BENJAMÍN MAYER FOULKES

Lumbrales

 

 

 

Para Samantha Sofía

Entonces, heimlich es una palabra que ha desarrollado su significado siguiendo una ambivalencia hasta coincidir al fin con su opuesto, unheimlich. De algún modo, unheimlich es una variedad de heimlich.

Sigmund Freud, Lo ominoso

Hay aquí un tipo de cuestión [...] de la que no podemos hoy más que entrever la concepción, la formación, la gestación, el trabajo. Y digo estas palabras con los ojos puestos, ciertamente, en las operaciones del alumbramiento; pero también en aquéllos que, en una sociedad de la que no me excluyo, los desvían ante lo aún innombrable, que se anuncia, y que sólo puede hacerlo, como resulta necesario cada vez que un nacimiento está en obra, bajo la especie de la no-especie, bajo la forma informe, muda, infante y terrorífica de la monstruosidad.

Jacques Derrida, La escritura y la diferencia

Encrucijada e implicación. De la umbra y el umbral, de la sombra y el lindero, de la luz ausente o escasa de lo umbrío y el destello del lumbral: dintel, entrada, preludio, pero también luz, resplandor, antorcha. Condensación articulada de lo sombrío (umbra) y su ausencia (lumen), a la vez que de la frontera (limen) como la posibilidad misma de esta coincidencia. Enigma de una topología cuyo desciframiento es el nuestro propio. Anudamiento que nos atraviesa y nos arropa con frágiles prendas sólo para de ellas mejor despojarnos después. Autorretrato: Umbra lumbral canto roce vestidura playa labio arista paso piel cable orilla filo principio. Límites y territorios, la obra más reciente de Rowena Morales, está conformada por setenta y cuatro instantáneas Polaroid digitalizadas, intervenidas por computadora, reimpresas en papel de algodón y agrupadas en tres magníficas series: Territorios, Litorales y Antípodas.

Desde el inicio de Territorios hasta el final de Litorales somos seducidos por una secuencia de imágenes cada vez más ambivalentes de la umbra de nuestra artista, sorprendida a su paso por el paisaje mexicano. Dicha umbra puede también ser mirada como la sombra del propio espectador, lo que sugiere que nos encontramos ante una inquietante reedición del género del autorretrato como autorretrato anónimo. Al internarnos en Antípodas, súbitamente nos descubrimos desterrados del ideal y las bondades del otro como yo, enfrentados a los terrores del yo como otro. El dispositivo del autorretrato anónimo se mantiene, pero ahora nos hallamos plasmados en imágenes difusas de pies y piernas que nos incitan tanto a la mirada deseante del cuerpo, cuanto a la visión angustiada y angustiante de la carne humana como estulta, vulnerable y putrefacta.

Cada serie demanda una reflexión propia, no sólo porque opera de manera singular dentro del conjunto, sino también porque éste aparece atravesado por una tensión irresoluble que deriva del repliegue de la muestra sobre sí misma (lo mismo podría decirse acerca de cada una de las setenta y cuatro gráficas individualmente). En su estructura, el rizo resultante guarda una estrecha relación con la temática de Límites y territorios: la umbra y sus aporías, esto es, el autorretrato asimismo constituido por un repliegue del retratante sobre sí. Como sucede en el análisis de Freud de lo heimlich (familiar, amistoso, confiable), que transmuta en lo unheimlich (sospechoso, siniestro, ominoso), aquí todo aquéllo que de inicio aparece como fragante y perfumado es precisamente lo que terminará por conducirnos a lo fétido como su misma quintaesencia.

No contemplamos, pues, el resultado de una investigación estética y técnica. Más bien, Rowena Morales se ha valido de un cierto soporte maquínico para plantearnos una suerte de koan en

torno al autorretrato. Dicho koan, el cuerpo mismo de Límites y territorios, puede ser parafraseado en términos de las siguientes interrogantes: ¿cómo es que los límites y los territorios pueden aparecer definidos cuando su misma naturaleza es la del desbordamiento?, ¿cómo es que la inmortalidad, cuyo deseo anima todo autorretrato, es también emboscada de la muerte?, ¿cómo es posible dar cuenta del surgimiento de las Antípodas por entre los pliegues de los Litorales y los Territorios? Como siempre, la tentación inmediata es intentar responder tales incógnitas, pero un koan no se responde, sólo se reenvía.

Territorios no es sino la invitación al arrojo y la pasión de contemplar nuestra propia sombra. Por encima de las vicisitudes del terreno, la vegetación y los muros, aquí mi sombra permanece como una afirmación rotunda de mí mismo. Aquí la silueta distingue pero no separa, y los límites operan extrañamente como una evocación de lo que límites no tiene. Mi mirada se abisma en su propio

acto de mirar, y en la conquista de todo aquéllo que capta. De momento, la roca que distingo es, por esa sola razón, mi roca; y el sol; y la hiedra. Empero, cuando me miro mirar, ¿qué es exactamente lo que miro?, ¿no acaso veo porque no acabo de ver?, ¿no dirijo mi mirada precisamente en dirección de aquéllo que no atino a ver del todo, y que permanece finalmente invisible?; de otra manera, ¿para qué mirar?

Territorios anticipa algo que el conjunto demostrará en forma contundente: nuestra mirada no es sólo causa, sino siempre también efecto.

Bajo el luminoso imperio del ojo avizor de mi umbra, y del dorado paisaje en que ésta tiene lugar, opera sigilosa otra lógica de orden moebiano que prefigura el bucle más holgado de Límites y territorios:

los territorios me seducen,
me seducen porque son siempre míos,
son míos porque al mirarlos me miro,
me miro porque no sé quién soy,
no sé quién soy porque soy parte del territorio:
los territorios se seducen,
se seducen porque son siempre suyos,
son suyos porque al mirarse se miran,
se miran porque no saben qué son,
no saben qué son porque son parte de mí:
los territorios me seducen...

Litorales se despliega en seguida como un vertiginoso zoom in al lindero y a la dinámica liminal que gobernaba Territorios sólo tácitamente. La segunda serie nos deriva a una playa que, a modo de fractal, estalla continuamente en mil otras y en ninguna. La hermosura firme y automática bajo cuyo semblante aparecía antes mi sombra se revela aquí como el despeñadero mismo de la duda. El impulso a mirar no es sino cierta ceguera originaria, y de dicho impulso nada puede ser evidenciado ni incautado para fines de la representación. La umbra no es, sólo incide: silueta, contorno, proyección, aparición, espectro, mácula, caldo infinito e infinitamente fecundo donde se cultiva toda cuestión insoluble: ¿miro mi sombra o soy mirado por ella?, ¿está animada o permanece inanimada?, ¿es mía o se me impone? Del estar-en, del resguardo agraciado del adentro y el afuera de Territorios, somos arrojados a ese vértigo que es el movimiento originante de todo vaho y toda pestilencia, el cortar y reunir mismo del lumbral, aquella nada productora del todo que yo soy; y la hierba, y el destello. Somos, una vez más, expulsados del reino de la plena visibilidad a la órbita de lo que sólo borrándose se inscribe, esto es, al mundo del autorretrato. Antes la inmortalidad de mi sombra era promesa de la mía, ahora es su compromiso. Trato y treta del autorretrato, asomo de mi muerte, umbra de mi umbra, faro de todo horizonte, es eso lo que no se puede ver. El autorretrato es conjetura, nada en él garantiza que el retratado y el retratante sean, en efecto, la misma persona. Es el observador quien hace al autorretrato, a ciegas.

Antípodas, al fin, nos empuja hasta la orilla última de este duelo conducido desde los bordes, contra los bordes. Nos ha sido dado entrever que lo justo es del mismo orden que el exceso. Ahora nos percatamos de que todo punto de fuga, en su pulcritud y erotismo, es comercio con lo grotesco. Ocasión de renacimiento y de funestos augurios, el autorretrato es también gala de malformaciones, por lo común obviadas. Pero no puede evitarse lo inevitable. En oposición a las criaturas fantásticas e inmortales que son el deseo mismo de mirar, el acontecimiento de mi autorretrato me enfrenta a mi propia monstruosidad. En él, y a costa suyo, me redescubro engendrado, temeroso de la muerte. Lo observamos en Antípodas: el oficio del autorretrato es también una teratología. El cuerpo, otrora terso y discretamente exhibido, se revela aquí sin más como fiambre, paté de hígado, jamón del diablo, carne tártara, moronga. Aunque ría, o por eso.

Lumbrales, eternamente. Un autorretrato es siempre un koan; un koan, un autorretrato. Y mi umbra, acecho permanente de esa oscuridad sin fin ni principio de la que dependo para ver, y cuyo deslumbramiento último es mi más profunda añoranza.

De donde el arrojo y la pasión por mirar la propia sombra, la hendidura, el platanar.

bmayer@prodigy.net.mx

Benjamín Mayer Foulkes, "Lumbrales", Fractal n°12, enero-abril, 1999, año 3, volumen IV, pp. 57-64.