Diálogos
Los Intelectuales
Frente al poder...
Fascinosum.











José Agustín

........es un escritor de controversias que parecen cíclicas. Sus novelas trazan fronteras nítidas entre quienes las consideran obras menores y se distancian de sus ambientaciones y quienes aprecian sus efectivos juegos de lenguaje más allá de la anécdota y los asumen como forma de conducta irreverente. Sea lo que fuere, los aportes formales y temáticos de su narrativa asoman en gran parte de la literatura joven de México, síntoma quizás de una captura de valores cotidianos incorporados al arte.
La ruptura de viejos esquemas narrativos, la asimilación del lenguaje coloquial, la invención de palabras que llenan huecos de expresión cotidiana y el hábil manejo de técnicas literarias colocan la obra de José Agustín en el catálogo de la creación buscona.
A propósito de la reciente publicación de su novela Ciudades desiertas obtuvimos la siguiente entrevista en la que, entre otras cosas, deja constancia de una marginación a la que fue sometido en el pasado por hacer pleno uso de la libertad que otorga el oficio literario.

Silvia Castillejos

--Tu nombre y tu obra remiten frecuentemente a lo que se ha dado en llamar “movimiento de la onda”. ¿Puedes aportar una definición de lo que ello fue “desde adentro”?

--Hay dos formas de encarar la cuestión de la onda. En una, la onda es un fenómeno social de fines de los sesenta; en ella se involucraron chavos muy ligados al rock, la droga y, en fin, a muchas tesis contraculturales de la época que, más que una forma articulada de pensamiento, proponían maneras de vivir, una manifestación vital de rebelión profunda ante innumerables hechos que existían. El apogeo de todo esto, en México, fue el festival de Avándaro; después de esto, la onda se fue apagando como fenómeno social. Por otra parte, Margo Glantz salió con la denominación “literatura de la onda”. Según ella, surgió una literatura que hablaba de jóvenes con una recreación bárbara del habla popular y con una actitud iconoclasta, antisolemne y crítica de la sociedad. Se suponía que predominaban los temas de drogadicción, el rock, los jipitecas, etc., por lo que esta literatura podría considerarse como una expresión de todo ese movimiento ondero que hubo.
Yo no dudo de la existencia de la onda como fenómeno social, pero no estoy de acuerdo en que haya habido una literatura de la onda en términos de movimiento; mucha gente se dedicaba a eso. Cuando la Glantz barajó los nombres de la onda, casi todos protestaron ruidosamente. A fin de cuentas, sólo Gustavo Sáinz, Parménides García Saldaña y yo podíamos ser circunscritos, con asegunes, a la onda. Los tres escribimos siendo jóvenes, hablamos de chavos, reinventamos el lenguaje coloquial, pero nada más. Es difícil hablar de un movimiento de sólo tres escritores, sobre todo porque en Sáinz, que era mucho más intelectual, ni el rock ni las drogas ni los chavos de la onda figuran en lo que ha escrito. Yo no lo hice sino hasta 1973, en mi quinto libro, Se está haciendo tarde, y después en Círculo vicioso y El Rey se acerca a su templo. Es verdad que en 1968 escribí un texto titulado Cuál es la onda, pero la onda en ese relato era más bien algo metafórico y muy poco “sociológico”. En rigor, sólo Parménides fue el gran escritor de la onda; no sólo le gustaba el término sino que escribió: En la ruta de la onda, el único ensayo loquísimo acerca del movimiento social de la onda, porque en lo fundamental no trata de cuestiones literarias.
Por otra parte, el término literatura de la onda fue manejado, hasta la muerte de Parménides, con densos tintes peyorativos, reductivos. Juan García Ponce lo explicitó muy bien cuando dijo: “¿Cómo puede ser buena una literatura que se llama de la onda?” El sabía muy bien que nosotros no nos habíamos bautizado así.

--La literatura de la onda fue un movimiento de ruptura que llegó, incluso, a implicar ciertas expresiones políticas. Hoy, lejos de su agresividad original, se trata de un recurso aceptado, conscientemente o no, como punto de partida de nuevos escritores. Su influencia, indirecta si quieres, se nota en los criterios de premiación, en cierto periodismo cotidiano, etc. ¿Qué opinas de ese rostro estabilizador que nos presenta la onda?

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Todo esto me da mucha risa, porque primero la onda fue una peste para muchos y ahora resulta que tiene un rostro estabilizador, el caso es que a la onda siempre se la lleva el carajo. Veamos las cosas con calma. Como te dije, cuando la Glantz hizo su directorio de la onda en Onda y escritura en México (1970), todos los supuestos onderos: Tovar, Avilés Fabila, De la Torre, etc., protestaron: ellos no eran de la onda. Después Monsiváis veredictó que la onda había muerto y ése fue criterio común durante varios años. En 1978 Margo Glantz escribió La onda diez años después, en donde nos perdonaba la vida. Y a partir de entonces empezaron a escribirse ensayos que reconsideraban la literatura de la onda, aquí y en Estados Unidos. El mejor me pareció el de Adolfo Castañón, un crítico lucidísimo, quien decía que la onda representó una plebeyización de la cultura. Creo que el término “plebeyización” es muy significativo. También hubo ensayos de José de Jesús Sampedro, Ignacio Trejo, Emiliano Pérez Cruz y de otros chavos nacidos en los cincuenta. Ellos fueron quienes verdaderamente reconocieron valores importantes, sino en la onda como supuesto movimiento, porque no hay tal, sí en la obra personal de Gustavo Sáinz, de Parménides y la mía.
La aparición de Jaula de palabras hizo decir a Edmundo Valadés que la influencia de la onda era decisiva en muchos nuevos escritores, y gente como Juan Villoro, Gustavo Masso o Javier Córdoba declararon que la onda les hizo sentir que la literatura era algo cercano. Sin embargo, cuando aparecieron sus primeros libros, Juan Villoro y Gerardo María se cuidaron mucho de aclarar que no eran escritores de la onda, y por esas mismas fechas seguían extendiéndose nuevos certificados de defunción a la onda o ataques directos, y el mismo Juan Rulfo declaró que la onda había sido un peligro nacional felizmente rechazado por el dique que formaron Carlos Fuentes, Salvador Elizondo, Juan García Ponce y Fernando del Paso. Como puedes ver toda la cuestión de la onda sigue siendo difícil de considerar, precisamente por lo inadecuado del término “literatura de la onda”, que es tan vago, tampoco riguroso y tan peyorativo que resulta muy difícil de caracterizar y categorizar, y la gente prefiere, a la larga, hablar de las obras individuales de Gustavo Sáinz, Parménides o la mía. Sólo la muerte de Parménides logró el milagro de que alguna gente valiosa, como José de la Colina, hablara en términos favorables a la onda. Pero es triste que tengamos que morir para que esto suceda. En todo caso, todo lo relacionado con un estudio desprejuiciado y objetivo de la onda aún es mínimo, pero no hay duda de que los libros de la supuesta onda crearon nuevos lectores, facilitaron el surgimiento de nuevos escritores y sensibilizaron a mucha gente, como a los briosos estudiantes de las prepas populares (“las prepas pop”). También fue un factor importante en el movimiento estudiantil de 1968 y sus repercusiones se encuentran en la literatura, el periodismo y las actitudes ante la vida de muchos chavos. Yo creo que todo esto de la onda, mientras no se le estudie bien, seguirá siendo algo vivo, pues sigue habiendo libros de chavos y porque produce reacciones antitéticas y apasionadas. Todavía repele y fascina a mucha gente.

--Una pregunta de diván: ¿qué motivaciones tienes para mostrar en tu literatura una sexualidad violenta, conflictiva, orgiástica?

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Varias. Una de ellas sería, por supuesto, mi propia maduración sexual. Otra razón, claro, es que el nivel de educación sexual sigue dejando mucho que desear, aún es necesario reiterar que el sexo es natural, bello, etc. A través de una relación sexual bien planteada se abren áreas del mundo de los personajes que de otra manera no se podrían mostrar. El sexo está cargado de intensidad y a mí, en literatura, me gusta la intensidad, las situaciones límite, y el sexo lleva con facilidad a ellas. Otra razón es la riqueza simbólica del sexo. El acto sexual es la manera más inmediata y natural para representar cualquier fusión de opuestos, siempre ofrece posibilidades metafóricas inmensas. Por último, en el sexo hallamos muchas cosas felices para la literatura: erotismo, amor, ternura; pero también violencia, aceleres, sentido del humor y posibilidades provocadoras.

--Ahora que te separan dieciocho años de La tumba, ¿qué cambios percibes a lo largo de tu obra?

--Pues muchos y a la vez ninguno. Creo que escribo mejor, que tengo más penetración, más riqueza de matices y recursos. Antes escribía en una forma amena, directa, ligera, escueta, con frases breves y párrafos cortos; todo estaba sin decantar. Además, por supuesto, mi concepción del mundo y de la literatura se ha modificado, se ha enriquecido. Por otra parte, creo que he logrado preservar mis rasgos esenciales y seguir siendo yo mismo. No ha sido fácil por la cantidad de presiones a las que me he visto sometido

--¿Qué presiones son ésas?

--Mira, durante toda mi vida alguien siempre me ha urgido a que escriba de otra manera. No niego que siempre ha habido quien me alienta y que agarra mi onda, pero, sobre todo en el establishment literario las reacciones han sido adversas. Desde 1966 me han acusado de ser intrascendente, de no profundizar, de fotografiar la realidad, de escribir pura paja, de hacer una Familia Burrón disfrazada de novela, de ser un bolerito venido a más. He sido escritor de un sólo libro, cuando me va bien, o de ninguno –Se está haciendo viejo, -dijeron cuando publiqué: Se está haciendo tarde. Yo era un palurdo, de escasas lecturas, cursi, ingenuo y subdesarrollado. Se me pidió que madurara, que embelleciera mi prosa, que no escribiera sobre jóvenes que dejara de refritear a J. D. Salinger, que me nacionalizara, que no pusiera epígrafes de rock ni del I Ching y, sobre todas las cosas, que no escribiera con un “lenguaje de la onda”. Ahora me han dicho que me he encasillado, que me he aburguesado, que hay un falso trascendentalismo en mis novelas, que sigo siendo ingenuo y folclórico, pero ahora también pornográfico y comercial. Pero siempre, antes y ahora, me han acusado de repetirme: El rey se acerca a su templo una repetición de: Se está haciendo tarde, éste una repetición de Inventando que sueño, éste de De Perfil, y éste de La tumba. Siempre que me preguntan qué voy a publicar me atajan: “Pero ahora es algo distinto, ¿verdad?” Pero si yo me pusiera a escribir como Salvador Elizondo (o sea, como Borges, Schwob, Barthes y Bataille) dirían: “¡Este pobre pendejito ya se apartó de sus raíces y perdió lo bueno que tenía!” Creo tener un estilo que se modifica y se decanta con el tiempo, pero qué en esencia es el mismo porque siempre lo escribo yo, y yo trato de ser fiel a mí mismo. Sin embargo, voy de gane: antes se decía que yo era un pésimo escritor y que mis ideas eran ridículas

Ahora se reconoce que he escrito libros interesantes pero se dice que mis ideas siguen siendo patéticas. Al decir esto no hago más que reconocer hechos: tengo los recortes que pueden probar lo que digo. Sin embargo, no dudo que al leer todo esto haya quien se irrite porque me atrevo a señalarlo. No niego que todo lo que han dicho de mí me ha preocupado y que también me ha servido, pero, por suerte, mientras continúe viva mi necesidad de escribir, la cuestión no es fundamental.

--Algo más, ¿qué posibilidades te ofreció escribir tu última novela, Ciudades desiertas, que ocurre en Estados Unidos?

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Bueno, después de rolarla dando clases en muchas partes de Estados Unidos vi que podía escribir un texto que satirizara algunos aspectos esenciales de la vida gringa. A México han venido una gran cantidad de escritores e intelectuales y todos ellos se han permitido vernos con una mirada feroz y despreciativa. ¿Por qué no hacer lo mismo con ellos? Siempre admiré cómo Fray Servando Teresa de Mier, ese cura gruesísimo, recorrió España, Francia, Inglaterra e Italia pitorreándose de lo que veía: cochambre, gente inculta, arribistas siniestros, intelectuales pedantísimos. Me parece que ese espíritu de Fray Servando es bien asimilable, ya que, por supuesto, como buenos nacorrones, tendemos a ver de una manera acríticamente admirativa lo que se hace en otros laredos, especialmente Francia y Nueva York. Siempre estamos con un ojo puesto en la embajada de Estados Unidos y otro en la embajada de Francia, dice Carlos Castaneda, y claro que tiene razón. Creo que ya es hora de que circulemos por otros países con un espíritu gozoso y crítico, especialmente por Estados Unidos, ya que el grueso de la clase media mexicana se ha agringado a niveles alarmantes. Hay mucho nivel de pitorreo en mi novela sobre Estados Unidos, pero también creo que logré una crítica profunda y un reconocimiento de las buenas ondas del espíritu gabacho, que, por supuesto, también existen.

-Con frecuencia has dicho que te sitúas al margen de las archicriticadas mafias literarias. Pero conoces su dinámica. ¿En qué reside el poder de dichos grupos culturales?

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Tengo la impresión de que en Latinoamérica la literatura ejerce una especie de fascinosum. Los escritores pueden llegar a posiciones hasta cierto punto arquetípicas en nuestros países, porque en Estados Unidos, por ejemplo, esto casi no ocurre. Pero en Latinoamérica el escritor es considerado común ser aparte, con un relativo valor sagrado. Esto tiene ventajas y desventajas. Entre las últimas, la más grave es que casi no existen condiciones para una profesionalización del escritor, lo cual implicaría una desmitificación. Pero también es cierto que muchos escritores, si tienen una gran personalidad y una concepción coherente del mundo, se convierten en centros de atracción. Y como escribir representa una manifestación de la conciencia colectiva, los escritores pueden constelar aspectos que abarcan a toda la sociedad: son mitificados porque resumen importantes valores de la sociedad; ése es el poder que puede tener un escritor, y no es pequeño. Mientras más fuerte es el carisma personal, mientras más hábil se es en la conducta personal y más se constelan aspectos claves de la Zeitgeist, más fuerte es el poder personal y más se tiende a hacer que otros converjan en torno. El escritor entonces viene a ser un representante sui géneris de un sector pequeño pero sumamente importante de la sociedad. Los poderosos, política o económicamente, tienden a respetarlo, a tomar en cuenta lo que dice e incluso a cortejarlo. Más poder aún, que se traduce en posiciones públicas relacionadas con la cultura: fuentes de trabajo y de prestigio a fin de cuentas.
México es proclive a las mafias literarias, en gran medida porque aquí el escritor es lo mismo un iluminado y un payaso. Habría que investigar la historia de las mafias, y quizá la cosa se remontaría a Sigüenza y Góngora. En tiempos recientes el gran padre de los mafiosos fue Alfonso Reyes. Ni quién le niegue la grandeza al maestro, pero también es cierto que él fue el primero en reunir en su persona un poder tan inmenso que aún sigue vigente. Le siguieron los Contemporáneos, otra gran mafia, y por eso distintos gobiernos les cedieron puestos, sueldos, nóminas que manejar, etc. Hasta Carlos Pellicer murió siendo senador. Ellos construían o demolías prestigios, y, como su tata Alfonso, sus fantasmas y su pésimo ejemplo siguen campeando hasta niveles de glorificación petrificante. Se lo merecen, por otra parte. Quizá la mafia de principios de los setenta haya sido la más poderosa: controló las principales revistas literarias, los suplementos, las oficinas estatales relacionadas con la cultura y eran muy influyentes en las editoriales importantes. Ni quien le niegue el talento y la grandeza a los Contemporáneos o a los mafiosos posteriores, herederos suyos. Las mafias en México han sido vehículos de expansión cultural y de sensibilización, han puesto “al día” al país, y nos han ofrecido obras decisivas, como las de Gorostiza, Novo, Villaurrutia, Paz o Monsiváis. Pero, por otro lado, han ejercido un autoritarismo, un paternalismo cultural; siempre han planteado que no hay más ruta que la de ellos y, peor aún, se han autoerigido en rectores inapelables de lo que es bueno y lo que no lo es. Por eso, sus desaciertos han sido espectaculares: Revueltas, Leñero, Sabines, para sólo citar tres ejemplos célebres. Por último, no puedo dejar de ver que las mafias también han resultado sumamente grotescas: los mafiosos se han portado como argüenderos y chismosos, intrigantes y prepotentes, porque siempre se han considerado superiores a todos los demás, lo cual, por supuesto, es una vulgaridad. Se trata de artistas que brillan como nadie en algunos aspectos pero que en otro revelan rasgos arcaicos y sin ningún desarrollo. Todas las mafias se han creído aristocráticas, de verdadera sangre azul literaria y, creen que los demás son plebeyos. No advierten que quizá su tendencia inmadura a ejercer un cacicazgo los convierte en otro reflejo patético de nuestra realidad paternalista; sin darse cuenta se convierten en el PRI de la cultura, algo que, si fueran plenamente conscientes de ello, sin duda los horrorizaría. En la actualidad no hay mafias, hay sectores más o menos autónomos de un establishment cultural. Tenemos al grupo de Paz y su revista Vuelta, que es la máxima expresión de la aristocracia cultural. Su tendencia al hegemonismo es grave. Está también el grupo de Carlos Monsiváis, que sin duda se inclina hacia las corrientes populares y las causas revolucionarias, sólo que ellos también se creen superiores a los demás y también quieren regir los gustos y las tendencias. Otro grupo vendría a ser el de Jaime Terrés y su Gaceta, otro aún el de la Revista de la Universidad. Pero estos sectores, en un momento crítico, cierran filas y borran sus discrepancias; en cuestiones básicas, tienden a coincidir y coinciden, sobre todo en su antipatía a quienes traten de formar grupos de poder al margen de los suyos, sea Labastida y la gente de Plural, o Arturo Azuela y sus cuates, o cualquier otro que no les guste porque no les rinde periódicos tributos de adulación.

-Invadiendo ahora el espacio de tu vida individual, ¿de qué vives, de qué quisieras vivir?

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Quisiera vivir de mi trabajo, o sea: de escribir. Me parece una aspiración legítima, ¿por qué los escritores no han de vivir de lo que hacen? En los últimos tiempos casi lo he logrado. Diana, primero, y Joaquín Mortiz, después, me han dado adelantos sustanciales que me han permitido dedicarme sólo a escribir literatura. Espero, en este terreno, no tener regresiones. Sin embargo, he seguido escribiendo artículos periodísticos, coordinando talleres literarios, apareciendo ocasionalmente en la televisión, dando clases y escribiendo guiones.

--¿Cómo cuál?

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Gerardo Pardo, José Buil y yo escribimos un guión que se llama: Ahí viene la plaga. Es una recopilación, a nuestra manera, de lo más importante que les ha ocurrido a los jóvenes mexicanos en las últimas tres décadas: de 1951 a 1980. Naturalmente, el 68 es el eje principal de la historia, que con una estructura no lineal refiere el surgimiento del rock y los rebeldes sin causa en el clima convencional, prejuicioso y anticomunista de los años 50; también se ocupa los hoyos fonquis, el feminismo, los homosexuales, los punks y demás ondas sicodélicas más o menos recientes. Creo que el guión nos quedó efectivísimo; ahora, sin embargo, está la cuestión de si pueda realizarse o no.

--Cómo fuiste a dar a la cárcel. Cuéntanos de lo que viste, de la relación entre presos políticos y comunes.

Y
a he contado con detalle cómo fui a dar al tanque grande, en especial en un reportaje que publiqué en la Revista de Revistas de Leñero, en numerosas entrevistas y, en cierto modo, en Círculo vicioso. Por supuesto, se debió a la mota. Fui, entonces un preso macizo, y hasta la fecha sigo lamentando que en aquella época no hubiera habido conciencia de que había que luchar por los presos macizos, que en verdad lo merecían.
Viví en Lecumberri cuando allí estaban los presos del 68, y me relacioné con varios de ellos: Revueltas, en especial. Pude ver que los presos políticos tenían una buena organización interna, lucharon por derechos carcelarios por los que nadie se preocupa y obtuvieron grandes victorias, aunque, claro, se las vieron negrísimas. Revueltas contó magistralmente como durante el año nuevo de 1970 los presos comunes les partieron la madre de la forma más vil, a causa de un complot diabólico de las autoridades. Pero también habría que ver otras cosas. Los presos políticos, ya fuese porque los comunes nunca lo permitieron o más bien porque ellos no supieron cómo, hicieron muy poco en realidad por acercarse a los demás presos de Lecumberri. Por supuesto, la dirección trató de aislarlos desde un principio e hizo un ghetto con ellos. Pero creo que los políticos no hicieron lo suficiente por romper ese cerco, por establecer una comunicación profunda con los presos comunes, quienes, por otra parte, los veían con repulsión pero también con fascinación, y no se hubieran cerrado a ellos. Pienso que los presos políticos creían que no debían estar presos, y tenían la razón, y que por eso nunca se llegaron a sentir hermanados con los demás que sí tenían por qué estar presos. Pero eso es relativo. Hubo, pues, un abismo que nunca se pudo saltar. Nunca se dio una labor de acercamiento, por temor a que se infiltraran agentes o espías o qué sé yo. Una gran cantidad de presos comunes eran gandallas totales, asesinos de tiempo completo, dentro y fuera del penal. Pero muchos de los que entraron a saquear las crujías de los del 68 lo hicieron porque les caía gordo que los políticos no hubieran roto su aislamiento. En el fondo querían conocerlos, pero como esto nunca ocurrió, el resultado fue el resentimiento. Algunos presos políticos les tenían no sólo miedo, sino pánico a los comunes. No los culpo: dan miedo. Pero también ocurría que se sentían superiores, de mejor cepa y esperaban que todos acudieran a ellos. Creo, pues que el militante que tiene la pésima fortuna de caer en la cárcel debe hacer un esfuerzo enorme por relacionarse con los demás tratando de preservar sus principios y su dignidad. El preso común posiblemente presente resistencias, pero casi puedo jurar que se muere de ganas por establecer la relación; además, la necesita. De establecer el contacto, el militante no sólo crearía conciencia y sensibilización sino que también él se enriquecería una enormidad.

--Para terminar, ¿por qué crees que la mayoría de los escritores reconocidos no militan en los partidos políticos? ¿Cuál es tu propia experiencia?

En mi caso, si tuve un gran interés en la militancia durante un tiempo, e incluso ingresé en el PC, en 1962. Mi experiencia no fue muy feliz. En el partido encontré un clima de cordialidad pero también muchas ideas cerradas. Yo era líder estudiantil, dirigía mi escuela y tenía influencia en otras; el partido me quiso imponer una línea, absolutamente insensata porque no tenía que ver con la realidad, así es que me negué a obedecer y, como quisieron regañarme, los mandé al carajo. Y me salí.
Ahora no me interesa militar en partidos, aunque por supuesto respeto a quienes sí lo hacen. Creo que llevo a cabo una militancia personal a través de libros, artículos periodísticos, conferencias, clases y talleres. Y creo que esta militancia personal es tan válida y eficaz como cualquier otra.
En relación a los demás escritores, es difícil contestar, Pero no son tan pocos los que militan. Después de todo la literatura es un arte profundamente individual; uno escribe solo, en casa, y eso quizá propicia actitudes poco gregarias. Creo, también, que hay gente que de plano nace para las grillas partidarias, y que otros simplemente no pueden o lo hacen mal. Pero esto no me parece criticable. Lo que sí es grave es que existan quienes piensen que los problemas políticos son vulgares o secundarios, o que se declaren apolíticos. Tarde o temprano se le hace el juego a otros intereses y por tanto es preferible tener una idea clara de las cuestiones políticas para poder actuar congruentemente.

El Buscón 2, Silvia Castillejos. Págs. 37 - 48