silvetti Paz), contribuyó bastante con la fenomenología de un duelo imposible. "Todos hemos hablado, escrito y discutido mucho sobre el duelo, especialmente en los últimos años. No se sorprenderán ustedes cuando yo diga que todos los escritos de Paul de Man que he leído y releído recientemente parecen atravesados por una insistente reflexión sobre el duelo, una meditación en que la memoria acongojada está grabada hondamente. El discurso y la escritura funeraria no siguen a la muerte; trabajan sobre la vida en lo que llamamos autobiografía." Se trata de un poema para cuando se carece de lamentación: cuando el duelo es un requisito: "Y otros murieron todavía. Pero cercana a Citerón yacía Eleutera, ciudad de Mnemosyne. También a ella, cuando el dios dejó su capa, al punto lo nocturno le deshizo las trenzas. Pues los dioses se indignan cuando alguno se ha recogido sin cuidar de su alma, porque es preciso hacerlo, pues entonces también carece de lamentación." Se pregunta qué nos puede decir un duelo imposible acerca de la esencia de la memoria. En lo que concierne al otro en nosotros, se encuentra la traición más injusta (Georg Eickhoff, La historia como arte de la memoria): "la más angustiante, o aun la más fatídica infidelidad, la de un duelo posible que interiorizaría en nosotros la imagen, ídolo o ideal del otro que está muerto y vive sólo en nosotros". La presa de la memoria es la imagen del otro, verdad del duelo del otro que siempre habla ante nosotros, que firma (signa) en nuestro lugar el epitafio "siendo siempre del otro y para el otro". Lo cierto es que la imposibilidad del duelo o duelo verdadero son momentos del lenguaje, consisten en una cierta retoricidad: la memoria alegórica que constituye cualquier huella (trace –como vestigium, rastro; noción recuperada por Levinas, "el hombre descubre rastros que le permiten ir más allá"–), como siendo siempre huella del otro.

La interiorización de lo otro

Se desliza ante nosotros la pregunta: ¿Quién puede afirmar que sabe lo que implica una narración? Y antes que ésta: ¿Quién puede afirmar que sabe lo que implica el recuerdo o la memoria que recalca? Si la esencia de la memoria maniobra entre el Ser y la Ley, ¿qué sentido tiene preguntarse sobre el ser y la ley de la memoria? Son preguntas que, plantea Derrida, no se pueden sostener fuera el lenguaje, sin confiarlas a la transferencia y a la traducción. La cuestión del Ser y la Ley nos sitúa en el "corazón de la memoria": no somos más que memoria, venimos a nosotros mismos a través de una memoria de duelo imposible, ésta es justamente la alegoría. Desde Freud, la memoria se presentó como interiorización, pues "supone un movimiento en que una idealización interiorizante toma en sí misma el cuerpo y la voz del otro, el rostro y la persona del otro". Esta interiorización mimética es el origen de la ficción o de la figuración apócrifa. Tiene lugar en un cuerpo, hace lugar para un cuerpo, una voz y un alma que, aunque nuestros, no existían y no tenían sentido antes de la posibilidad que se debe empezar por recordar y cuya huella debe seguirse. Es la ley de la relación necesaria del Ser con la Ley: El azar de un giro idiomático, por otra parte, hace que memoria e interiorización coincidan en Erinnerung, que en alemán significa remembranza. Cuando decimos en nosotros o entre nosotros para referirnos a la "memoria de", el movimiento de la interiorización mantiene dentro de nosotros la vida, el pensamiento, el cuerpo, la voz, la mirada y el alma del otro. Pero lo hace en la forma de memorandos, signos o símbolos, imágenes o representaciones mnésicas que no son más que fragmentos discontinuos, sólo partes del otro ausente: "A la vez son partes de nosotros, incluidas en nosotros, en una memoria que de pronto parece mayor y más vieja que nosotros, mayor, más allá de toda comparación cuantitativa." La figura de esta memoria "acongojada" se convierte en una suerte de metonimia, donde la parte representa el todo. Una metonimia alegórica que dice más de lo que dice y "manifiesta lo otro en el abierto y nocturno espacio del ágora". No tiene más opción que dejar hablar al otro, esa huella que habla y que viene del otro "y que nos dirige hacia la escritura tanto como hacia la retórica". Y finalmente: "esta huella se interioriza en el duelo como lo que ya no se puede interiorizar, como Erinnerung imposible, en y más allá de la memoria dolida. Pero este ejercicio está a la espera de la verdadera Mnemosyne. La Erinnerung se vuelve inevitable e imposible, como la Psique, nombre propio de una alegoría, Psique, el nombre común del alma."

La palabra central mémoire que el medioevo brindó, apareció en los primeros monumentos de la lengua en el siglo XI. Existe en sus formas femenina y masculina, singular y plural; cruza ambos géneros y además posee como atributo una singularidad y una pluralidad. Si la memoria aspira a la totalidad, si no hay sentido afuera de la memoria, entonces, siempre habrá una paradoja en "interrogar mémoire como unidad de sentido". En el pensamiento que une a Derrida y De Man, la memoria se anuncia como narración o en la narración. Esta idea fue un hallazgo de la tradición veteroeuropea, la metáfora de la cera en la que los signos quedan impresos y de esta manera pueden ser reforzados. Justamente, sin que la materia causa de la impresión intervenga (Aristóteles, Peri Psyches). La estructura de la memoria requiere por lo tanto de distinciones complejas: dos tipos de materia, cera y cincel, y sin embargo estas dos cosas no son las que deben ser recordadas. Esto explica, según Luhmann, por qué Platón insistió exhaustivamente, a través de la voz de Sócrates, en la capacidad de distinguir sin que se confundan, la identidad, como también la particularidad de no acordarse de aquéllo que no ha quedado impreso de algún modo. En la delimitación de las impresiones estriba la condición de posibilidad de conservarlas contiguamente, y también la razón de que los recuerdos de distintas memorias se puedan distinguir en el sentido de que una no recuerda y que otra sí. Florès y Pierre Janet desarrollaron justamente la idea de considerar al comportamiento narrativo como el acto mnemotécnico fundamental, ya que narrar es también comunicación de información "hecha por otros a falta de acontecimiento o del objeto que constituye el motivo de éste", y Derrida preguntó qué ocurre cuando se pierde la narración precisamente porque se conserva la memoria.

Paul de Man enfatizó una oposición o ruptura entre una interioridad de la memoria y una exterioridad, en su forma gráfica, espacial y técnica. Esta última constituye una memoria pensante (Gedächtnis) distinta de una memoria interiorizante (Erinnerung), que en alemán se traduce como remembranza; pues "el arte es cosa del pasado". Si el arte es cosa pasada, eso viene de su enlace a través de la escritura, el signo, la techné, con una memoria pensante, "esa memoria sin memoria, con ese poder del Gedächtnis sin Erinnerung". Y lo más sorprendente es que este poder "ahora sabemos, está preocupado por un pasado que nunca ha sido presente y nunca se permitiría a sí mismo ser reanimado en la interioridad de la conciencia". Se desliza aquí un posible sentido para la memoria: conservar para la memoria la diferencia entre ambos manantiales, Leteo y Menmosyne, que podemos llamar aletheia.

También De Man creó un lazo irreductible entre el pensamiento como memoria y la dimensión técnica de la memorización, vale decir el arte de la escritura, de la inscripción material y de toda esa exterioridad que desde Platón se ha llamado hipomnésica. La exterioridad de Mnemon, antes que la de Mneme. El personaje de Mnemón es el que recuerda, pero sobre todo el que hace recordar. Es la figura de un auxiliar, un técnico, un artista de la memoria, un servidor recordatorio o hipomnésico. Aquiles –Derrida cuenta esta historia en Memorias...– a quien servía, lo recibió de su madre en vísperas de la Guerra de Troya. Mnemón tenía una misión poco habitual: debía recordar a Aquiles un oráculo, haciendo las veces de un agente de la memoria o memoria externa. Este oráculo había predicho que si Aquiles mataba a un hijo de Apolo, moriría en Troya. Por ende, se suponía que Mnemón debía recordar a Aquiles la genealogía de todos los que estaba por matar: "Recuerda, no debes matar al hijo de Apolo, recuerda el oráculo." Un día, en Tenedos, Aquiles mató a Tenes hijo de Apolo, y así se precipitó hacia la muerte a la que estaba destinado por un error, o falla de la memoria, a través de este lapso de Mnemón. Antes de morir, para castigarlo, Aquiles mató a Mnemón de un lanzazo.

La memoria artificial

No hay desconstrucción posible, planteó Derrida, que no comience por abordar la problemática de la disociación entre pensamiento y tecnología. De Man evocó justamente esta unidad, es decir también entre el pensamiento y la exterioridad de su inscripción gráfica, lo que llamó "arte de la escritura": el vínculo entre ambas se realiza a través de la memoria. Por este camino, De Man ingresó en la inmensa cuestión de la memoria artificial y las modalidades modernas de almacenamiento que hoy en día afectan la totalidad de nuestra relación con el mundo y que se lleva a cabo según un ritmo y unas dimensiones sin parangón con las del pasado (de este lado de o más allá de su determinación antropológica): la transformación del hábitat, todos los idiomas, la escritura, la cultura –Niklas Luhmann, en La cultura como un concepto histórico reflexiona sobre el impacto que los cambios cualitativos en las formas de la memoria han ejercido en el concepto de cultura–, el arte, la literatura, la información o informatización, las tecnociencias, la filosofía y todo aquéllo que transfigura las relaciones con el futuro. Prodigiosa mutación que no sólo eleva la estatura, la economía cuantitativa de la llamada memoria artificial, sino también su estructura cualitativa. Al hacerlo, obliga al hombre a repensar lo que relaciona esta memoria artificial con la llamada memoria psíquica e interior del hombre, con la verdad, con el simulacro y simulación de la verdad. Hay una frase muy sorprendente en el texto de Derrida: "Hemos llamado memoria a la misma cosa sobre la cual meditamos desde ayer." Procurará después atender a las preguntas acerca de qué es la misma cosa, y qué ocurriría si la misma cosa, aquí, fuera la otra. Qué diferencia hay pues entre el ser y lo otro.

La memoria blanqueada

Además de presentarse al investigador como alegoría y narración, la memoria lo hace como objeto de borramiento. Todos los imperios consignados por la historia, los clásicos del Viejo Mundo, los del Nuevo Mundo y los modernos, pusieron de manifiesto el deseo incontenible de borrar una memoria exasperante. En la temática griega de la escritura como instrumento privilegiado de la política, el acto de borrar (exaleíphein) era primeramente un gesto institucional y material: "Nada más oficial que una borradura": los atenienses establecían una estrecha relación de equivalencia entre prohibir en la memoria y borrar. Se borra el nombre de una lista, un decreto, una ley. "Borrar es destruir por sobrecarga", escribió Nicole Loraux (De la amnistía y su contrario): sobre la tablilla oficial blanqueada a la cal se vuelve a pasar otra capa de cal, el espacio está listo para un nuevo texto. Entonces se dibuja la imagen de una escritura completamente interior, trazada en la memoria o en el espíritu. Durante la segunda mitad del siglo XX en los países sudamericanos se hizo particularmente posible un espacio de desaparición que comprometió a toda la sociedad, en el que víctimas y victimarios se propiciaron en trágica coincidencia (Pierre Vidal-Naquet, Los judíos, la memoria y el presente). Allí el olvido trabajó para secar las raíces, persiguió diluir la responsabilidad de preguntarse por qué el crimen se hizo posible. Muchas veces el borramiento fue acompañado por una especie de delirio epigráfio. Otras veces el esfuerzo memorioso se consagró a perpetuar el recuerdo del dolor que se ejerce como un no olvido. Esta idea del duelo que remplaza a la ira y que se lleva a cabo en el marco de una amnistía, o de otra manera, se ritualiza, pareció instaurarse en la Grecia clásica.

La voluntad proclamada de una amnistía es precisamente el olvido: un borramiento sin retorno y sin huella, la marca groseramente cicatrizada de una amputación, el acondicionamiento de un tiempo para el duelo y la reconstrucción de la historia. Nicole Loraux se impuso un rodeo a la antigüedad, a la noción griega y más precisamente ateniense del olvido En la Atenas del siglo V había dos prohibiciones de recordar, una al comienzo y otra al final del siglo. En ambos sucesos de la historia se combinó una prescripción, la prohibición de recordar las desgracias, y un juramento, "no recordaré las desgracias". Heródoto fue el primero en narrar el alzamiento de Jonia en 494 y la manera en que los persas aplastaron la revuelta y se apoderaron de Mileto. Despoblaron la ciudad, quemaron sus santuarios. El historiador se detuvo en la reacción de los pueblos de la familia jónica. En ese año surgió una de las primeras obras del repertorio trágico, La toma de Mileto compuesta por el poeta Frínico que llevó a escena justamente el desastre provocado por los persas. Aunque en general el género trágico eligió durante el siglo V el terreno de la leyenda heroica, esta obra encarnaba una tragedia histórica, una tragedia de actualidad. "Lo que los griegos llaman historia: la investigación sobre los conflictos entre ciudades, en el interior de las ciudades o entre helenos y bárbaros, es asunto de Heródoto y Tucídides. La tragedia extrae sus temas de otra parte: de las viejas leyendas"(Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet, Mito y tragedia en la Grecia antigua II). Heródoto relató que tras la puesta en escena, los espectadores prorrumpieron en lágrimas y el poeta fue castigado con una pesada multa por haber recordado calamidades nacionales, desgracias consideradas como propias (oikeia kaka). Frínico fue apartado irrevocablemente del escenario a causa de introducir en el teatro de Atenas una acción (drama) que para los atenienses, no es sino sufrimiento (pathos) y asunto de familia, de la familia jónica. Familia que es ciudad e identidad cívica, un sí mismo colectivo que se define por la esfera de lo propio (oikeion). A comienzos del siglo V la tragedia dio sus primeros pasos. Los grandes acontecimientos de la época, los dramas de la vida colectiva, las desgracias que atañen a cada ciudadano, no se consideraban susceptibles de ser trasladadas a la escena del teatro. Pues el drama es demasiado familiar, no permite una disociación, esa transposición gracias a la cual los sentimientos de terror y piedad se desplazan a otro registro; tales sentimientos ya no son padecidos como en la vida real, sino captados y entendidos inmediatamente en su dimensión ficticia. Puede decirse junto con Loraux, que la tragedia es propiamente la ciudad que se convierte en teatro, que se representa a sí misma: al convocar a sus conciudadanos a la memoria de sus "propios males", el primer trágico los despertó a la conciencia de los peligros de la rememoración, cuando su objeto es fuente de duelo para el sí mismo cívico.

En este punto comienza el prolongado ejercicio de la práctica ateniense de la memoria, también de la tragedia. El pueblo ateniense hizo saber que no soportaba que se le presentara en escena lo que lo afectaba dolorosamente, las tragedias verdaderas. Allí donde el drama era al mismo tiempo phatos, sufrimiento, tendría que escenificarse fuera de la ciudad. En el siglo IV, Isócrates se complació en formular una ley que estableció que Atenas sólo podía ofrecer en su teatro la representación de los crímenes originalmente atribuidos a las "otras ciudades" –así fue que en el año 472 Esquilo montó Los persas, cuyos padecimientos no fueron acaso para el público griego los suyos propios, sino duelo para otros. A comienzos del siglo V, Atenas se embarcó en una práctica muy vigilada de la memoria cívica. La segunda prohibición apuntó entonces a cerrar el paso de cualquier rememoración de "desgracias" (Loraux en De la amnistía y su contrario): "llamamos a esto amnistía modelo, paradigma de todas aquellas que conocerá la historia occidental". Plutarco empleaba ya ese término consciente de la afinidad entre los dos gestos; "el decreto de amnistía" y la multa impuesta a Frínico. La reconciliación general se presentó como decreto y como prestación de un juramento. La apelación kaká, es aquélla con que nosotros designamos eufemísticamente los "acontecimientos", el desorden de la ciudad. Mnesi es la forma desarrollada del radical griego de memoria. Me mnesikakei es la manera de proclamar la prohibición y ou mnesikaéeso el juramento –me mnesikaken, con la mira a restituir la continuidad de la ciudad, simbolizada por el aeí de la rotación de los cargos más allá de la oposición entre democracia y oligarquía; continuidad de la democracia del siglo V con la que siguió a la reconciliación.

En los asuntos atenienses se trataba de olvidar no sólo las maldades de los otros, sino la propia cólera, con el fin de reparar el lazo de la vida en la ciudad. El olvido de los males sería el olvido del presente doloroso que aporta el canto del poeta al celebrar la gloria de los hombres del pasado. En este sentido La Odisea encarna el duelo inolvidable: para atenuar el dolor, Helena recurrió a una droga que vierte el olvido sobre todos los males y a un relato, antídotos para el duelo y la ira. Inmediata y provisional en su efecto, la droga puede sustituir el duelo por el "encanto", el mismo eminentemente ambiguo "del relato"(R. Dupont-Roc y A. Le Boulluec, Le charme du récit), y por las alegrías del festín. Entre la prohibición política y duradera de perseguir una venganza que daña a la comunidad, y el encanto que súbita, pero provisoriamente disipa el duelo, la distancia resulta evidente. Cuando prestó juramento de no recordar las desgracias recientes, el ciudadano ateniense aceptó renunciar a toda venganza. Se colocó así bajo la doble autoridad de la ciudad que decreta y de los dioses que sancionan. Pero no por ello dejó de conservar el dominio que, como sujeto, ejercía sobre sí mismo. El dulce olvido venía de otra parte, del don de las musas o del poeta, es efecto de la droga de Helena, del vino o del pecho materno. Si tan insistentemente se lo presenta como olvido de lo que no se olvida, significa que "no se requiere ninguna adhesión, ningún consentimiento de aquél a quien acude y al que el sometimiento instantáneo a esta puesta entre paréntesis de la desgracia priva quizá de lo que constituía su identidad" (Loraux, De la amnistía y su contrario). Lo que se podría llamar "inolvidadizo", es aquéllo que en la tradición poética griega no olvida y que habita enlutado. Esto es lo que es preciso anular recurriendo a la droga del "olvido de los males", aquéllo que los atenienses prefirieron conjurar en su nombre propio mediante un decreto y un juramento –para forjar un neologismo, Nicole Loraux se respaldó en la existencia del adjetivo "olvidadizo".

Al trazar el mapa de lo que no se olvida se nombró al duelo y la ira que la droga de Helena buscaba disolver. El duelo y la ira que causaron "la extrema aflicción de los atenienses" al producirse la toma de Mileto. Mucho después, en una pequeña ciudad de Arcadia, la ira remplazaría a las desgracias que no había que recordar en oportunidad de una reconciliación. En la Atenas reconciliada a fines del siglo V se razonaba de la misma manera: quedarse con la ira era eternizar, como si fuese lo más precioso, el pasado del conflicto. La reconciliación adquiere aquí, antropológicamente, las características de un ritual. Duelo e ira: un cuasi hapax: a Electra de Sófocles agobiada por el pensamiento de un Orestes olvidadizo, el corifeo le dio el consejo de abandonar "una ira demasiado dolorosa" para no profesar a aquéllos a quienes ella odiaba, "ni demasiada aflicción ni olvido completo". Por un lado el olvido y por el otro "una memoria en carne viva que no tiene otro nombre que el exceso de dolor" y que apenas metafóricamente es un aguijón. Dolor-ira que en La Iliada caracteriza a Electra en Sófocles. Ella no sólo dice "mi ira no se escapa" o "yo no olvido mi ira" sino también "mi ira no me olvida". Como si sólo "la ira diera al sí mismo el coraje de entregarse por entero a la ira, porque la ira es, para el sujeto, presencia ininterrumpida del sí mismo": Queda para los ciudadanos-espectadores reunidos en el teatro adivinar, en esta ira que no olvida, aquéllo que para la ciudad es lo absoluto del peligro. Pues el peor adversario de la política, la ira como duelo, hace "crecer" los males que ella cultiva asiduamente: es un lazo que se cierra a sí mismo hasta resistir a todo intento por desatarlo. (En la lengua cívica el nombre más empleado de la reconciliación es diálusis, la desatadura, como si la guerra civil fuera el más fuerte de los lazos.) La tragedia tomó de la más antigua tradición poética la noción de ira. Muy particularmente de la epopeya. Desde la primera palabra, La Iliada, da a este sentimiento muy activo el nombre de mênis. Ira de Aquiles, ira de las madres enlutadas, desde Démeter hasta Clitemnestra. En este punto, Nicole Loraux se abrió hacia una posibilidad sorprendente de la ira helénica: la mênis de Aquiles es la que está en todas las memorias griegas, la ira en duelo, cuyo principio es la eterna repetición –de no ser así, de buena gana podría pensarse en una figura femenina de la memoria; Laura Slatkin sugirió que la mênis del héroe podría ser una lectura por desplazamiento de la "ira" de su madre Tetis que las ciudades se esfuerzan por acantonar en la esfera de la anti-política.

La mênis posee un origen que se percibe como peligroso. Tanto, que su nombre ha sido prohibido para el propio tribunal ateniense. Mênis: lo que dura y hasta lo que aguanta y que, sin embargo está condenado, como por necesidad, a ser objeto de un renunciamiento. Una palabra para esconder la memoria cuyo nombre se disimula en ella, otra memoria distinta, mucho más temible que mnéme. Una memoria que toda ella, se reduce al no-olvido. El no-olvido, por su parte, entraña una negación que debe ser entendida en su performatividad: lo "inolvi-dadizo" se instaura por sí mismo. Alastos como alétheia, es un vocablo construido de una negación del radical del olvido y, sin embargo, expresa una manera muy distinta de no estar en el olvido. Duelo e indignación se comunican con toda naturalidad entre ellos, ya que uno y otro participan del no-olvido. Alast: matriz de sentido para expresar el páthos o drama de una pérdida irreparable, (alaston penthos de Penélope al pensar en Ulises, de Tros llorando a su hijo Ganimedes). Este páthos desgarrante demuestra que, como la mênis, el álaston expresa la duración inmovilizada, sin tiempo, en un querer negativo, y que eterniza el pasado en presente. Hay una obsesión en álaston, su presencia no tiene tregua en el sentido fuerte del término, "ocupa al sujeto y no lo suelta". En el último duelo entre Aquiles y Héctor, este último suplicó a su adversario que prometiera no mutilar el cadáver del enemigo caído. Aquiles exclamó: "No vengas, álaste, a hablarme de acuerdos, vas a pagar de una sola vez toda la tristeza que sentí por aquéllos de los míos que tu pica furiosa mató." Álaste se traduce como maldito. He aquí el asesino aunado con su víctima por el no-olvido que constituye una aparición.

Predomina la creencia de que los griegos clásicos vivieron bajo el dominio del pasado, que no cesaron de dedicarse a conjurar el no-olvido como la más temible de las fuerzas del insomnio. Lo ideal sería neutralizar el no-olvido sin perderlo todo, domesticarlo instaurándolo en la ciudad, desactivado y hasta vuelto contra sí. Cuando la ira recobra su autonomía empero, retorna por no poder olvidar. Reuniendo tiempo y espacio en su totalidad, el no-olvido está por todas partes afirmando su materialidad, inseparable de su dimensión psíquica. Se trata de la materialidad del álaston, que silenciosamente monta guardia contra el olvido. La lista sería incompleta si no se agrega la "desgracia" (kakón). Rechazo y dominio del tiempo, tal parece ser la fórmula lingüística privilegiada para afirmar el ser sin olvido en el ejemplo de Electra. Si se vuelve a la Atenas del año 403 y a aquel decreto y juramento que proclamaron la amnistía, se contempla que la ciudad prohíbe "posando para la eternidad", pero se borra como instancia de palabra. Queda el juramento que debe ser asumido por todos los ciudadanos, pero uno por uno, por cada ateniense singular, enunciado en primera persona: "No recordaré las desgracias", "me contendré de recordar". Y sin embargo, todo puede trastornarse una vez más. Para hacer callar a la memoria, el juramento ateniense habla ciertamente en el mismo sentido que Electra al proclamar su voluntad de no olvidar. Sin embargo, lo que Electra prestaba no era un juramento hecho a sí misma sin testigos divinos. Si es verdad que sólo el juramento permite a la amnistía vencer sobre el resentimiento, el juramento debe su eficacia al ministerio que envuelve la palabra promisoria: la de los dioses, llamados a título de testigos.

Y he aquí el sentido último de toda amnistía: quebrar el álaston pénthos exigía que se hubiese recurrido a la magia. Para rechazar el álaston mas acá de las palabras, lo político tiene necesidad de lo religioso; "no olvidaré, no tendré resentimiento". El rito de palabra reúne así los dos cabos de la historia: puesto que cada ateniense ha jurado por sí mismo, la ciudad cuenta con que la suma de estos compromisos singulares reconstituirá la comunidad; asegurado el concurso de los dioses, la instancia política puede instituirse como censor de la memoria. La Musa es la que abre el camino de la buena anamnesis, el poeta es el puro instrumento de esta transubstanciación: "Sólo la hija de Memoria sabe contar una mênis sin que el relato esté afectado por la terrible aura de su objeto; convirtiendo la ira en gloria." Vuelta a instaurar en su integridad y en virtud de un acuerdo, la comunidad se restituye. A cada ateniense le tocará olvidar lo que fue la stásis, y si no lo logra, deberá "obedecer a la ciudad edificando para sí mismo una máquina contra el vértigo lúcido del álaston". La política entonces recobrará sus derechos: construir la versión cívica y tranquilizadora del olvido de los males. Desaparece el olvido, borrado en beneficio de la amnistía; pero quedan los males. Esta pregunta se repite: ¿en qué medida nos hace falta recordar y olvidar? Para el historiador, Dios mora en los detalles que son dioses y el problema es que ya no disponemos de una halakhah. Lo que Nietzsche y sus sucesores concibieron como una crisis del historicismo en la modernidad es el reflejo más visible de la crisis de nuestra cultura, de nuestra vida espiritual. Si ha pervivido la malignidad, ha tenido su fuente en la pérdida de un sentido que rija y que quiera saber de qué debe apropiarse una historia y qué debe dejar de lado. Faltos de un camino, no somos capaces de trazar una línea que separe lo "excesivo" y lo "demasiado escaso" de la investigación histórica. Yerushalmi (Reflexiones sobre el olvido) concluyó sus reflexiones de esta manera: "Por mi parte, si me es dado elegir, me pondré del lado del ‘exceso’ de historia, tanto más poderoso es mi terror al olvido que el temor de tener que recordar demasiado".

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Rossana Cassigoli, "La memoria y sus relatos", Fractal n°13, abril-junio, 1999, año 3, volumen IV, pp. 139-176.